Hace más de un año, cuando, desde Perú, el inmenso continente americano se abría para mí, mi solo instinto habló: entre todas las opciones de ruta, tomé la decisión de cruzar Ecuador hasta Colombia. No sabía a dónde me dirigía. Tenía en la cabeza ideas vagas, ideas de Caribe, de café, de ron, de guerra de los Carteles y de las FARC emboscadas.
Sin embargo, crucé Ecuador… y la Locombia me embrujó la misma noche de mi llegada; el país de la alegría, donde hasta los aduaneros te "echan los perros" (coquetean) a la frontera. Después de una semana de vagabundear y maravillarme, paré sentada sobre mi mochila: dos buses, un dilema. Vacilaba entre Medellín y Cali; una era la ciudad de los rascacielos y el reggaetón; la otra era la capital de la salsa, africana y tropical, antigua, colonial, caótica, polvorienta y húmeda. Mi razón recalcaba: ¡Cali!
Aún la palabra Medellín, la sola palabra, me fascinaba. Pues en mi mente de niña, se había grabado un comic francés, Cuervos, en el que se contaba la historia de un huérfano vuelto asesino a sueldo de los carteles, en un barrio miserable de Medellín, un barrio de barro y sangre. Era él “el sicario de la santa coca”, según el título de unos de los álbumes; un muchacho lindo con piel oscura y crespas negras, y su recuerdo fascinante me atraía, irresistible, ilógico, misterioso…
Medellín es la capital de Antioquia, departamento del nordeste de Colombia; el más poblado del país. Los habitantes de Antioquia son llamados los Paisas, y son famosos en el país entero por su acento, a la vez brusco y lánguido, por su pasión de emprender, por su interés por el dinero; por la belleza de las mujeres y por su charla increíble. A los Paisas le gusta hablar, a toda hora del día y de la noche. También se les distingue por su orgullo pues los Paisas tienen la elación de los príncipes, y aman a su tierra, pasionalmente, como un edén entregado, amorosamente.
Rodeada de altas montañas, la ciudad se estira sobre la mayor parte del Valle de Aburrá, al centro de Antioquia, valle encaramado a unos 1 500 metros de altura. Dado que el clima no es ni húmedo ni ardiente, como en el Caribe, ni invernal y gris, como en Bogotá, Medellín es la Ciudad de la Eterna Primavera. Un día, un amigo paisa me dijo que por estas dos particularidades, la eternal dulzura del cielo y la eternal belleza de las muchachas, los Paisas llegaban a ser mal criados.
Medellín entonces toma la mayor parte del Valle de Aburrá, junto con los municipios Itagüí, Envigado, Sabaneta, La Estrella y Caldas, al sur, y Bello, Copacabana, Girardot y Barbosa, al norte. La sola ciudad cuenta con casi dos millones y medio habitantes, pero el área metropolitana, la cual se extiende desde La Estrella hasta Bello, como el Metro que cruza la ciudad, cuenta con más de tres millones y medio de pobladores. El epónimo río Medellín divide al Valle entre este y oeste, y, en diciembre, centellea y parpadea gracias a las miles de luces que conforman el llamado Alumbrado navideño.
Medellín, antiguo reino de Escobar, Don Pablo, el del polvo blanco, es todavía una capital del narcotráfico, y hay unos barrios, con calles de tierra y casas de chapa, donde la policía nunca va. Es, a imagen y semejanza de América Latina entera, una ciudad “guettoizada” y toda la gama, del lujo a la miseria, se despliega. Alta esfera de prostitución, Medellín es, también, una de las capitales mundiales de la cirugía estética; sin embargo, es una ciudad viva, jabardeada de universidades, llena de cultura, de museos, de exposiciones y festivales.
No presencié ni guerras entre bandas, ni “ajustes de cuentas”, ni asesinatos organizados. En cambio, sí me hechizaron sus montañas azules, sus colibrís airosos, sus inmensos bosques; las pupilas relucientes, las largas noches de baile.
Medellín, montañera y caribeña, selvática y civilizada, peligrosa y tranquila, desigual y generosa, alegre, y agitada, Medellín es un sueño, un valle privilegiado. No vaya allá por las piedras antiguas, las ruinas inquietantes, las airosas casas coloniales, las fachadas líricas, cinceladas y quebradas. Medellín no es la ciudad de las reliquias pasadas.
Sino la de las morenas y morenos lindos, maliciosos y generosos. La de un pueblo exageradamente teatral, y delicioso. La de los bosques y de las selvas, la de las flores multicolores y de los colibrís cautivadores; la ciudad de las montañas azules desde donde se puede observar el mundo entero. Ciudad selvática o selva urbana, imposible armonía, lujuriante salvajez y civilización humana, urbana. Los edificios parecen devorar a las montañas, pero la flora y las flores devoran a cambio el hormigón, indolentes y voraces, sin contradicción.
Por la mañana, vagar en el bosque, soñar en un museo por la tarde, anoche, al ritmo de la salsa, arremolinarse. Pues del hormigón agrietado sube un canto salvaje, el canto de energía del mundo, bruto, indisciplinado. Y en el diálogo que se crea entre este canto y la pasión del escuchando, la vida surge, irreductible.