¡Cuánto comí de Erasmus!

Todo el mundo sabe lo que significa irse de Erasmus: engordar. Yo no lo sabía.

No todo el mundo vive esta etapa física como si fuese un problema. En mi caso ha sido un drama. Pero procedamos en orden.

En septiembre de 2012 me fui a Francia. Ignorante de mí, me llevé vestidos entallados, camisetas ajustadas y pantalones de la talla 38, sin pensar ni un momento en la posibilidad de que mi cuerpo pudiese cambiar en los meses siguientes, ¡qué tonta! Mi Erasmus empezó con un mal de amores que olvidar y la convivencia con culturas que no saben ni qué es la crisis: chicos hablando inglés perfectamente, ricos y con muebles nuevos para su habitación en el extranjero, que tienen ganas de criticar al país de destino. Yo, italiana desocupada, con una trágica historia de amor que (no) había llegado a su fin y muchas ganas de olvidar (sobre todo el inglés, para centrarme con el francés), acabé comiendo Nutella con crema chantilly para desayunar y para comer. ¿Qué cenaba cada noche de septiembre? Pizza, coca cola y helado que me compraba el que era mi pretendiente (por aquel entonces todavía no sabía que mi corazón pertenecía a otro y así seguiría en los diez meses siguientes). En poco tiempo mis formas empezaron a ensancharse, mi barriga creció y empecé a acostumbrarme a las costumbres locales: brioches rellenas a cada hora del día, chocolate caliente, bocadillos de todo tipo, con mantequilla, con grasas, rellenos del mal que quería ahogar cebándome a comida.

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Mi círculo de conocidos empezó a crecer. Cuando mi compañero de cama empezó a preguntarse por qué no quería salir con él siendo hijo de ricos, inteligente y originario de un país rico (descartaba totalmente el que yo pudiese estar enamorada de un pobre desocupado a años luz que en en aquel momento ni siquiera sabía que lo amaba), empecé a salir con las chicas de clase de francés, también Erasmus, como yo. La única pega: mis amigas sabían cocinar. Así empezó la racha infernal de probar comida extranjera: si todas cocinan, todas querrán darte comida su comida para que la pruebes. ¿Cómo iba a renunciar a festejar cumpleaños, santos y exámenes aprobados con una buena cena, preparada por mis amiguitas?

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Pronto el Erasmus resultó ser una calle sin salida para mi físico. Una vez superado los primeros meses en el extranjero y ese amor que no me buscaba, no me quería y me ignoraba en Italia, mi cuerpo empezó a reclamarme el querer entrar en los vestidos que me había comprado antes de irme. ¡Pero ya era imposible! Los pantalones no subían de medio muslo, con las camisetas ya no parecía una anchoa con costillas como antes, sino una mujer embarazada de cuatro meses. Mi cabeza empezó a inventarse excusas: si no me entran los pantalones es por culpa de la lavadora y si las camisetas me quedan así es porque tenía gases. Todo por no aceptar la triste realidad: mi cuerpo había cambiado, estaba cambiado, estaba intentando acostumbrarme y quitarme de encima la carga que traía desde Italia. Quería ser otra persona.

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Seguí comiendo y mi número de visitas al restaurante aumentaron: el sushi se convirtió en mi hermano, los restaurantes étnicos se multiplicaron entre cenas rusas e indias, y después de cenar, habrá que comerse un buen té con una galletita. Después me quedaba hasta las tres de la mañana con mis amigas, hablando de quién hay, de quién ya no quiere estar y de quién te reclama desde lejos. Y comíamos: comida árabe, de Europa Oriental y comida italiana no, pero porque no sé cocinar.

Empecé a renovarme el armario: los leggings negros se convirtieron en mi segunda piel, la única solución para no encontrar talla de pantalón, combinados con jerseys largos y cómodos que enmascaraban la barriga y mi pecho, entonces en fase de explosión.

Al final me atreví a mirarme al espejo, estar con un hombre por interés para olvidar a otro no es cosa para mí así que lo dejé, sabiendo que seguía enamorada del que no me quería.

El invierno pasó entre nieve, nieve, viento y lluvia y en marzo, seguía nevando. Mis conocimientos culinarios aumentaron y ya conocía todos los sabores posibles e imaginables de aquel país del sur de Europa que no vive con la taza del té en la mano a todas horas, precisamente. Solo me quedaba la esperanza ponerme a dieta antes de volver a Italia en junio. Pero aquel paso me resultaba imposible e irrealizable por la lejanía y mis ganas de comer (mi estómago se había acostumbrado).

Volví a Italia inflada como un globo tras 10 meses usando la comida como antídoto del mal de amores. Amigos, comidas, viajes, estudios y muchas lágrimas que ahogar. Me enfrenté a la prueba del nueve: fui a una tienda para comprarme un par de vaqueros veraniegos. El dependiente me mira y como si nada me pregunta: ¿la talla 42?

¡Increíble! Dio en el clavo. Me pregunté, ¿qué dice este de talla 42? Pero era así. Harían falta muchos meses, ejercicios, cambio de costumbres y de alimentación para volver a la talla 38. Ahora he vuelto, pero he de deciros que ha sido doloroso. Todo. Olvidar a quien amaba, cambiar de cuerpo, comer para ponerme a dieta, acostumbrarme a vivir en un país en el que se ignoran los sentimientos y me veían como una inmigrante a la que mandar a la esquina en sus manifestaciones emotivas demasiado excesivas para el norte de Europa. Engordar es fácil, perder peso no tanto.

¿Qué gané? A la gente que conocí. Los exámenes que aprobé. Mis mudanzas. Mi lucha infinita para defender lo indefendible de la situación política de Italia. El recuerdo de las cosas buenas que tenía en mi país, a pesar de todo. El ponerme a prueba. Y por último, pero no por ello menos importante, el haber dejado atrás a mi amor no correspondido porque al volver a Italia lo entendí: todo. Ya está, todo había pasado, había cambiado de verdad.

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Conclusión: vivir en el extranjero no es siempre fácil. Ya no se ve al italiano como un buen ejemplo sino como el bufón de Europa. Preparaos para tener que defenderos, preparaos para enfrentaros a miles de preguntas. Entended la situación que dejáis atrás en vuestro país. Preparaos para cambiar. El Erasmus os pondrá a prueba: física y emocionalmente. ¡No lo infravaloréis!


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