Increíbles islas Azores, increíble São Miguel

Siempre había querido ir a las Azores. Después de hablar mucho sobre ellas en mis clases en la universidad, sin importar si era en las asignaturas de portugués, de cultura o de historia, mis ganas aumentaron. Unos amigos y yo decidimos pasar allí algunos días. Solo se tarda en llegar unas dos horas y media en avión desde Lisboa y conseguimos comprar unos billetes baratos. La parte buena es que allí también hablan portugués. Muchos de mis amigos decidieron no venir a última hora porque tenían exámenes, así que fui solo con un amigo español. Siempre he tenido la impresión de que los Erasmus que hay aquí son muy jóvenes, más de lo que yo lo era cuando me fui de Erasmus por primera vez, quiero decir. Mi amigo es muy agradable, pero no tiene experiencia en muchas cosas y tuve que explicarle cómo reservar los billetes de avión por internet. Reservamos cuatro días para él y cinco para mí, ya que yo no tenía clase los lunes y quería aprovechar el tiempo al máximo. El siguiente problema fue el equipaje de mano. Le expliqué muchas veces de qué tamaño tenía que ser la maleta y que los líquidos no estaban permitidos, así que ya estaba advertido. En el aeropuerto, ¡sorpresa! Sí, el champú también cuenta como líquido. Evidentemente, tuvo que dejarlo allí. Yo siempre llevo mis productos en tamaño viaje. Después de todo esto, nuestro vuelo despegó. Cuando salimos de Lisboa, el cielo estaba muy nublado, así que no pude ver mucho hasta que aterrizamos a las 11:30 en Ponta Delgada, la capital de la isla de São Miguel. Las Azores son nueve islas grandes con otras pequeñas alrededor y pertenecen a Portugal, así que por eso hablan portugués.

En el aeropuerto, nos recogieron para llevarnos hasta el coche que habíamos alquilado: un Fiat Panda. Yo conducía, qué sorpresa, porque era la única que tenía carnet. Fuimos hasta el hostal y allí nos esperaba nuestro siguiente problema: "tenéis que pagar el doble". Me quedé muy sorprendida, ya que yo me quedaba más días y pensé que lo había reservado mal, pero no, era culpa de mi amigo español. Había reservado una noche de más. Tuvo suerte de que no se la cargaran. Nuestro hostal era una antigua casa señorial con habitaciones separadas para chicos y chicas. Todo estaba muy limpio y bien equipado. Nos entraba también el desayuno tipo bufé y había té, café, chocolate, agua, zumo, pan, queso, jamón york, mantequilla, mermelada y cereales. Era perfecto.

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Día 1

Empezaba nuestro descubrimiento de la isla. Nuestra primera parada era la Lagoa do Congro. Desde el primer momento, no me fiaba de las carreteras, eran muy estrechas y empinadas y a los sitios interesantes solo se podía llegar yendo por caminos de tierra sin señales y con muchos baches. Además, llevar de copiloto a alguien que no sabe conducir es toda una aventura. Siempre te dicen las direcciones demasiado tarde o te dicen "por ahí". ¿Qué demonios es "por ahí"? Estoy demasiado ocupada fijándome en la carretera para no chocarme con ningún camión o para no caer por el precipicio, no puedo mirar hacia dónde señalas. Sin embargo y por suerte, siempre conseguimos llegar sanos y salvos a nuestro destino. Tuvimos que caminar un poco a través de un bosque para llegar hasta el lago y, de repente, ahí estaba, en medio de la niebla. Llevaba todo el día lloviendo, aunque no con mucha fuerza. El lago estaba en un valle y, con aquella niebla, solo se veía si estabas literalmente en la orilla. Nos encontramos muchas setas y árboles raros. El paisaje era muy verde, de un verde intenso muy diferente al verde al que estábamos acostumbrados. Parecía que todo tenía un ligero brillo dorado. Quizá era el ambiente. En general, aquí todos los colores son más intensos y se aprecia aún mejor con el sol. Continuamos nuestro camino por aquellas carreteras hacia las plantaciones de té de Gorreana, donde también tuvimos que andar un poco hacia la cima para verlo todo mejor. Parecía un laberinto hecho con arbustos. En teoría había una cata de té y, con ese tiempo, la hubiéramos agradecido, pero no pudimos encontrarla. No hacía mucho frío (había unos 15 ºC o incluso más), pero con la niebla y la humedad parecía que hacía peor.

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Siguiente parada: Porto Formoso, un pueblo pequeño y acogedor que no tenía nada de especial. Teníamos tanto frío que no nos apetecía andar. Intentamos llegar hasta un mirador cercano, pero incluso conduciendo no veíamos más allá de 100 m y lo mismo nos pasó allí. Ni siquiera podíamos ver la parte baja del precipicio, así que decidimos volver a casa. También he de decir que el trazado de las carreteras es un poco confuso. Hay líneas continuas por todos lados, también en los giros, así que no sabía por dónde podía ir y por dónde no. También había líneas amarillas y, aún a día de hoy, no tengo ni idea de qué significan. Además, parece que toda la ciudad solo tiene carreteras de sentido único, así que es imposible orientarse o encontrar el camino correcto. Decidimos buscar un restaurante, aunque era muy pronto para el horario portugués: las siete de la tarde. Vale, el plan era otro, pero había empezado a llover con mucha fuerza y nosotros solo queríamos un lugar donde resguardarnos y comer algo caliente.

El restaurante que elegimos no estaba abierto aún, pero les dimos pena y nos dejaron pasar. Finalmente acabó siendo una muy buena elección porque no era caro y comimos muy bien. Confiamos en sus sugerencias y pedimos la típica fondue de queso con panecillos como entrante, que estaba muy rica, pero fría. De primero pedimos dos tipos diferentes de bacalao, uno con ensalada al estilo tradicional y el otro con patatas, aceite de oliva y ajo. Los dos estaban exquisitos y me atrevo a decir que quizá fue la primera vez que me gustó el bacalao. Después de cenar fuimos a casa, algo más secos y de mejor humor. Decidí darme una ducha para entrar en calor y encontré una nota de mi compañera de habitación advirtiéndome de que el agua tardaba mucho en calentarse. Esperé, pero nunca pensé que llegaría a tardar diez minutos. Tenía mucho frío y empezaba a darme por vencida. De repente se calentó y hasta quemaba. Dormir también fue todo un desafío: en mi cama había una colcha muy fina. Pensé que moriría congelada. La otra chica y yo conseguimos encontrar una manta más para cada cama y, como solo éramos dos en la habitación, cogimos dos cada una. La situación mejoró mucho, pero yo seguía helada.

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Día 2:

El viernes la chica de mi habitación se vino con nosotros, ¡era muy maja! También era española, quería visitar los mismos lugares que nosotros y había sitio de sobra en el coche. Nos comunicábamos en una mezcla de inglés, español y portugués. Miramos el tiempo e iba a hacer muy mal día, así que, ¡manos a la obra! Realmente fue toda una aventura. Nuestra primera parada fue un mirador desde el que se veían todas las colinas verdes y el mar. Había niebla, pero al menos estaba lo suficientemente alta como para dejarnos disfrutar del paisaje. Después, cada pocos metros teníamos que parar porque encontrábamos cosas muy interesantes que queríamos ver, como por ejemplo el acueducto. Nuestro destino era la Lagoa do Canário, que nos recordó mucho al lago que visitamos el día anterior. Después andamos un poco hasta el famoso mirador desde el que se hacen todas las fotos de las Azores. Normalmente, desde allí pueden verse Sete Cidades, una ciudad que está rodeada de lagos (y ni idea de por qué se llama "siete ciudades" cuando lo que hay son siete lagos), la Lagoa Azul y la Lagoa de Santiago. Recalco lo de "normalmente" porque hoy no era uno de esos días. Había demasiada niebla y solo pudimos hacernos una idea de dónde estaban. Esperamos a que se despejara un poco y obtuvimos nuestra recompensa: pudimos hacernos una idea de cómo se veía otros días. ¡Era maravilloso! Fuimos a otro mirador cercano desde donde se veía mejor. Estaba del otro lado del mar, el tiempo mejoró mucho e incluso había arcoíris. En el valle de Sete Cidades nos encontramos con la niebla de nuevo, pero decidimos ir a dar un paseo, tomamos un chocolate caliente para entrar en calor y aprovechamos el descanso para probar algunos dulces típicos: queijadas da cidade (un pastel con almendras de aquel pueblo) y queijadas de canela. Eran muy dulces y estaban muy ricos.

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Ahora empezaba nuestra verdadera aventura. Queríamos subir la carretera que llevaba al volcán, que, en realidad, era un camino de tierra. Dicho así no parece ningún problema, pero cada curva me ponía más nerviosa. ¡Pobre Fiat Panda! Aquel coche no estaba hecho para ese tipo de carreteras, los charcos y los baches eran cada vez más grandes y el camino cada vez era más estrecho y empinado. Necesitábamos mucho impulso para subir algunos tramos y yo rezaba para que no viniera ningún coche en sentido contrario. Mis amigos no dejaban de decir "ala, qué bonito", pero yo solo me atrevía a mirar cuando encontraba un sitio donde parar. Era realmente espectacular. El tiempo había mejorado bastante y por fin podíamos disfrutar de las vistas. Sin embargo, yo no dejaba de preguntarme cuándo se acabaría aquella carretera porque ni siquiera podía dar la vuelta (ni aunque fuera necesario). Poco después llegamos a un punto en el que dije: "no podemos continuar". Vi que la carretera para bajar era muy empinada y la otra para subir de nuevo lo era aún más. Los otros dijeron que todo iría bien y me fié. No sé por qué me olvidé de que ninguno de los dos tiene carnet de conducir y que nunca han conducido un coche.

Resultó que yo tenía razón. Ya no podía subir, ni bajar, ni dar la vuelta. Por suerte, encontramos una valla abierta que daba a un campo donde pude hacer un cambio de sentido. Los otros dos subieron andando y yo pisé el acelerador para salir de nuevo a la carretera. El coche necesitaba mucha potencia para poder subir y el motor estaba haciendo mucho ruido. Realmente llegué a pensar que nos iba a tocar llamar a alguien para que nos sacaran de allí y aprendí que no debía fiarme de nadie si yo tenía un mal presentimiento. ¡Eso sí que era una carretera secundaria! Cogimos una ruta principal y bajamos en dirección al mar. Por el camino nos encontramos con una vacada, nada del otro mundo. ¡Por fin algo que me resultaba familiar! (Podéis leer por qué en mi blog sobre Nueva Zelanda). Ahora eran mis acompañantes los que estaban asustados, no sé por qué. ¿Qué esperaban? ¿Que las vacas se dieran la vuelta y nos atacaran? No había de qué preocuparse, las vacas van a lo suyo y están centradas en sus cosas. Simplemente estaban yendo a un campo vallado, como todas las demás que habíamos visto. Al principio me pregunté por qué estaban allí, todas en fila. Después me di cuenta de que estaban atadas al suelo, separadas las unas de las otras.

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Cuando regresamos a las carreteras normales, fuimos a Mosteiros, un pueblo muy pequeño y colorido con arena negra volcánica. De camino nos perdimos porque el navegador no reconocía algunas calles, pero conseguimos llegar preguntando a los lugareños. Allí pudimos comer y disfrutar del sol. Después de que a mi amigo español le cagara un pájaro encima, nuestro buen humor aumentó (al menos el de las chicas). El pobre chico se enfadó mucho con el pájaro e intentó limpiar su chaqueta en el mar. Nosotras seguimos riéndonos todo el día sobre cómo había gritado, entrado en pánico y corrido hacia el agua. Después de muchos miradores y arcoíris, llegamos a nuestro último destino: las aguas termales de Ferraria. En teoría había una pequeña piscina con agua caliente por la actividad volcánica. Nos informamos bien y nos enteramos de que era mejor ir cuando hubiera marea baja. Bajamos un camino muy estrecho y empinado y, al llegar, nos encontramos con una piscina vallada con agua marrón. ¡No era en absoluto lo que esperábamos ni lo que habíamos leído que era! Estábamos muy decepcionados.

Los otros dos querían irse, pero yo les dije que no había conducido hasta allí para nada, así que teníamos que dar un paseo. Fue lo mejor que pudimos hacer porque descubrimos la bahía de la que habíamos oído hablar. Había cuerdas para no caerse y un hombre que estaba bañándose nos dijo que fuéramos, que se estaba muy a gusto. Al principio no le creímos, ¡era el océano Atlántico! Sin embargo, llegaron otros chicos, nos metimos juntos al agua y sí, ¡estaba muy caliente! Fue una experiencia genial, pero hay que prestar mucha atención a las rocas y a las olas porque rompen con mucha fuerza. Cuando el tiempo empeoró y empezó a llegar más gente, nos fuimos y regresamos a casa, aunque paramos de nuevo en otro mirador. Desde allí vimos el atardecer, ¡fue increíble! Los tres cenamos en Ponta Delgada, donde todo estaba muy rico aunque no eran platos muy elaborados y nos fuimos pronto a al cama. Había sido un día agotador, sobre todo para mí y mis nervios. Sabía que tenía que devolver el coche en perfectas condiciones.

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Día 3

Para este día no habíamos pensado nada especial, pero como vimos que el domingo haría malo, hicimos un cambio de planes. Volvíamos a estar solos mi amigo español y yo, ya que la otra chica se había marchado. Fuimos a la Lagoa do Fogo, el lago más alto de las Azores. Desde allí hay unas vistas maravillosas de toda la isla, puede verse casi todo. Hacía buen tiempo, así que se podía disfrutar del paisaje, pero hacía mucho viento. El lago está en el interior del cráter de un volcán. Junto con Sete Cidades, fue uno de mis lugares favoritos de la isla. Después fuimos a Caldeira Velha. "Caldeira" significa "cráter" y allí hay actividad termal, lo que hace que los ríos y las cascadas sean de agua caliente; este agua se queda retenida en termas muy bonitas, pero artificiales. La entrada solo cuesta 2 € y los alrededores son muy bonitos. Parece un sitio muy tropical porque hay muchos helechos. Hay dos piscinas: una a 25 ºC y con una cascada (demasiado fría para mí) y otra a 37 ºC, o al menos eso era lo que decían. Estuvo bien, pero no parecía que estuvieran a esas temperaturas. El agua estaba un poco amarilla y dejaba algunas manchas en el bañador, así que yo me llevé uno viejo.

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Después de relajarnos un rato, fuimos hasta la Lagoa das Furnas, donde también había actividad volcánica que calentaba el suelo. Aquí se hace la tradicional cozida azoriana, un plato que se cocina durante 12 horas en ollas que se introducen en la tierra. Puede probarse en la mayoría de restaurantes de un pueblo llamado Furnas, donde también hay casas con una arquitectura muy especial. Está compuesto por patatas, algo que parecen patatas pero no lo son, zanahorias, col de Saboya, col, pollo, ternera, morcilla, salchichas y una especie de bollos de pan. Está muy rico, pero es mucha cantidad de comida...

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De vuelta a casa disfrutamos de una preciosa y colorida puesta de sol. Como seguíamos llenos por la cozida, nos fuimos a la cama sin cenar, pero después de haber solucionado un "problemilla". Resulta que mi amigo español, cuyo vuelo se supone que salía a las 17:45 del día siguiente, se dio cuenta de que había reservado el vuelo equivocado y que salía a las 6:00. Al principio pensé que era una broma porque él es muy chistoso, pero no, por desgracia era cierto. Se disculpó unas mil veces porque era yo quien debía llevarle al aeropuerto, pero la verdad es que no me importaba hacerlo porque estaba cerca y, al fin y al cabo, era él el que se perdía ver aún más cosas, no yo.

Día 4

Me desperté a las cinco de la mañana, llevé a mi amigo al aeropuerto en pijama y me volví a meter en la cama. Esperaba que dejara de llover, pero no ocurrió, así que me fui de compras a Ponta Delgada y visité algunos monumentos. Paseé por el embarcadero, vi todas las iglesias y los típicos edificios blancos y negros.

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Después, fui hasta Vila Franca do Campo para dar un paseo, ya que desde allí se puede ver una pequeña isla y su preciosa bahía. En verano hay un ferri que la conecta con la isla más grande y dicen que es maravilloso ir, sobre todo para nadar. Quería ir a ver la iglesia de Nossa Senhora da Paz, que está en lo alto de la ciudad. Después de perderme gracias a Google Maps (porque no, no funcionaba), di la vuelta y la encontré por casualidad. Como siempre, hay una historia detrás de este edificio. Según dicen, un pastor encontró en una cueva una imagen de la virgen María y la llevó a una iglesia cercana, pero, al día siguiente, apareció de nuevo donde la encontró. Así comenzó la construcción de una iglesia, pero, por la noche, el edificio se movió a exactamente al lugar donde encontró la imagen, es decir, donde está actualmente.

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De vuelta a casa, paré en una plantación de piñas. Por lo visto, en las Azores solo las cultivan en invernaderos y pasan por diferentes fases. Utilizan una técnica con humo, que fue descubierta por casualidad, y que hace que las piñas tengan una sabor especial y dulce. Por la tarde conocí a una chica portuguesa que iba a Boston y salimos juntas a tomar algo.

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Día 5

En mi último día reservé una excursión a caballo de tres horas en la Quinta da Terca. Cuando llegué, me presentaron a mi guía, Rodrigo, y a mi caballo, Imperador. Empezamos de inmediato, dimos un paseo por el pueblo, por el campo y después directamente a la "selva". Me pasé toda la excursión intentando no darme golpes con nada (especialmente en la cabeza). El bosque era como un mar de flores rojas, amarillas y rosas muy bonito, pero no saqué fotos porque llovía. Vimos plataneros y piñas creciendo en el suelo. Mi guía, que hablaba en portugués conmigo y que me había empezado a enseñar el vocabulario ecuestre, me preguntó si quería trotar y después galopar un poco. Empezamos a ir muy despacio, él siempre me miraba porque no me conocía y no sabía qué podía pasar y, como todos sabemos, la gente puede alardear de cosas que no son verdad. Después de un tiempo se dio cuenta de que yo ya sabía montar a caballo y aceleró. Me señaló una montaña y me dijo que iríamos allí. Pensé que le había entendido mal porque estaba muy lejos como para ir y volver en tres horas.

La subida era cada vez más pronunciada y nosotros galopábamos más y con más fuerza. Me incliné hacia el caballo intentando que la suciedad y el agua no se me metieran en la cara, e incluso a veces cabalgaba con los ojos cerrados. Mi ropa estaba completamente mojada y sucia. En la cima de la montaña (sí, en la que me enseñó) pudimos ver la isla entera y el océano. Fue maravilloso. Dejó de llover, salió el sol e incluso pude hacer algunas fotos. Durante el descenso empezó a llover de nuevo, aunque paraba y salía el sol de nuevo. Sin duda el sol hacía que el paseo fuera aún mejor porque estaba completamente mojada y con mucho frío. Bajamos por otra ruta diferente y me desorienté porque casi todo el tiempo íbamos por el bosque. A veces el guía me preguntaba por dónde teníamos que ir o si sabría volver sin su ayuda. Yo le decía que me fiaba de mi caballo y que ellos siempre encuentran el camino de vuelta. Cuando trataba de adivinarlo, siempre me equivocaba. Casi al final conseguí orientarme. Después de tres horas de paseo a caballo, me bajé de él completamente agarrotada y dolorida. Nunca había montado durante tanto tiempo ni con unos vaqueros viejos y mojados, pero la excursión, las vistas y las charlas con el guía (que me dio muchos consejos para viajar), merecieron más la pena que el dolor y el frío. Podía escurrir, literalmente, el agua de mi ropa y por mi cara cualquiera hubiera dicho que había participado en una pelea de barro. Fue una experiencia inolvidable. Me despedí de mi caballo y del guía, ¡os los recomiendo!

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Después de todo fui a ponerme ropa limpia y seca porque no podía subirme así al avión. Poco después ya estaba de vuelta a Lisboa. Fue un viaje corto, pero intenso a las Azores. Estoy segura de que volveré, la próxima vez con más tiempo para ver no solo lo importante, sino para disfrutar del paisaje y de todo lo que hay aquí sin ir corriendo de un lado para otro. ¡Aún me quedan muchos sitios que descubrir!


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