El Alto Tatra, nada que ver con la vida moderna - 2 franceses y 35 eslovacos de excursión
27 de mayo de 2016
Día 3
¡El cansancio que llevábamos mi amiga Manon y yo de todo lo que hicimos ayer nos metió en un lío! Nos metimos a la cama sin saber a qué hora teníamos que estar arriba exactamente. A Vladimir se le olvidó decirnos la hora. Además, lo perdimos de vista en cuanto se fue con otros diez estudiantes a explorar una cueva que había cerca. Llegó a media noche, y claro, a esa hora ya estábamos en el séptimo cielo.
Lo bueno es que el eslovaco del domingo nos ayudó a fijar una hora a la que despertarnos. Mientras Vladimir soltaba una tira de insultos eslovacos en el autobús, los cuales no tuvo el detalle de traducirnos, me pareció entender que salíamos a las 7:30 pero no estaba del todo seguro.
Como ese día nos habíamos levantado a las 11:00 de la mañana y nos habíamos acostado pronto, al día siguiente conseguimos levantarnos a las 6:30 con el rocío mañanero. De hecho ya habían gotitas de rocío sobre la hierba y sobre los bancos, manchando el sitio donde nos sentamos para desayunar.
Como a las 7:00 de la mañana aún no había movimiento en el refugio (Havranovo) hablé con Manon para decirle que estaba preocupado por si me había equivocado. Manon, para tranquilizarme me dijo: «Si es más tarde tendremos tiempo para darnos un paseo, ponernos a leer u ordenar un poco». Me había precipitado. Al subir de nuevo a nuestra habitación los eslovacos ya estaban preparándose para llegar a tiempo. Nos cruzamos con Vladimir que iba con una sonrisa de oreja a oreja y nos lo confirmó: «A las 7:30 nos vamos de excursión a la montaña, ¿estáis listos? ».
Paramos en la fuente a comernos una klobasa (una salchicha de carnero típica de Polonia)
El cabecilla del grupo de estudiantes el tercer día de excursión en el Veľká Fatra.
Hacía muy buen día. El sol ya había empezado a calentar y el bosque pronto nos hizo sombra. Al final acabó repitiéndose la situación del primer día en Babia Góra.
Pero esta vez no había gente que nos retrasara porque los que estaban menos en forma decidieron irse en autobús. Nos recogerían al otro lado del macizo por la tarde. Según los rumores el autobús llevaba a los estudiantes que se emborracharon la noche anterior.
Pero los deportistas, que no tienen nada que ver con esos, se desmarcaron del grupo en un abrir y cerrar de ojos. Esta escapada, vista a ojos de un francés, nos parecía un poco anacrónica. Tan solo había que verlos subir con la lata de cerveza en mano y animarse al grito de «borovicka» (alcohol típico del país) o de «pivo» (cerveza) y con la música de siempre de David Guetta o de Beyoncé a tope puesta en el móvil. Por suerte también bebían agua. Lo comprobé cuando se pararon a rellenar las cantimploras de un riachuelo. Como yo estaba aún malo después del agua que me bebí ayer me quedé quieto.
Dos horas más tarde tras tanto «¡Más alto! » al final llegamos al hayedo abetal.
El interior de un antiguo refugio de Borísov, a 1270 metros.
En dos horas conseguimos subir 600 metros y estoy seguro de que en el camino perdimos unos cuantos kilos (de peso corporal, claramente). Estábamos ya agotados cuando por fin conseguimos llegar al refugio de Borísov al pie de la montaña que le da nombre.
No sería mucho más tarde de las 10:00 y los eslovacos ya querían comer algo. Manon y yo les seguimos el rollo porque no sabíamos cuándo sería la próxima parada para comer. Comimos lo mismo que ellos, al igual que muchos de los autóctonos: una koblasa, que es una salchicha de carnero asada típica de aquí. El interior de aquel lugar era de lo más acogedor (tenía jarras de cerámica, fotos antiguas, tapizados de color bistre... ).
De todas formas nos quedamos fuera por el calor que hacía. Los eslovacos, que estaban todos sentados en una mesa con un mantel de cuadros rojo y blanco, me invitaron a probar la misma salchicha que llevaba yo en mi plato, pero esa estaba cruda. «Mi familia hace la koublasa de forma artesanal, por si quieres probarla», me aconsejó uno de los eslovacos.
Cuando llegó Vladimir vino a contarnos una anécdota: «Cada año se hace una carrera en el monte Borísov, que tiene 1510 metros de altitud y lo tienes justo detrás, en la que gana quien antes llegue a la cima. Hay 210 metros de desnivel. El más rápido consiguió hacerlo en media hora». Para hacerlo más divertido, el profesor Kichila que nos había acompañado durante todo el viaje y un alumno que había participado en la excursión de antes aceptaron el desafío de subir en el menor tiempo posible: «Si quieres únete a ellos» me dijo con un tono burlón. Al final la carrera acabó con el profesor Kichila abandonando al minuto y el alumno abandonando a los cinco. Al menos hay un margen de incremento.
Después de la charla y después de andar tantísimo le pregunté a Vladimir cual sería el próximo destino. «¿Ves ahí arriba? » dijo señalando con el dedo «delante tienes el monte Ploska, un poco más alto que el Borisov. Son dos horas de bajada hasta el pueblo Liptovské Revucé. El camino que hay que seguir primero es verde y después se vuelve rojo». Le eché unas fotos al mapa de Manon por si nos perdíamos. Salimos de dos en dos como en el trayecto del Babia Góra. ¿Por qué volvíamos a ir solos? Esperábamos que no lloviera como lo hizo el día anterior. Poco a poco el cielo se nubló.
En los Vosgos eslovacos
El Monte Polska es una de las cimas más altas de la cadena montañosa (1532 metros (Ostredok mide 1596 metros y es la cima más alta).
Seguimos subiendo y nos encontramos con unos estudiantes de Presov. El Ploska mide 1532 metros se parece un poco a un típico campo eslovaco, de colores amarillo y verde y cubierto de árboles, como los montes Vosgos.
Al mirar arriba vi una tumba. Me giré hacia Thomas, acorralado ya por la niebla que se acercaba cubriendo todo el paisaje hasta donde alcanzaba la vista. «¿Por qué hay una tumba en mitad de la montaña? » le pregunté porque sabía más cosas de la montaña que yo y nos acercamos a la cruz blanca que estaba rodeada de una valla oxidada apartada del sendero. Leyó lo que ponía en eslovaco en inglés y decía así: «Aquí yace un miembro de la Resistencia caído en el año 1944».
Mientras bajábamos en dirección Liptovské Revucé nos pusimos a hablar. Era la primera vez que hablaba con un estudiante eslovaco desde que habíamos empezado la excursión hace ya tres días. Lo mismo le pasó a Manon con otra chica del grupo, iban justo detrás nuestra. Thomas me explicó que lo normal no era irnos de excursión tres días seguidos. Iba con su bastón de la suerte, que no era más que una rama de un avellano, doy fe. ¡Iba ya hecho polvo!
Él prefiere ir a visitar museos, ciudades y monumentos. No le gusta mucho eso de la naturaleza aunque se había adaptado muy bien en este viaje. Le hablé sobre lo mucho que me gustó Trnva pero él solo la había visto de pasada, no había parado a hacer turismo. Uno puede ser de un país y no conocer todas las ciudades. Y es verdad, le confesé que yo nunca había ido ni a Versailles ni al Louvre. En ese aspecto Thomas me llevaba ventaja.
No se cómo pero acabó hablándome de su familia: «Tengo dos hermanos. Es muy raro ver familias numerosas Eslovaquia. Es difícil para mis padres poder mantener a dos hijos a diario con las pocas ayudas que ofrecen. »
Le conté que en Francia cuentan con un subsidio familiar para así fomentar la natalidad, además, para poder mantener económicamente a los niños cuando ya son mayores cuentan con las ayudas de las becas CROUS. "Pues deberían hacer eso en nuestro país. Sobre todo porque no somos los que tienen la natalidad más alta precisamente. «¡La media es de 1, 34 niños por mujer en Eslovaquia en comparación con 2 por mujer en Francia! » me contó Thomas.
Pasto de carneros para la klobasa (salchicha típica del país)
Llegamos hasta un prado donde pacían las ovejas. O las «klobasas» como dice Thomas riéndose. Se hizo el silencio, ya estábamos con Manon y otras dos chicas más. Las horas pasaban mientras seguíamos desgastando los zapatos de tanto andar por esos senderos de tierra.
Tenía ganas de llegar ya. En la bajada me dio por acelerar. De tanto andar ya se me empezaron a anquilosar las rodillas. Bajé resbalándome con las piedras como si llevara puestos los esquís. En una curva bastante empinada me resbalé y caí con todo el peso en la rodilla derecha, que se resintió bastante. Gracias a que mi pantalón era de una tela bastante gorda no me hice herida. Pero al final acabé con varios moratones y algún que otro rasguño.
Había adelantado hacía unos minutos a Thomas, Manon y los demás pero pudieron ver cómo me caí. «¿Estás bien? » dijo Thomas preocupado. Cojeé un poco al principio por el golpe tan fuerte que me había dado. Seguí cojeando. A lo lejos se podía ver el pueblo al final del valle y encontramos un cartel que decía que quedaba aún media hora de trayecto. Al pasar por una zona llena de piedras calizas Thomas me dijo riéndose: «¡No te caigas otra vez Jerôme! ». De todas formas bajé a gatas por si acaso.
Una vez ya en Liptovské Revuce nos dimos cuenta de que al fin estábamos integrados en el grupo. Estábamos en un bar y los eslovacos nos ofrecieron tomarnos algo con ellos. ¡Nunca antes me había sabido tan bien un zumo de frutos rojos! Las chicas se quedaron sin palabras cuando me puse a decirles palabras en eslovaco. ¡Supongo que para ellas será lo mismo que para mi cuando un eslovaco me habla en francés!
Llegó la hora de que saliera el autobús. Tan solo me faltaba perder el autobús, faltaba también el grupo de deportistas que siempre iba delante nuestra y nos los encontramos sentados en la terraza de una pizzería cuando pasamos por delante por casualidad.
¡Segunda parada, Vlkolinec!
Aunque me doliera la rodilla izquierda me pareció bien nuestro próximo destino, esta vez nos tocaba hacer 24 kilómetros en dirección al norte, aunque fuera lo mismo que hice hace diez días. Vlkolinec, ¡vuelvo al pueblo de muñecas!
El 17 de mayo por la noche fue cuando decidí ir. Si llego a saber antes que Vlkolinec estaba dentro del itinerario no habría ido antes. Los que hayan leído ya la publicación de aquel día se acordarán de que estaba difícil llegar al pueblo en transporte público: era una hora de tren, media hora de autobús o 3 kilómetros a pie. Además aquella noche no conseguí encontrar donde quedarme ni en ese puebluchoni en las afueras, así que tuve que coger el tren por la noche hasta Bratislava para poder dormir en un sitio decente.
Me puse a recordar aquel día mientras que el grupo se fue a darse una vuelta por las calles de Vlkolinek. La lluvia mientras mojaba los montes Velky Fatry. De fondo se podían oír a los pájaros y el paso del río. Aproveché la inspiración de la naturaleza para ponerme a escribir en mi diario bajo una estructura de madera. Tanto el conductor del autobús que vestía siempre su camisa vaquera como Vladimir habían decidido quedarse ahí. A mi profesor también le faltaban las fuerzas esa tarde. Recuerdo que el día anterior había llegado a media noche de la expedición de espeleología nocturna.
El lago de la presa Liptovska es el segundo lago más grande de Eslovaquia (mide 27 km²). El más grande es el de Orava (35, 2 km²) que está al norte del país, fue ahí donde fuimos el jueves de excursión.
Una hora después el grupo ya estaba de vuelta. La última parada sería la pensión que hay en Liptovsky Mikulas a 30 km al oeste. El autobús fue por el carril rápido y paró en un área de servicio. Manon y yo pensábamos que sería una parada para hacer pipí y ya está. ¡Qué desesperante! Pero una chica que se sentaba delante de nosotros en el autobús se giró y nos dijo: «Cruzaremos el túnel y llegaremos hasta la presa de Liptovsky», lo que dijo después pensé que lo había entendido mal: «y coged vuestros bañadores».
Pero sí que lo entendí bien. Estábamos de pie frente a ese enorme lago azul con el sol resplandeciendo sobre nosotros cuando de pronto los deportistas que siempre iban en cabeza se lanzaron al agua con los profesores. No había ni 20 °C fuera. El cielo aún amenazaba con soltar algo más. Pero Manon dijo: «En fin, nunca sabes con lo que te vas a encontrar en este viaje. ¡Da rabia (porque no te podías preparar para ello) pero estaba guay (por la aventura)!»
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