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El valle del Galtern


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Senderismo por el bosque

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Llegué a Suiza un poco de casualidad. A Friburgo, todavía más. Ni siquiera conocía esta ciudad antes de desembarcar en ella. Pero la idea de pasar tres meses de primavera en las montañas me llamaba mucho la atención.

Recuerdo que pasé el verano con mi madre y mi hermano en los Alpes. Me caí sobre unas marmotas, algunas flores y una serpiente que estaba entre las frambuesas que yo recogía. Tenía diez años.

Así que el fin de semana pasado, decidí ponerme mis zapatillas y salir del valle del Sarine. Mi compañera de piso, Claire, y yo quisimos seguir a un suizo en esta aventura: Timy.

El plan era simple y alentador: ir al mercado el sábado, comprar algo de picar, caminar hasta encontrar campesinos que se parecieran a los de los cuadros del Impresionismo, descansar bajo el sol y bajar de nuevo a nuestras vidas normales sobre la tierra.

Timy miró en Google Maps los posibles itinerarios y nos propuso seguir el camino de Galtern, que bordea el homónimo río. Nos advirtió: "Pero, es largo. Son unas dos horas y media o tres horas de caminata. " Claire y yo aceptamos el reto. Habíamos reservado el sábado a este paseo así que más valía dedicarle el tiempo necesario.

Primera etapa: oler y probar

El mercado de Friburgo es bastante pequeño, pero muy acogedor. En él, puedes encontrar quesos que te dan a probar, como los sabrosos quesos azules de Friburgo y el Gruyer (la ciudad de Gruyer está a treinta minutos de Friburgo).

- ¿Qué quiere?

- 5 francos de Gruyer, por favor.

- Muy bien, ¿de qué clase?

- Ehh, no sé. ¿Este mismo?

Señalé un queso con corteza dura llena de grandes agujeros. El quesero se escandalizó:

- Pero eso, eso es Emmental. El Gruyer no tiene agujeros.

Cuidado, decir que el queso Gruyer tiene agujeros delante de un suizo equivale a blasfemar delante de un monje. Me decidí por un queso de cabra fresco con cebollino y Timy nos propuso probar el duc de Zährigen, un queso que se llama así en honor al fundador de Friburgo.

Caminamos entre los puestos y todo nos apetecía, a pesar de los precios, muy altos para un par de francesas como nosotras. Los olores de los tajines, del wok y de las olivas subían y se mezclaban. Aquí, los extranjeros de Friburgo se honran con sus especialidades culinarias. Claire buscaba el humus con el que llevaba soñando desde que tuvo que renunciar a él en el supermercado. El tarro pequeño costaba seis francos, es decir, unos cinco euros. Nos acercamos al puesto de especialidades sirias. Un vendedor pasó detrás de la dependienta y la llamó.

- Ya está, ya he dejado a mi mujer. Nos vamos cuando quieras.

- ¿Dónde está tu Ferrari?

- No tengo ningún Ferrari.

- Ah, en ese caso, vuelve con tu mujer. No me interesas.

El ambiente era alegre y daba la impresión de que estábamos en una fiesta al sol en familia. Parecía que todos se conocían. La mujer siria se giró hacia nosotros.

-¿Qué querréis?

- Elige, Claire.

- Ah no, elige tú.

- No os peleéis, señoritas. Yo elegiré por vosotras. Os llevaréis esta mezcla de olivas negras y verdes. Está muy rico y no muy picante.

Nos alejamos con nuestro queso y nuestras olivas y nos atrajo el puesto iraquí, del que salimos con hojas de parra rellenas y el tan buscado Humus. Al final, pasamos por el puesto marroquí para comprar buñuelos de berenjena.

Segunda etapa: caminar y observar

Caminar hasta las mesas de picnic sin tocar ni un poco la comida, me pareció un completo desafío.

Menos mal que la belleza de los caminos por los que pasábamos me hacían olvidar mi apetito. Bordeamos el río cuya claridad me sorprendió. Donde yo vivo, en Normandía, el mar es verde o gris, depende del tiempo, los ríos de Francia suelen parecer marrón opaco y sombrío. Aquí, el agua es translúcida, los reflejos, azules, como los de un dibujo infantil. Me asombraba inocentemente ante los estanque de piscifactoría. Claire y Timmy continuaron el camino, pero yo saqué mi cámara de fotos. Es la primera vez que veo algo así. Las truchas, más o menos grandes según el estanque, se mueven en grupo entorno a las paredes de su prisión a la intemperie. Forman remolinos vivos demasiado grandes para su piscina. Al final, me da un poco de pena y me digo a mí misma que tengo que comer menos pescado.

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Caminamos cerca de acantilados de roca quebradiza. Timy nos hace tocarlos. Bajo nuestros dedos, la roca se desmorona como arena. "Es melaza. Aunque sea quebradiza, provoca bastantes problemas porque muchos edificios de Friburgo se construyeron con esta piedra". Basta con rascar un poco para grabar lo que sea sobre el acantilado y se puede ver cómo los senderistas no se privan de hacerlo: corazones, iniciales, palabras de amor en relive que se van dibujando por todo el camino.

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El alquitrán acaba por desaparecer bajo la tierra del bosque. Es allí, a orillas del agua, cuando desplegamos nuestro pequeño festín. Una pareja llega. Timy los saluda en alemán y nos apretamos en la mesa de picnic para hacerles sitio. El hombre empieza a recoger ramas y las pone sobre piedras para encender un fuego. La mujer afila dos ramas para clavar unas salchichas cervelats cuyas puntas se abren como dos flores sobre las brasas.

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Retomamos el camino que empieza a volverse empinado con el estómago lleno y pesado. Nos encontramos con cascadas, raíces que atrapan el suelo y árboles derrumbados por culpa de la debilidad de la melaza. Nos enfrentamos a una subida muy dura. Sentimos los muslos y el corazón, que empiezan a calentarse por dentro. Y, cuando llegamos a lo alto, caemos sobre una llanura de trigo que se extiende hasta el horizonte. Los cereales son casi de mi tamaño. Este paisaje me recuerda a Pocahontas perdida en los campos de maíz. Salvo porque el cielo parece más claro que en la película. Continuamos por el camino de tierra y allí es cuando alcanzamos el objetivo: la vista sobre los Prealpes.

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Desde lo alto de los acantilados observamos Friburgo, y bajamos hacia allí. Timy señala la catedral: si su tejado es plano, es precisamente porque el edificio está construido con melaza; la torre de la iglesia no dejará de hundirse hasta que renunciemos a este material. Nos paramos ante una capilla para contemplar la vista de la ciudad. Tras 18 kilómetros de caminata, los pies arden incluso cuando están en reposo. Dormiremos bien esta noche.

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