Los amaneceres eran lentos, pero breves. Los primeros rayos de sol podían verse desde el primer momento, bajando por el oriente y filtrándose por las ventanas como lanzas. La noche por el contrario era larga. Desde el medio día la oscuridad se apoderaba de la habitación, cubriendo por completo el tiempo en que los cuerpos permanecían encerrados. En el centro de la habitación parte de la ciudad se filtra por los barrotes viejos y oxidados.
El panorama no es muy alentador. Lo único que se alcanza a ver desde esta celda en específico, ubicada en la tercera planta, al comienzo del ala oriental, es el humo de la cervecería subiendo incansable al cielo capitalino. Tal vez ese humo sea una metáfora perfecta para las vidas de las personas que se acumulan en la celda: una levedad que no va a ningún lado y que se pierde en la nada, que se disuelve sin llegar a destino.
Tal vez esa sea la razón por la que uno de los hombres de la estrecha habitación, de no más de dos por tres metros, se anima tomar un pedazo de lápiz que logró conservar para dibujar en las paredes. En un principio hace trazos sin sentidos. Rayas absurdas que se suman a los incontables trazos que tienen las paredes del centro penitenciario. Pero luego de un tiempo siente la necesidad de darle un poco de armonía a su diseño.
Lo primero que se empieza a definir es una casa, acaso un vago recuerdo de las casas de la ciudad que hace un par de años no ve. Pero luego, en seguida, empieza a dibujar una cúpula, la cual da la forma a una no muy proporcionada iglesia, que sin embargo se destaca como la obra de arte más sobresaliente del lugar. Al final del dibujo ya no le importa mucho la idea de salvación que le pasó por los ojos mientras dibujaba, ahora solo le queda la dicha de haber terminado lo que para él era una obra de arte.
Lo que este hombre no podía saber es que casi un siglo después alguien más estaría viendo el dibujo en la pared con el mismo asombro con el que él posiblemente lo contempló al finalizarlo. O eso pienso mientras recorro la última de las celdas que se conserva de la antigua penitenciaria de Cundinamarca, también conocida como El Panóptico.
El edificio conserva lo más importante de su estructura: la forma en cruz, diseñada para mantener un control visual de todas las secciones de la prisión y, posiblemente, para evocar los principios propios de un territorio ultra conservador y religioso. Sin embargo, la imagen que permanece de la celda dista mucho de lo que debió ser en sus primeros tiempos.
Ahora el piso es mucho más limpio y el aire, respirable (la trashumancia de los cuerpos es algo que solo se puede intuir vagamente). Las paredes están cubiertas por finas placas de plástico. Las de los lados tratan de presentar una historia lineal del edificio. Les recuerda a los visitantes y a sus cámaras las mutaciones del lugar en el que se encuentran. En el frente, otra de las placas conserva los dibujos originales de las celdas, y entre ellos sobresale una casa y una catedral, dibujadas por uno de los cuantos autores anónimos que hay ahora en el museo.
Encima de los dibujos aún están los barrotes, pero el aire de la ciudad ya es distinto, afuera se alcanzan a ver algunos edificios altos, posiblemente de oficinas, tal vez algunos apartamentos residenciales. A través de los barrotes se percibe uno de los sectores comerciales y turísticos más importantes de la Bogotá del siglo XXI.
El Museo Nacional de Colombia se ubica en la carrera séptima, una de las más antiguas de la ciudad. Unos cuantos metros al sur se encuentran algunos de los edificios comerciales representativos de la ciudad: la torre Colpatria, la edificación más alta, varios hoteles representativos, el Parque de la Independencia y, un poco antes, la emblemática Plaza de Toros la Santa María, lugar por el que pasaron reconocidos matadores, en una época en que la concepción de la crueldad era un poco distinta a la de hoy día.
Actualmente la plaza es únicamente centro de luchas de intereses entre los que se oponen al toreo y quienes lo apoyan. Pero lo importante de todo esto es que la cercanía del corazón de la ciudad fue tal vez el motivo fundamental para que en su momento se decidieran a cambiar el objetivo de la antigua penitenciaría, para darle lugar a lo que podría parecer su más grande opuesto: un museo. Y no uno cualquiera, sino uno que lleva el peso de la nacionalidad de un país tan joven y con tantas heridas como Colombia.
Quien pase por enfrente de la edificación difícilmente imaginará todo lo que en otro tiempo pasó en su interior. Las paredes restauradas de ladrillo, que forman lo que bien podría ser un fortín, se adornan con unas letras enormes que no permiten que el espectador se confunda. Las rampas de acceso, las escaleras y los jardines ocultan perfectamente en sus raíces el lugar en el que antes se podían ver las ejecuciones públicas, muestra de escarmiento para algunos, forma de ejemplificar y poner en relieve el poder de la Ley para otros.
Yo no puedo dejar de pensar en las distintas pieles del edificio antes de entrar y mientras recorro el lugar. Se me ocurre que la mejor justificación para darle el mote de Museo Nacional a este espacio no son las piezas que alberga, sino la memoria que conserva el mismo edificio, cual si fuera un cuerpo vivo. Pero como todo cuerpo con memoria, hay que mirarlo directo a los ojos para descubrir lo que las demás partes ocultan. Pocas personas reconocerían al pasar las puertas, custodiadas por guardas que sonríen en lugar de herir, que el Panóptico guarda los restos dispersos de una nación que siempre pretende olvidar:
La cárcel fue modelo en un tiempo de descontrol político y social; luego se planteó como un ejemplo de reintegración social, los presos tenían talleres y recibían pago por su trabajo; y justo en su momento de esplendor se inicia su transformación por el bien de la imagen de la ciudad…, pero cuando se va a dar lugar a la apertura del espacio como museo, la inauguración se interrumpe por coincidir con el nefasto 9 de abril de 1948: el Bogotazo, posiblemente el hecho que marcó con sangre indeleble lo que sería el resto del siglo XX en Colombia.
Ahora el edificio cuenta una historia bien distinta. Su piel parece hecha de cristales de colores en los que se confunde una nunca realizada modernidad y una posmodernidad que llegó a coletazos. La exposición permanente mezcla elementos que rescatan un discurso lineal de los pasados más remotos de la Nación, antes de la llegada de los españoles, mientras otras salas plantean una amalgama un poco confusa de elementos que dan cuenta del sincretismo de la historia de las tierras suramericanas.
El afán de dar lugar a todas las voces y a todos los espacios es evidente en el Museo. Un visitante que se tome el tiempo de explorar los distintos espacios podrá encontrar motivos suficientes para recrear diversas ficciones: la ficción de la historia, la ficción de la colonia y de la posterior república, la ficción de la voz del oprimido, la ficción de las violencias, la ficción del arte y de su evolución y, sobre todo, la ficción del tiempo y los espacios.
Una sola visita no es suficiente para conocer el Museo Nacional. Como una persona, el edificio se demora en revelar algunas historias. Así, por ejemplo, al tomar el café en uno de los hermosos y frondosos patios del edificio (tiene dos en total), justo antes de terminar la visita, en el lugar en el que solían ejercitarse los presos o aunque sea distraerse, es difícil descubrir al lado de los muros las letrinas que aún se conservan del periodo de la cárcel. Cicatrices que se conservan con cariño para recordar tiempo pasados. Heridas tal vez, que se cubren con obras de arte contemporáneo y fuentes de agua, como si fueran nuevos y relucientes tatuajes sobre la piel afectada.