Imaginaos: estamos en Suiza, en el siglo XIX; más concretamente, nos encontramos en Friburgo, a orillas del río Saane, que atraviesa la ciudad. En este tiempo, consideraban que el agua era algo sucio, que transportaba las enfermedades. Los burgueses vivían cerca de los acantilado, en vez de en el valle. Es aquí donde encontramos las casas de los obreros y las fábricas. Y entre todo esto, vemos una fábrica de carbón en mitad del barrio de los curtidores.
Damos un salto de más de cien años en el tiempo. Los curtidores ya han muerto, las fábricas han sido cerradas o destruidas. Ahora, los barrios más elegantes de Friburgo están junto al río, como en todas partes. Sin embargo, la fábrica de carbón ha sobrevivido. Vemos un enorme cuadrado de color beis en medio de un terreno abandonado. Un páramos industrial bajo el sol; está todo tan contaminado, que es imposible cultivar nada que pueda ser comestible.
Ahora, imaginaos a un hombre al que se le ocurre la idea de utilizar este sitio para construir un restaurante de verano, abastecido por un huerto. Según su idea, sería solo para verano. Desgraciadamente, el verano del año 2014 fue tan lluvioso, que el proyecto solo generó deudas para sus voluntarios. Al año siguiente, las ventas del verano de 2015 cubren las deudas. ¿Lo dejamos aquí? Venga, un verano más, aunque solo sea por diversión. Así, por último, este mes de mayo de 2018, Le Port de Friburgo vuelve a abrir sus puertas y celebra su quinto aniversario.
El día en que descubro Le Port, me quedo alucinada, no sé muy bien dónde mirar. Todo lo que veo a mi alrededor me llama la atención: la bañera en la que se cultivan las lechugas, los carros llenos de flores amarillas o las ventanas rotas por las que ya van asomando las primeras fresas.
El día de la fiesta de la naturaleza, me recibe Marie-Paule. Con una gorra de rapera en la cabeza, los labios pintados y unos enormes ojos, llenos de vida, que se esconde detrás de las gafas, la mujer sonríe y saluda a todo el que pasa. Amigos, su padre, una mujer embarazada a la que señala con el dedo y dice: «el pequeñín que está a punto de nacer es mi ahijado». Aquí todo el mundo se conoce, todos se tutean. «Nuestro objetivo era crear un vínculo social y de integración», explica Marie-Paule. Cuando miro a mi alrededor y veo cómo los niños juegan, mientras que los adultos intercambian macetas, me digo a mí misma que han logrado su objetivo.
Comprensión, intercambio y también solidaridad. La asociación Espace-temps, creadora del proyecto de Le Port, trabaja actualmente mano a mano con la fundación Saint-Louis y con la Red. Esto quiere decir que los trabajadores de las cocinas de Le Port son personas en situación de reinserción laboral e inmigrantes.
Tuve la oportunidad de conocer a dos de ellos cuando volví el lunes por la noche, con mi cámara de fotos en mano. Estaban construyendo un invernadero con botellas de plástico para cultivar plantas de tomates.
«Pretendemos sensibilizar a la gente sobre la protección del medioambiente. Por esta razón, utilizamos productos reciclados para nuestros cultivos. », cuenta Marie-Paule, refiriéndose a la atípica decoración de Le Port.
Al principio, la finalidad del huerto era abastecer el restaurante con productos frescos y ecológicos. Pero, Le Port está siendo víctima de su propio éxito. «No vamos a llegar muy lejos con tres calabacines», bromea Marie-Paule. Por ello, para conseguir los productos que el restaurante necesita, colaboramos con agricultores de la zona, de manera que, fomentamos la economía local. No afecta a la calidad de los menús que servimos. Hoy, por ejemplo, los platos que ofertan son albóndigas de pato con calabacines y menta con bulgur, ensalada de garbanzos, tofu ecológico a la citronela con arroz integral y coliflor gratinada. ¡Sé de una que se va a poner las botas!