Viajar solo sin sentirse solo: una historia de voluntariado, aceptación y muchos muchos tomates
El encuentro:
+ "¿Esperando a que te recojan? "
Esas son las palabras que escuché mientras estaba sola en una esquina a las nueve y media de la noche en las vacías calles de Portugal. Cualquier chica que haya estado sola en una esquina de la calle habrá escuchado este tipo de comentarios alguna vez en su vida. En este caso, me puse en guardia al mirar a los dos hombres que lo habían dicho que eran dos veces más grandes que yo e iban cubiertos de tatuajes y de piercings por la cara y que además iban como sardinas en lata en un Honda Civic destartalado. Con el corazón latiendo muy fuerte pero demasiado cansada como para responder a mis instintos primarios debido al viaje, les eché una mirada de advertencia y anduve hasta una zona del aparcamiento en la que hubiera más gente.
Estos chicos tardaron más de 10 minutos en convencerme de que eran los dueños de la pequeña granja orgánica en la que yo iba a residir durante el próximo mes. Aunque en ese momento ya me encontraba metiendo mi mochila en el maletero del coche, dudé un poco, ya que tenía en mi cabeza la imagen del granjero de camisa de franela y rastas. Dudé sobre si estaba en el coche indicado.
20 minutos después me encontraba en un pequeño bar tomando un sorbo de Ginjinha con dos punks alemanes y con un sentimiento desbordante de que esta experiencia de voluntariado no había hecho más que comenzar.
La granja:
Si no tienes muchas expectativas, siempre saldrás ganando.
Llegamos a la granja que estaba situada en lo alto de una montaña en medio del bosque de eucaliptos y llegamos a un camping de caravanas destartaladas. Mi casa durante las próximas tres semanas sería una caravana destartalada, decadente, infestada de moscas y ratones situada detrás de la propiedad, no podía estar más feliz.
La granja estaba administrada por un grupo de familias anarquistas que se cansaron de la vida en Alemania y decidieron vivir y criar a sus hijos en caravanas y tiendas escondidos bajo los grandes árboles de eucalipto. Diariamente me acompañaban 6 perros, 5 compañeros y 7 niños y a esto se añadían las nuevas familias que venían diariamente del bosque. En resumen, no había privacidad, no había tiempo en solitario pero sí muchas horas de risas.
La ducha funcionaba con energía solar. Si tenías suerte, podías darte una ducha relajante y caliente después del trabajo. En mi caso, me pasé 3 semanas sufriendo bajo el agua helada mientras la gallinas de la granja pululaban alrededor de mis pies y me atacaban los tobillos. Luego está el retrete, un trono dorado subido a lo alto de una pila de adobe. También había muchas revistas para entretenerse y un pequeño taburete para ganar comodidad. En otras palabras, era un agujero colocado en alto y rematado con heno y abono artificial.
Por la noche, nos sentábamos alrededor del fuego. El aire se llenaba de olor a humo y risas además de nuestros intentos por comunicarnos en una mezcla de alemán, inglés, español y francés. Nuestros estómagos estaban llenos de vino, arroz y pan rancio. Por las mañanas, curábamos nuestras resacas con muesli y café solo antes de empezar nuestras tareas diarias.
El trabajo:
Aquellos que tienen marcas de bronceado desiguales son los que han vivido de verdad.
Los días tenían lugar en tres áreas principales por las cuales rotaba el trabajo: el jardín, la cocina y los bosques. Los jardineros pasaban alrededor de unas 7 horas al día regando y cosechando 2. 000 plantas de tomate. El pequeño pero florecido jardín estaba localizado en un campo seco a 2 kilómetros de Vila do Bispo y sus habitantes eran 4 gatos y un hombre alemán de voz suave que miraba el jardín desde la caravana que tenía en la colina. Los días eran largos y el sol de la tarde era más que cruel. Si eras afortunado y contabas con la compañía de otro voluntario en el jardín, las horas pasaban más rápido gracias a una buena conversación. En el caso de que no hubiera conversación, al menos no sufrirías en solitario. Si no tuviste esa suerte y estuviste solo en el jardín, te habrás encontrado a ti mismo maldiciendo todas las decisiones que has tomado en tu vida hasta llegar aquí mientras cortas las hojas ya creciditas de la planta del tomate y se te cae la máscara en una telaraña.
La cocina era muy rápida y llamaba mucho a la cocina creativa, ya que sólo disponíamos de los ingredientes mínimos para hacer las tres comidas diarias y un pequeño horno de leña que te llenaba los pulmones de humo negro y te dejaba la piel sucia y marcada.
El voluntario que estaba asignado para cocina trabajaba solo, limpiando la estancia principal y haciendo un montón de salsa de tomate, ketchup, y tomates secos guardados en jarras cerradas y selladas para el invierno. El último reto para este hombre era intentar cocinar platos para las comidas y cenas que estuviesen siempre basados en el tomate, platos que iban destinados a los otros voluntarios encargados de recolectar esos tomates durante todo el día. Aunque a ellos lo que menos les apetecía al final del día era ver otro tomate más.
Mientras que los trabajos anteriores se asignaban a los voluntarios más tenaces, el bosque atraía a los voluntarios más fuertes. Los que no tenían miedo a las alturas y estaban dispuestos a cortar leña para el horno serían los que, machete en mano, treparían por las ramas de los altos árboles del arándano. Una vez hechos interiorizado el Tarzán que llevaban dentro, estos voluntarios volvían tras la jornada con heridas por los brazos y con el cuerpo cubierto del jugo rojo sangre que salía del interior de los arándanos y las moras, moviendo sus machetes con felicidad, transportando fardos de leña y con un ligero aire de psicópata según llegaban a paso tranquilo al campamento.
La función:
Ya me he acostumbrado a los callos de mis pies; cuestan menos que comprarse unos zapatos.
Si algo he aprendido de esta experiencia, es a ir andando a los sitios. Ir andando al jardín, al pueblo, a la carretera de montaña interminable. ¿Necesitar ir a comprar algo? Ve andando. ¿Necesitas ir a la playa? Ve andando. ¿Necesitas ir a cualquier sitio? sí, lo has adivinado: ve andando. Sin embargo, esto no nos detuvo en nuestra aventura.
A las 4 en punto, tablas de surf en mano, empezamos nuestro recorrido de cuatro kilómetros colina arriba y salimos de Vilo do Bispo a la carretera principal que llevaba a Lagos si te dirigías a la izquiera o a Praia do Castelejo si tomabas el camino derecho. Pulgares arriba y bien sonrientes, esperamos a que algún rostro amable parara y nos dejara meter nuestras tablas y viajar con él, aunque fuéramos cubiertos de suciedad, en su pequeño coche europeo durante los 15 km que nos alejaban de la playa. Nos daba igual que fuera un anciano que insistiera en tener una conversación en portugués a pesar de que fuéramos incapaces de entenderlo o un viajero con los ojos rojos conduciendo su caravana de noche. Las historias, las charlas y cualquier gesto aleatorio de amabilidad que recibíamos infundían en todos nosotros una agradable sensación de gratitud y de hermandad.
Al no tener nada para entretenernos salvo nosotros mismos, nuestros días se basaban en explorar. En nuestro día libre, hicimos autoestop para ir a Praia da Dona Ana, en Lagos, para bañarnos en las cálidas aguas del mar Mediterráneo y para nadar alrededor de las imponentes formaciones de roca que había en el agua. Si nos notábamos las piernas demasiado cansadas como para hacer la caminata hasta la playa, aprovechábamos las últimas horas de luz nadando en un lago escondido, pegando gritos cuando los peces nos mordían los dedos de los pies y riéndonos con cada intento fallido de entrar al agua con el columpio de cuerda y no por el fango. El trabajo era difícil, pero la vida que llevábamos era fácil. Si lo habías hecho bien, por la noche junto a la hoguera que hacíamos en el campamento, sentías que estabas preparado para más.
La lección:
Han pasado ya unos años y puede que no recuerde tu nombre o que me cueste crear una imagen de tu cara, pero os doy las gracias a todos por igual.
Desconectada de todo aparato electrónico y recogida en las montañas portuguesas, encontré una comunidad que era todo alma y pasión por vivir. Y yo, una chica de California con mi vestido y mi mirada alegre, viviendo entre punkies tatuados, con suciedad bajo las uñas y con más picaduras de insectos de las que podría llegar a contar, no podría haberme sentido más en casa. Empecé esta experiencia sin ninguna expectativa. No era más que una observadora que se negaba a dejar la vida pasar a su alrededor sin más, sino que al contrario, hizo que pasaran cosas según contemplaba y absorbía tanto como pude durante el tiempo que pasé allí.
Me ha contactado mucha gente con muchísimas ganas de hacer voluntariado para pedir consejos y yo no sé si contarles demasiado para evitar contaminar sus experiencias futuras con promesas y expectativas que no se cumplirán o que no tendrían por qué cumplirse. Esta fue una experiencia personal y si bien es cierto que puedo aconsejaros sobre esta experiencia y contar mis historias, por favor recibid estos consejos con cautela.
Cada uno de nosotros va haciendo su propio camino y aprendiendo sus propias lecciones. Lo que te llevas de una experiencia de voluntariado como esta puede variar de forma drástica según la persona. Aunque puede que hubiera aprendido estas lecciones en cualquier otra parte del mundo, cosa que nunca sabré, el sur de Portugal siempre tendrá un hueco en mi corazón.
Por lo tanto, para todos los que habéis sentido la llamada del voluntariado, no tratéis de evitarlo. Vive esta experiencia y aprende a observar en silencio el amanecer en Playa do Martinhal o a bailar con los lugareños en una barbacoa en el pueblo. Sal un poco de tu vida para adentrarte en una vida diferente y sin duda el mundo te acogerá con los brazos abiertos.
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