Un fin de semana lejos de París y Francia: mi viaje a Varsovia
Ya lo he dicho en otras ocasiones: irse de Erasmus no significa solo estudiar y vivir en una ciudad concreta. Lo más importante es hacer amistades que duren para siempre y vivir experiencias inolvidables. ¿Qué cómo se consigue todo esto? ¡Quedando con la gente! ¡Apuntándote a cualquier plan! ¡Viajando!
Hice muchos amigos de diferentes partes del mundo y un día me di cuenta de que había dado con un grupo muy internacional. Algunos de ellos eran de lugares muy, muy lejanos y gracias al Erasmus tenían la oportunidad de conocer Europa. Nos preguntaron si queríamos acompañarles en alguno de sus viajes, y así fue como nos fuimos a Varsovia. No era el destino de mis sueños, pero los billetes de avión eran muy baratos y lo más importante era viajar con mis amigos. Fuimos dos colombianos, tres griegos, un italiano, un español y yo, aunque ya en Varsovia nos esperaba otra colombiana que estudiaba en Bélgica. Nos fuimos un viernes, dos semanas después de los atentados de París. Fue muy estresante. Normalmente soy la única puntual del grupo, pero lo que me esperaba este fin de semana iba a ser lo nunca visto. Quedamos a las doce y media en la estación de autobuses para ir hasta el aeropuerto de Beauvois. Yo llegaba un poco tarde porque no conseguía encontrar la salida correcta del metro y me daba vergüenza pensar que iba con retraso. Sin embargo, fui la primera. Busqué con la mirada y encontré a mi amigo español, que ya había imprimido los billetes y estaba muy bien informado de todo porque vivía en París. Quiero decir, vivía allí definitivamente, no como nosotros. Me alegré mucho de que hubiera alguien más en la estación. Los griegos nos escribieron y nos dijeron que llevaban allí un rato, pero que no nos encontraban, y los colombianos todavía estaban en el metro. A los pocos minutos, uno de ellos llegó y nos dijo que el chico italiano, que era su amigo, ya estaba en el aeropuerto. Solo quedaba por llegar la chica colombiana y pensábamos que íbamos a perder el vuelo, ya que debíamos coger aquel autobús para llegar a tiempo. El chico español quiso quedarse a esperar y nosotros nos fuimos. Ambos cogieron el siguiente bus, llegaron bien para embarcar y las chicas colombianas tuvieron tiempo incluso para pasar el control de pasaportes. Lo más sorprendente fue que en el aeropuerto no había excesivos controles de seguridad, que es lo que cabría esperar después de los atentados. De hecho, me sentí muy insegura porque tenía la sensación de que casi no había personal de seguridad. El trayecto hasta el aeropuerto fue muy estresante, ya que normalmente suelo llegar una hora y media antes de mis vuelos. Sin embargo, las cosas empeorarían los siguientes días, aunque yo aún no lo sabía…
Después de un vuelo horrible de dos horas y media con Ryanair, aterrizamos en Modlin. Lo primero que hicimos fue cambiar los euros a eslotis y coger el autobús en dirección a la estación de tren. Desde allí fuimos hasta el centro de la ciudad y tuvimos que coger otro autobús para llegar hasta nuestro hostel. Tardamos otra hora y media más. Para entonces ya habíamos descubierto que los polacos no sabían (o no querían) hablar inglés y que son un poco desagradables. Por ejemplo, le preguntamos al conductor si aquel era el autobús correcto y simplemente cerró la puerta y se fue. El hostel estaba bastante bien y teníamos, al menos la primera noche, una habitación de diez camas para nosotros solos. Dejamos allí nuestras cosas y fuimos a buscar un restaurante porque ya era bastante tarde y estábamos hambrientos. Encontramos uno que servía comida tradicional polaca y compartimos todos los platos para probar un poco de cada uno. También bebimos cerveza caliente, ¡toda una experiencia! La primera palabra en polaco que aprendimos fue ”Na zdrowie” que significa “¡salud! ” cuando se brinda. Todo estaba muy rico, comimos en cantidad y nos costó muy barato. Pagamos tres euros. En ese momento entendí por qué parece que la gente que se va de Erasmus a Polonia es “rica”. Después de cenar, el último miembro del grupo se unió a nosotros y fuimos a buscar una discoteca. A la una de la madrugada aún no habíamos encontrado más que bares pequeños y asumimos que los polacos conciben la fiesta de otra manera. Le preguntamos a gente de nuestra edad, pero o no hablaban inglés o nos mandaban a pubs irlandeses. ¡Nosotros queríamos bailar!
Al día siguiente, sobre las once, queríamos ir a hacer una visita guiada a pie que era gratis, pero, ¿adivináis qué? Solo tres personas de nueve estábamos preparadas para salir, así que al final no fuimos. Había -3 ºC, estaba nublado y hacía frío. Nos pusimos ropa de abrigo y paseamos por el centro de la ciudad. Visitamos la muralla antigua y vimos el castillo de Varsovia. Es una ciudad bonita, tiene casas muy coloridas y, en aquel momento, estaba decorada para Navidad. Cada pocas horas íbamos a beber algo caliente para combatir el frío: vino, cerveza, café o chocolate, todo ello caliente. Lo importante era eso, que estuviera caliente, ya que en la calle hacía mucho frío. Volvimos a probar algunos platos tradicionales (y, de nuevo, muy baratos) y fuimos a otra visita guiada a pie que trataba sobre la Varsovia judía. Aprendimos muchas cosas interesantes sobre los guetos y los monumentos. Caminamos muy pegados durante todo el día para mantener el calor. Las chicas colombianas tuvieron que comprar calcetines (porque sí, llevaban unos cortos y zapatillas), bufandas y gorros. Eso sí: tenían siempre abierta la chaqueta para poder lucir sus modelitos. La visita duraba dos horas y media, pero después de una y media nos fuimos porque hacía mucho frío y ya había oscurecido. ¡Y eso que solo eran las cuatro de la tarde!
Entramos en calor en el vestíbulo del museo judío y compramos algunos suvenires. Tras un largo debate, decidimos ir al barrio de Praga ya que nos habían hablado muy bien de él y la gente dice que a veces se pueden ver osos. Dimos una vuelta por allí y después cogimos el metro para reunirnos con los griegos, que se habían ido a casa antes. En este momento llegó nuestra segunda mala experiencia con los polacos. Cuando cambiamos de metro, un chico nos siguió y nos preguntó si éramos franceses. Habíamos estado hablando en francés todo el tiempo porque es lo que siempre hacemos, así que le dijimos que sí. Se acercó a nosotros mirando fijamente a mi amigo español y le pegó. Mi amigo se alejó e intentó decirle que no buscaba pelea. Él era el único de nosotros que solo sabía hablar un poco de inglés. Yo intenté meterme en medio y le hablé en inglés al otro chico para preguntarle qué problema tenía mientras que las chicas colombianas intentaban buscar a alguien que nos ayudara. Todo el mundo les decía “no es nuestro problema”. A todo esto, el chico polaco no dejaba de decirnos “hablad en polaco, hablad en polaco”. Un amigo suyo apareció y se lo llevó. Nos quedamos en shock porque no le habíamos hecho nada, lo único malo fue no hablar su idioma y, en realidad es algo sin importancia. Cuando llegamos al mercado de Navidad ya estaba cerrando y solo había unos diez puestos. Nos dimos la vuelta, cenamos en casa y conocimos a gente muy abierta de mente: griegos, franceses, canadienses… La única persona rara con la que nos encontramos fue un chico polaco que estaba en nuestra habitación. Nos dijo: “me han dicho que esta habitación está llena de españoles, así que mañana me iré a otro sitio”. Después hizo algunos comentarios machistas, nos preguntó a mí y a otras chicas si queríamos dormir con él y casi se pelea con nuestro amigo griego. Ninguna de nosotras se atrevía a entrar en la habitación sola después de este incidente y nos alegramos mucho de que se fuera de allí. Aquella noche nos informamos mejor antes de salir de casa sobre a qué discotecas podíamos ir. En una de ellas nos encontramos con el hermano de mi amigo griego y otros amigos. ¡Nos lo pasamos muy bien e incluso nevó!
A la mañana siguiente, la chica colombiana, que fue una de las últimas en irse a dormir, y yo, nos encargamos de sacar a todo el mundo de la cama porque queríamos llegar a tiempo a la visita guiada a pie. El problema era que todo el mundo estaba dormido y, cuando nosotras queríamos irnos, la intención del resto era darse una ducha rápida. Les dije que si querían ducharse, tenían que haberse despertado antes. En ese momento, los colombianos se dieron cuenta de que los europeos no nos habíamos duchado y nosotras le dijimos que ya lo habíamos hecho el día anterior. Ellos nos contestaron: “Los europeos sois unos guarros porque no os ducháis todos los días. ¿Cómo podéis sobrevivir? ”. A ver, en la calle hacía mucho frío, no habíamos sudado, así que podíamos aguantar un día sin ducha. Los siguientes días bromeaba con nosotros diciendo: “Hoy no me he duchado, ¡me siento como un europeo! ”.
El siguiente problema fue qué ropa había que ponerse. De repente alguien decía: “¡oh, no! Llevo una chaqueta vaquera con pantalones vaqueros. No puede ser, tengo que cambiarme” y otra persona añadía: “este color no pega con este otro, ¡tengo que ponerme otra cosa! ”. Yo me miraba y observaba mis mallas calentitas, suaves y coloridas, el horrible jersey que llevaba (aunque también era calentito), el gorro que odiaba porque me siento estúpida llevándolos y mis botas y mi chaqueta, que sí que me gustaban. Quizá eran lo único bonito de todo mi look, pero tampoco pegaban con el resto de ropa. Sin embargo, prefiero parecer estúpida que pasar frío. Aquella era la primera vez que me preguntaba qué pensarían los demás de mí, ya que ellos siempre iban muy arreglados. Nunca lo había pensado, pero en ese momento me di cuenta de lo importante que era para ellos ir bien vestidos y lo ridículo que era para mí. Definitivamente, no encajaba en aquel grupo. Me sentí insegura, pero no dije nada. Después me di cuenta de que no iban a juzgarme por mi ropa. Me querían, ya que, si no fuera así, no me invitarían a participar en todos sus planes. En ese momento dije: “a nadie le importa si llevas dos prendas vaqueras juntas, cuando te pongas el abrigo, nadie se dará cuenta. A nadie le importa si un color pega con otro, ¡ponte algo calentito y vámonos! ”. Aunque ya se había hecho un poco tarde, conseguimos unirnos a la visita y aprendimos mucho sobre Varsovia, su destrucción, reconstrucción, cultura, alrededores, personalidades como Marie Curie o el músico Chopin y muchas cosas más. La guía nos contó, por ejemplo, que el estadio de fútbol una vez se inundó a causa de la lluvia y que por eso le llamaban “la piscina”, o que hay que saltar tres veces a la pata coja alrededor de la gran campana que hay en el centro de la ciudad para tener suerte. El tiempo era mucho más agradable que otros días, brillaba el sol y hasta hacía un poco de calor. Después de la hora y media de visita, fuimos a un “milk bar” típico para comer. En aquel momento se acabó el buen tiempo y regresó la niebla. Cuando empezó a oscurecer, fuimos al Palacio de la Cultura y la Ciencia, la torre más alta de la ciudad, para disfrutar de las vistas. Dimos un paseo sin rumbo fijo y, después, fuimos a un bar para probar la cerveza polaca. Aquí la gente tampoco hablaba inglés y nos comunicábamos por gestos. Por la noche fuimos a un restaurante del centro de la ciudad, ya que éramos unos parisinos pobres que debían aprovechar la comida barata antes de volver a París, donde no podríamos pagar más que un café. ¡A todos nos encantó un plato típico llamado pierogi! Todos lo comimos, aunque en versiones diferentes, con dulce o salado.
Lo más estresante llega ahora: el vuelo de vuelta. Yo, como buena alemana, tenía la misión de organizar todo, pero nadie estaba dispuesto a seguir mis planes: “es demasiado pronto... ”, “podemos tardar menos tiempo en hacerlo…”, “no te estreses tanto…”. La chica colombiana que estudiaba en Bélgica se fue pronto esa misma mañana, así que me dejó sola con el chico italiano, que era el único en quien podía confiar en temas de puntualidad. No le conocía de antes, pero nos hicimos muy buenos amigos en pocos días. Éramos los únicos que estábamos listos a tiempo. Hice las maletas la noche antes y, por la mañana, solo tuve que prepararme, desayunar y preguntar cómo llegar a nuestro destino. Mientras tanto, el resto seguía de acá para allá con el pijama puesto. Decidí abrir las ventajas para que se despejaran con los -3 ºC de la calle. Todos me odiaron por ello. Me preguntaban: “¿a qué hora nos vamos? ” y yo les decía: “hace diez minutos”. A las diez y diez todo el mundo estaba listo, pero el dueño del hostel no nos dejó marchar. Había alguien que no había pagado. Era imposible. Nosotros pagamos todo junto la noche anterior porque era obligatorio hacer un único pago. Después de mucho discutir, nos dimos cuenta que había un chico con el mismo nombre alojado allí y pudimos irnos.
Cogimos el bus y, al ir a comprar los billetes de tren, nos preguntaron: “¿queréis para las 10:45 o para las 11:45? ”. “¿No hay ninguno antes? ”, respondimos nosotros. “No, ya es demasiado tarde para comprar esos billetes”. Yo ya lo sabía, pero me puse muy nerviosa. Compramos los billetes para el siguiente tren, comimos algo y nos subimos en cuanto llegó. Una vez dentro alguien me preguntó: “Nadine, ¿dónde tenemos que bajarnos? ”. Yo respondí que no lo sabía, que aquella parte no me tocaba buscarla a mí. “Pues yo tampoco lo he mirado”, me dijeron. Nos tocó buscar en internet las estaciones y yo cada vez estaba más nerviosa. Ya estábamos en el tren, así que no nos quedaba otra que esperar. A las doce y cinco llegamos a la estación de tren en la que teníamos que coger el autobús del aeropuerto, que nos dejaría allí a las 12:15. Nuestra puerta de embarque cerraba a las doce y media. Yo les decía que teníamos que darnos prisa, pero algunos querían ir al baño o tomarse algo. Estaba completamente desquiciada. Los colombianos tenían que pasar por el control de pasaportes y todos por el de seguridad. Y, ¡lo que faltaba!, los polacos son las personas más lentas del mundo, se paran a hablar, abren cada maleta, husmean y encima ni siquiera las cierran. A las 12:13 llegamos a la puerta de embarque y oímos por megafonía: “último aviso para el vuelo con destino París Beauvois”. Fuimos los últimos en entrar en el avión y pocos minutos después ya habíamos despegado. De repente alguien dijo: “Nadine, no tienes que estresarte tanto, lo hemos conseguido, la próxima vez nos podemos levantar aún más tarde". Era una broma, o, al menos, eso espero…
Tras tres horas de vuelo llegamos a París y tuvimos un pequeño ”shock térmico”. Allí había 12 ºC, es decir, quince más que en Varsovia. Como estaba teniendo lugar la Conferencia sobre el Cambio Climático, muchas calles estaban cortadas y el autobús tardó mucho más en llevarnos a casa. Nos estábamos quedando dormidos allí, unos apoyados en los otros. Me alegró mucho que mi amigo griego me invitara a cenar. Su compañero de piso ya había cocinado algo y, sinceramente, a mí no me apetecía preparar nada. Además, no quería volver a mi apartamento porque allí estaría sola. Después de un fin de semana tan movido, me sentiría muy mal en mi casa. Estaba tan cansada que me equivoqué de metro cuando volvía y tardé aún más en llegar. Era la primera y la última vez que me pasaba algo así en París.
Fue un viaje increíble con mis amigos, congeniamos muy bien y nos divertimos mucho. Nos pasábamos todo el día riéndonos sobre cualquier cosa. No tuvimos ni un solo problema o discusión y eso es algo muy importante cuando se viaja con un grupo tan grande y tan diverso. Nos conocíamos desde hace poco, algunos desde hacía pocos meses, otros desde apenas días. Por supuesto que nos reíamos unos de otros por algunos prejuicios sobre el origen de cada uno, pero siempre lo hacíamos en un tono amigable y sin ánimo de ofender. Estoy muy agradecida por tener estos amigos y, por muy locos que estén, les quiero mucho. También ha sido un buen modo de practicar mi francés, ya que hemos estado cuatro días hablándolo. A pesar de todo, me alegro de estar en casa de nuevo y poder relajarme… Espera, ¿he dicho relajarme? ¡No, empiezo exámenes la semana que viene y tengo que estudiar!
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