13 de Diciembre del 2014
No podía recordar la hora exacta y el cómo ocurrió ese momento donde una extraña sensación, un tipo de emoción trataban de abrirse paso en mi memoria, para aferrarse a los inestables recuerdos que seleccionaban lo que valía la pena conservar. Pero podía rememorar casi con claridad la imagen que había pasado fugaz por la ventana –algo sucia- del tren, sin especificar los detalles que rodeaban ese instante; como de qué color eran las sillas en las que íbamos sentados, en si había sido amable el señor que revisaba los tiquetes del tren, o los pequeños distintivos entre primera y segunda clase. Todo ello había permanecido ajeno mientras la imagen apareció como por arte magia, y buscaba permanecer en la memoria.
Tres horas de viaje y una hora demasiada absurda para levantarnos y tomar el primer tren que conducía a Perugia, eran los principales motivos para que mi amigas permanecieran indiferentes al suceso que pasó mientras ellas dormían. Sobre una colina, en un día de invierno, se alzaba majestuoso un castillo que en tiempos pasados debió de servir para los nobles jubilosos de su poder. ¡Un castillo quise gritar! ¡UN VERDADERO CASTILLO!... pero cuando mi emoción urgía por salir, cuando las palabras empujaban para expresar la conmoción de una niña pequeña que necesita decirlo, y poderlo constatar con la imagen que se alejaba por la ventana, recordé que mis amigas permanecían dormidas y esperaban que el tiempo pasara entre los sueños y no, entre paisajes que ya conocían de sobra.
Sonreí. Siempre conservaría esa imagen de un castillo que pasaba veloz por la ventana de un tren, y por los paisajes italianos que no desmerecen en su belleza. Un castillo de una época medieval, de grandes señores y de “leales” súbditos.
Los paisajes italianos tienen esa magía para recrear la historia.
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