Civita: la ciudad que muere
En nuestro viaje por Italia, hemos visto de todo, y creo que vale la pena que os cuente también por dónde pasamos de camino a casa, a la Toscana. Pues bien, visitamos otra de las joyas italianas; una ciudad única en el mundo en continua evolución de la que han salido personas de renombre (he de añadir que comparte con el Mont Saint-Michel su accesibilidad limitada). Os hablo de Civita di Bagnoregio, más conocida como "la ciudad que muere", en la provincia de Viterbo. Se encuentra a una media hora de la autopista que une Roma con Florencia. La ciudad se sitúa en la zona de los calanchi, formaciones rocosas cuyas superficies ha ido erosionando el agua. Al tratarse de rocas que no protege la vegetación, se ven expuestas casi por completo al paso del agua y por ende, sucumben al proceso de degradación, tan rápido como continuo. De ahí que podamos pensar que Civita, suspendida en medio del valle, aún se mantenga en pie gracias al esfuerzo de las últimas personas que la habitan.
Me enteré por la televisión que tan solo unas diez personas viven hoy en la ciudad de forma permanente; el resto, unos decidieron dejar la ciudad para siempre, mientras que otros se desplazaron a vivir a otras zonas más seguras, libres de corrimientos y derrumbes. Se lanzó una petición al Ministerio de Bienes Culturales para que programase la financiación de la recuperación de la zona. Durante nuestra visita, nos dimos cuenta de que había carteles de "se vende" por todas partes. Mirándolo por el lado positivo, los precios estaban por los suelos, y bueno, aunque sea evidente, luego os explicaré por qué.
Llegamos por la mañana, sobre las 11 h. Para llegar a la ciudad es necesario recorrer carreteras nacionales rodeadas de colinas y montañas, así como de calanchi y otras zonas con peligro de derrumbe. Y si encima os encontráis con un tractor, ya os podéis morir; la velocidad media es de 10 km/h, y no se puede adelantar de ninguna manera. Al final del trayecto, por fin, aparece a lo lejos el único macizo rocoso que hay y que acoge la ciudad. Nos detuvimos para admirarlo en la ciudad más cercana, Lubriano, donde una iglesia amarilla deslumbraba entre el cielo de verano.
Las vistas de Civita desde Lubriano.
Ya entonces podía apreciarse cómo, en algunos puntos, parecía que las casas se iban a caer; al norte, a unos 40 metros de altura, un árbol, sujeto por sus raíces a la pared rocosa, se asomaba al vacío. En el fondo, las plantas se preparaban para recibir el golpe, ya que, de un momento a otro, se acabarían precipitando. Poco después volvimos al coche y nos dirigimos a Bagnoregio. Atravesando la ciudad se llega a las áreas acondicionadas para los turistas que visitan, desde hace años, esta triste maravilla, fruto de la unión de la naturaleza y la mano del hombre. El aparcamiento nos costó unos 5 € las 4 o 5 horas que estuvimos por allí, el tiempo justo para disfrutar con calma la ciudad, hacer fotos, conocer un poco de su historia... Sarna con gusto no pica. Por poner una pega, el aparcamiento es al aire libre, no tiene ningún tipo de protección, por lo que a la vuelta el coche era un horno. Cerca del aparcamiento hay un bar restaurante, el "Belvedere", con unas vistas privilegiadas tanto a la rampa de acceso a la ciudad como al interior de esta. En la zona también hay un jardín y un mirador muy particular que ofrece un panorama impresionante. Bajando por una cuesta asfaltada o por unas escaleras de piedra, se llega a la taquilla de la ciudad. La decisión de crear un billete de entrada se debe a la necesidad económica de preservar el monumento, ya que los fondos que reciben de las administraciones no eran suficientes para hacer frente a su conservación y su restauración. Para mí, una razón más que justificable. Además, el billete cuesta 1, 50 €, así que todo el mundo puede permitirse dar una vuelta por la ciudad que muere. Según qué personas pueden entrar gratis (para más información, visitad la página oficial de la oficina de turismo de Tuscia. Una vez tienes el billete, se accede al interior por un puente de hierro muy amplio que posibilita el paso de coches (no muy grandes).
A Civita se accede por un puente de hierro que atraviesa el Valle dei Calanchi.
Con la ciudad de fondo, ni nosotros nos pudimos resistir a echarnos una foto que inmortalizase nuestra visita.
¡Ahí estamos!
Durante el paseo, me di cuenta de dos cosas: la primera es que los residentes podían moverse en coche por la ciudad, más que nada porque necesitan conseguir alimentos de alguna forma (por esto mismo los restaurantes tienen servicios de transporte); la segunda es que la mayoría de las personas que nos rodeaban no eran italianos, sino extranjeros atraídos bien por la publicidad de la oficina de turismo o bien por algún turoperador que haya querido explotar la belleza y la poca visibilidad que se le ha dado al lugar. Los turistas superaban en número a los italianos, como si nosotros no supiéramos valorar la importancia de tal patrimonio que con el tiempo sucumbirá a la fuerza de la naturaleza.
Después, nos detuvimos frente a la gran puerta de piedra que regula la entrada a la ciudad. A nuestras espaldas, a lo lejos, quedaba el valle a merced del sol de junio, todavía no lo suficientemente caliente como para abrasar la vegetación. Al cruzar la puerta, un grifo, o algo parecido a un león, contaba una historia sangrienta que ocurrió en una zona de la ciudad, decapitaciones o algo así, no recuerdo mucho. El interior de la ciudad es muy pequeño, puede que esa es su belleza, o quizá simplemente que parezca uno de esos pueblos construidos en piedra y repletos de flores de calles empedradas, cubiertas por un oloroso polvo amarillo semejante al polen. En medio de la plaza principal, un grupo de artistas (o eso parecían) estaban sentados en una fila de taburetes mientras tomaban las medidas de la iglesia para luego dibujarla en sus cuadernos. Algunos ya estaban manos a la obra, y con apenas unos trazos se evidenciaba perfectamente la antigua geometría del edificio, que era muy similar a la basílica de Santa María Novella de Florencia, pero sin el mármol ni la piedra serena. A nuestra derecha, un museo anticipaba hechos de la historia de la ciudad y armas de guerra, pero no nos paramos en él, nos interesaba más pasear por el pueblo.
A la hora de comer, fuimos a un sitio que estaba en la parte trasera de Civita. Mi padre lo llamó el Viejo Molinillo, o algo parecido, porque tenía un antiguo molinillo de aceite aún utilizable en el interior de la cueva. Aquel día, hacía demasiado buen tiempo como para comer dentro, por lo que nos quedamos en los merenderos de fuera. Pedimos queso caprese, queso burrata y embutidos de la tierra, pagamos un precio razonable. Al fin y al cabo, dada la particularidad del lugar, es comprensible que se pague más por comer fuera de casa. Las avispas revoloteaban a nuestro alrededor y los turistas pasaban a toda prisa.
Una vez que nos levantamos y le echamos un vistazo al interior del local, continuamos hacia la cumbre de Civita, donde se encuentra la capilla de la Madonna del Carcere. En ella, desde un rincón, la Madonna vela por la ciudad. Si no me equivoco, en ese mismo lugar, un derrumbe acabó con el barrio. Por ello, construyeron la capilla que aún se mantiene a saber por cuánto tiempo. Como a partir de ahí el camino se pierde entre los recovecos de los calanchi y los arbustos, volvimos por donde habíamos venido hasta llegar a otro lado de la ciudad, frente a Lubriano, donde podía apreciarse la crítica situación de la ciudad: los restos de una casa medio derruida desde hace pocos años, consecuencia de la erosión de la roca que la sujetaba. Una puerta, hoy tapiada, se asoma sobre la terraza desde la que se puede ver el valle, y con ella incluso alguna ventana.
La vista desde Belvedere: suspendida en la nada, ofrece una vista espectacular.
Cada año, la circunferencia de Civita se estrecha, y probablemente un día sea inevitable el abandono de la ciudad. De ahí que el precio de las casas en venta esté por los suelos. Perdida entre sus calles, que aún mantenían su aire tradicional a pesar de las reformas, me decía a mí misma que sería una pena tener que renunciar, antes o temprano, a un tesoro tan valioso y particular. A fin de cuentas, no se puede luchar contra el agua que cae del cielo.
Nuestro recorrido acabó de nuevo en la puerta, desde donde lo empezamos. Antes de irnos, pudimos comprobar que, si no toda, casi toda la gente de la ciudad nos ofrecía su plato típico, un elemento que atrae mucho a los turistas y que, en general, es algo típico de casi cualquier lugar de Italia: en nuestro país, cada región, cada zona, tiene una receta propia; es una herencia que debemos conservar con mucho celo. Contentos de nuestra visita, volvimos a la rampa por la que habíamos subido, un camino de historia, de pasado irrecuperable pero fascinante. Id un día (¡más pronto que tarde! ), os aseguro que no os arrepentiréis.
En las diferentes etapas de la Vía Francígena podréis disfrutar de paisajes tan bonitos como este. ¿Queréis saber un poquito más? Echadle un ojo a la guía con la información más completa sobre la Vía Francígena!
Galería de fotos
Contenido disponible en otros idiomas
- Italiano: Civita: la città che muore
¡Comparte tu Experiencia Erasmus en Viterbo!
Si conoces Viterbo como nativo, viajero o como estudiante de un programa de movilidad... ¡opina sobre Viterbo! Vota las distintas características y comparte tu experiencia.
Añadir experiencia →
Comentarios (0 comentarios)