West Otago y experiencias cercanas a la muerte

Nos quedamos un tiempo en Wanaka que, para nosotros, era la parte más bonita de Nueva Zelanda. Hacía muy buen tiempo y eso nos alegraba aún más. Hicimos muchas rutas de senderismo para visitar lagos, como por ejemplo el Diamond Lake, que era muy bonito. También fuimos muchas veces a la montaña para disfrutar de las vistas de los alrededores. Era realmente maravilloso y nuestro camping al lado del lago también era increíble.

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Decidimos ir al Mount Cardona, pero tuvimos la mala suerte de pillar uno de los pocos días de mal tiempo que hubo. Estaba muy nublado y no pudimos ver todo lo que queríamos. Sin embargo, pudimos observar el valle y también algunas localizaciones de “El Señor de los Anillos”. Paramos para hacer fotos en muchos sitios clave de esta película y de “El Hobbit”, como por ejemplo el río en el que Arwen escapa de los jinetes negros con Frodo y Asfaloth. Una de nuestras paradas fue la pequeña ciudad de Arrowtown, un precioso pueblo de antiguos mineros.

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Queenstown se parecía un poco a Wanaka, solo que era más ruidoso y había más gente. Para conocer un poco mejor esta ciudad tan soleada, decidimos dar un paseo. Vimos artistas callejeros, visitamos un lago y comimos las hamburguesas más famosas de Nueva Zelanda. En mi opinión, es todo márquetin. No sé quién empezaría a decir que eran las mejores, pero cuando se extendió el rumor todo el mundo empezó a ir a probarlas. Hicimos cola durante más de una hora. La parte buena es que te dan un número y te dicen cuándo puedes volver aproximadamente. Las hamburguesas eran bastante normales. Al día siguiente, encontramos muy cerca de allí otro restaurante que también servía hamburguesas por el mismo precio, pero de mejor calidad. Además, la carta era más variada e incluía hasta opciones vegetarianas. Un pequeño consejo: buscad estos pequeños locales ocultos y no sigáis al resto de la gente.

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Aquí se pueden practicar todos los deportes extremos que puedas imaginar: bucear en un lago, conducir una moto de agua, hacer puenting, saltar en paracaídas, balancearse en enormes columpios o pasear en barcos con forma de tiburón. Hay mucho donde elegir. Esta fue una de las razones por las que vinimos, o, al menos, una de las motivaciones de mi novio. Él quería hacer puenting y, qué casualidad, le regalaron un cupón por su cumpleaños para que pudiera hacerlo. Tras un día de relax en el que miramos las diferentes opciones, decidió hacer el Nevis Bungy, un salto de 142 m de altura que, por cierto, es el más alto de Nueva Zelanda. Allí se salta desde una cabina colgada de un cable a gran altura, es decir, desde una plataforma que está suspendida en el aire. Caes hacia una garganta que está entre montañas. Si miras hacia abajo puedes ver un río que también apareció en “El Señor de los Anillos”. ¿Debería parar de hablaros de todos los escenarios de esta película? Quizá sí, pero no lo haré. Este lugar es la Tierra Media en estado puro, así que lo siento, pero seguiréis leyendo información al respecto. Volvamos al puenting. Tuve que acompañar a mi novio, pero por suerte solo para hacerle fotos. Para ser sincera, saltar no me interesaba lo más mínimo. Sé que es uno de los deportes más seguros del mundo, pero siempre cabe la posibilidad de que la cuerda se rompa y no quiero morir practicando un deporte estúpido por el que, encima, me haya tocado pagar un montón de dinero. No me malinterpretéis, pero vi aquella cuerda y era totalmente normal, como cualquiera que puedas tener en casa. No me fiaba ni un pelo de ella. Y encima hay que tirarse de cabeza. ¿Por qué? ¿Para que toda mi sangre se vaya a la cabeza y poder ver el mundo bocabajo? Puedo imaginarme cosas mucho mejores.

El viaje hasta el lugar del salto ya empezó a confirmar mis sospechas. Si hubiera sabido lo que me esperaba, nunca me hubiese subido a aquel autobús. Os contaré la historia desde el principio. Al principio pensé que el conductor quería poner a prueba la valentía de los saltadores, ya que conducía un poco rápido y giraba bruscamente. Cuando había que hacer una parada para recoger a más gente, frenaba tarde y muy fuerte. Empecé a preocuparme cuando entramos en la autovía y seguía haciendo lo mismo. Se saltaba las salidas, giraba bruscamente y, aunque la velocidad estuviera limitada a 100 km/h y solo hubiera un carril para cada sentido, empezó a dar marcha atrás unos 50 metros. Estos gestos deberían habernos preocupado y alertado desde el primer momento. Entramos en un camino de tierra y empezó a acelerar. No iba excesivamente rápido, pero sí para el tipo de asfalto que era. Tampoco tomaba muy bien las curvas, por lo que varias veces nos salimos hacia la hierba de los laterales. La carretera subía por la montaña y cada vez se hacía más estrecho. Volvió a pasar lo mismo: todo el autobús se inclinaba hacia la izquierda y se acercaba cada vez más al precipicio. Ahí fue cuando todo el mundo empezó a gritar. Nos asustamos mucho y le pedimos al conductor que parara. Paró, sí, pero no puso el freno, así que el autobús empezó a caer hacia atrás por la colina. Todo el mundo gritó de nuevo y dijo: “¡Para, pon el freno de mano, deja que nos bajemos! ”. Conseguimos bajarnos y el conductor se quedó sentado con la cabeza apoyada en el volante. Uno de los pasajeros era un médico de los Países Bajos y fue a hablar con él. No reaccionaba. Paramos un coche que pasaba por allí (aparentemente, era gente que vivía en aquella zona) y les contamos qué pasaba. Les pedimos que fueran a la base de salto para pedirles a los responsables que nos enviaran otro autobús con otro conductor, ya que ni locos volvíamos a subir en ese. La novia del médico estaba embarazada y completamente fuera de sí. ¡Pobre chica! Después de un rato, el chico neerlandés consiguió hablar con el conductor. Se quitó las gafas de sol y todos pudimos comprobar que había consumido drogas.

Tras vivir esta experiencia, estaba más decidida que nunca a no saltar. Pensé que, incluso sin buscarlo, la vida ya es lo suficientemente peligrosa. Ya había tenido demasiada adrenalina. Por un momento pensé que aquel era nuestro final, vi el autobús demasiado cerca del precipicio. Bajo mi punto de vista, una experiencia cercana a la muerte al día es más que suficiente.

Al parecer, para los demás pasajeros no fue suficiente. Cuando otro autobús nos dejó en nuestro destino, saltaron e inmediatamente después empezaron a decir que querían hacerlo de nuevo. Yo me conformaba con mirar, no le veo sentido a este deporte. Algunos de ellos estaban pálidos antes de saltar y casi no podían ni hablar. Se percibía el miedo en sus caras y les temblaban los pies cuando se acercaban al punto de salto. Después de tirarse, todos tenían un chute de adrenalina y yo creo que no pensaban con claridad. Parecían muy felices, pero yo diría que era un sentimiento de alivio por haber sobrevivido. La adrenalina manipula tu percepción de las cosas y no percibes lo que te rodea cuando saltas, aunque quizá las cosas cambian cuando te acostumbras a hacerlo. Mi novio, por ejemplo, pagó mucho dinero por unas fotos que le hicieron en aquel momento. Yo le dije que eran una basura y que las que yo le había hecho eran mejores. Días después se arrepintió de haberlo hecho, así que confirmo que, en aquel momento, no pensaba con claridad.

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Aparte de estos deportes tan extremos, en Queenstown no hay mucho que hacer, así que seguimos nuestro viaje en dirección a Fiornald.


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