Samoa parte 1: Camp Samoa
¡Por fin llegaron las vacaciones! Ahora me diréis que yo ya estaba de vacaciones, pero, sinceramente, no podéis llamar así a estar seis meses fuera de casa. He tenido cosas que hacer y ser turista es agotador, necesitaba descansar de mi descanso. Decidimos ir a las islas de Samoa. Salimos de Nueva Zelanda el 10 de enero con mochilas para dos semanas. Llevábamos dos horas de retraso y casi perdimos el vuelo de enlace en Auckland, pero el aeropuerto de Apia era muy pequeño y el avión esperó por nosotros y los otros diez pasajeros del vuelo de Wellington. ¡Y por fin llegamos a la capital de la isla más grande de Samoa! Allí, Marty, un samoano, y Denis, un kiwi (neozelandés), nos estaban esperando. Íbamos a quedarnos en su campamento las primeras noches y nos fueron a buscar con su coche. Había estado lloviendo todo el día y ya estaba oscureciendo. Tras unos 20 minutos de viaje, llegamos al campamento y, durante el recorrido, nos contaron muchas cosas sobre aquel lugar. En internet decía que el Camp Samoa era un lugar donde la gente joven podía quedarse. Además, se explicaba que había diferentes opciones de alojamiento y que podían hacerse diferentes excursiones. Nada más lejos de la realidad. Era una choza de madera, vallada, en el medio de la nada, con camas, sábanas, una cocina y un baño muy sucios. ¡Y todo esto en el medio de la jungla! No hace falta que diga que todo estaba lleno de bichos y hormigas. Denis, el propietario, estaba convencido de que todos los visitantes nos quedaríamos allí al menos tres semanas y de que participaríamos en todas sus excursiones para conocer la isla y entender la cultura. Es más, ninguno habíamos ido hasta Samoa para ir a la playa y no esperábamos ponernos morenos. Allí solo llovía. Lo que queríamos hacer era estar con los lugareños y ayudarles con sus cultivos para obtener descuentos en el alojamiento.
A la mañana siguiente desayunamos un delicioso batido de frutas procedentes de las plantaciones de los alrededores: era de papaya, coco y plátano. Después fuimos juntos a Apia, la capital. Allí nos enseñaron los mercados y la estación de autobuses para que pudiéramos volver a casa. Decidimos dar un paseo por el mercado más grande que había, donde podían comprarse fruta fresca, verdura, carne, joyas, ropa y comida ya preparada. Las joyas estaban hechas con cocos, mejillones y otros adornos de madera. ¡Coger el bus de vuelta a casa fue toda una aventura! Nunca sabes si va a pasar o no o a qué hora. Es cuestión de suerte. Normalmente el servicio funciona hasta las 17 h, pero si el conductor no quiere trabajar más, para. Los autobuses son muy antiguos, no muy grandes y ponen música hip hop muy alta. Para que quepan más personas, la gente se sienta en las rodillas de los demás y colocan el equipaje donde pueden. En general, los niños se sientan sobre los adultos y las mujeres sobre los hombres, aunque al final el orden ya es lo de menos. Después de bajarnos del autobús, tuvimos que andar un poco a través de la jungla para regresar al campamento. Para cenar había sopa de fideos precocinada con pollo, al que le habían dejado hasta los huesos. No tenía hambre ese día, no sé bien por qué... Queríamos irnos de allí lo antes posible. La lluvia continua y los mosquitos tampoco ayudaban.
Sabíamos que aquella noche llegaba una pareja de argentinos y queríamos esperarles con la esperanza de encontrar algunos compañeros de viaje. Vinieron a las tres de la madrugada y tuvieron que mover un colchón que estaba lleno de hormigas desde la cabaña de la plantación hasta el salón de la nuestra porque la otra no estaba aislada contra el agua. Al día siguiente, un domingo, quisimos quedarnos allí porque es un día dedicado a estar con la familia y no hay autobuses. Los domingos la gente va a la iglesia (los samoanos son muy católicos) y después cocinan juntos. Queríamos vivir esa parte de Samoa y pensamos que en un alojamiento más turístico no habría sido posible. A pesar de todo, Marty, su mujer y sus dos hijos eran muy amables. Finalmente no fuimos a la iglesia porque Denis se quedó dormido. Únicamente pudimos cocinar con los samoanos. Eva, la mujer de Marty, nos enseñó cómo conseguir taro y tamu, dos raíces comestibles, y frutas del pan de las plantaciones. También nos enseñaron muchas palabras en samoano que, por desgracia, he olvidado. Después empezamos a preparar el umu. Es el hangi de los samoanos: se prepara casi igual, solo que ellos no cavan un agujero, sino que cubren la comida con tamu y hojas de platanero. Denis nos prometió que a la hora de comer el gran jefe de la zona, algo así como el alcalde, vendría, pero no apareció. Comimos pollo, taro, tamu y crema de coco. Estaba todo delicioso, pero por desgracia tanto a mí, como a mi novio y a la chica argentina algo nos sentó mal. Para cenar había lo mismo (no hace falta decir que no probé bocado) y de postre arroz con leche de coco, cacao y azúcar. Tenía una pinta muy buena, pero no me atreví a comer nada.
Llegó el lunes y lo único que queríamos era irnos de allí. La única forma de salir era con el Tsunami Tour organizado por Denis, con el que recorreríamos toda la isla. En esta excursión visitamos una fábrica de jabón, donde solo trabajaban con productos locales. ¡Olía tan bien! Compré varios jabones procedentes de diferentes plantas. También fuimos a una fábrica de aceite de coco (que surtía a muchas empresas cosméticas famosas), a varias iglesias y templos, a Treesort para ver sus casas en los árboles, a algunos alojamientos más caros y más bonitos y a una maravillosa cascada. Queríamos ir a la playa Lalomanu porque nos habían dicho que era preciosa. Denis nos dijo que no hacía buen tiempo en la estación lluviosa, pero todos queríamos ir y estábamos de acuerdo en que, incluso con mal tiempo, nos los pasaríamos mejor en la playa que en ese supuesto campamento...
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- Italiano: Samoa parte 1°: Campeggio Samoa
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