El Oriente

Al opuesto exacto, el sureste de Antioquia se llama el Oriente, y desde las inmediaciones de la ciudad, uno está sumergido en el pasado. Subiendo Las Palmas, se cruzan, primero, Santa Elena y sus bosques, y fue allí donde vi algo que no olvidaré. Una villa colonial centenaria, rodeada de balcones floridos, una casa tan olvidada por el tiempo, que no podía caminar, sin levantar mi miriñaque fantasmada. Justo después de Santa Elena, los pueblos El Retiro y Rionegro, donde pasé navidad en un edén tropical, lujuriante.

Tomando un bus que sale del Terminal Norte, a la estación Caribe, se puede, por unos miles de pesos, ir más lejos. Un poco más al norte, Guatapé y sus balcones coloniales de mil colores. Y, al lado, la Piedra del Peñol, gigantesco monolito. Subiendo los 649 peldaños que llevan a su cima, se observa, adelante y atrás, un inmenso y airoso paisaje apocalíptico estirarse por todas las partes, un pueblo entero insepulto bajo el lago. Y cuando subí, en noviembre hace un año, también vi una petición de mano. Allá, tan alto.

Al sur de Guatapé, hay un pueblo de nombre poético, conocido por sus cerámicas artesanales, y por los campos de flores que lo rodean por todas las partes. Se llama el Carmen de Viboral, y como Marinilla, su vecino al norte, se distinga del resto de Antioquia por la rara belleza de sus habitantes, cuyas raíces alemanas han superpuesto, sobre los rasgos latinos, el rubio nórdico. Arriba en la montaña, a casi 2 500 metros, se encuentra el taller de un artista, Julio Monsalve, un amigo que vive solo, rodeado de sus telas, en una casita perdida en la salvajez inmensa. Adentro, una orgía de colores, de claroscuro y de abstracto. Afuera, las montañas vírgenes nos rodean por todas las partes.