Nobleza de Cerveny Kamen, romanticismo del castillo de Trencin - Conquistando el oeste...eslovaco (5/8)
20 de mayo de 2016
Día 5
En los lugares más recónditos nos solemos encontrar frente a frente lo insólito. Ya lo había visto en los montes de Poloniny en abril y lo corroboro ahora con este refugio de los Bajos Cárpatos, a 410 metros de altura.
Ayer al empezar a comerme un gulash, entablé conversación con un estudiante de biología sentado a mi derecha. Hablando inglés, Thomas me pregunta de dónde vengo. Al decir "Francia", su semblante taciturno cambia repentinamente, abre los ojos de par en par y la boca para ¡empezar a emitir sonidos en francés! Lleva ocho años aprendiéndolo.
Por la mañana seguimos hablando en la lengua de Molière. Aunque duda, no habla "mal" francés, como dice excusándose. De Francia, ha visto París. Cuando le digo que yo nunca he visto la capital, vuelve a mirarme con la sorpresa del principio. "Pero, si tu eres francés" -balbucea. Entonces le explico que Francia es un país grande que no se recorre en unas pocas horas, como pasa en Eslovaquia. Paradójicamente, se acuerda de que él tampoco había estado nunca en Bratislava hasta que llegó a la universidad y que siempre se había quedado en el centro de su ciudad (Nedozeri Brezani). Nosotros, la gente del campo, solemos vivir desconectados de la capital, que suele ser oro para los extranjeros que vienen a visitar el país.
Para mejorar su francés, Thomas me pide mi dirección. Se me remueve algo en el corazón cuando pienso que tendré que dejar al grupito de unos diez estudiantes y su profesor. Podrían no haberme integrado, pero lo hicieron, como me lo han podido demostrar Thomas y el profesor. La hospitalidad eslovaca.
La Piedra roja se esconde muy bien
Con la mochila azul al hombro, salgo un poco más tarde de lo previsto de la pensión. Solo por lo que desayuné mereció la pena retrasarse, había comida en cantidades ingentes: huevos fritos, embutido, verduras, queso, mermelada de fresa, pan de varios tipos (rozok, chlieb... ), todo el té que quieras, etc.
A dos pasos al norte, el castillo de Cerveny Kamen (Piedra Roja en español) me espera. "Es, sin duda, el más bonito de la región de Bratislava" —decía el profesor del bigote—. Cuando levanté la vista por primera vez, confieso que no me entusiasmó demasiado: construido a ras de la colina, blanco que le hacía parecer bastante tosco.
El castillo se conocía antiguamente por sus bodegas. Construido en el siglo XIII, se utilizaba para almacenar y reponer mercancías. El patio interior, aunque acogedor, no me pareció gran cosa. Esperando la próxima visita, mato el tiempo en una exposición sobre el emperador Francisco José, albergada en un búnker de piedra, al fresco.
La bodega más grande de Europa central, en el castillo de la Piedra Roja: 72 metros de largo, 8 metros de ancho y 9 metros de altura.
El interior, a pesar de la visita en eslovaco, realmente me sorprendió. El arte tiene el poder de ser universal, de poder emocionar sin necesidad de palabras con tan solo contemplarlo. Esta revolución artística del Castillo de la Piedra Roja data del siglo XVI. Desde que pasó a manos de la familia húngara de los Palffy en 1583, la fortaleza se ha convertido en una residencia de príncipes.
Durante una hora, me muevo de habitación en habitación, compitiendo entre sí en esplendor y lujo. Los apartamentos de los Palffy, que conservaron el castillo hasta 1945, ofrecen una gran variedad de estilos: renacentista, rococó, imperial, modernista... La Sala Terena realmente es la más extravagante. Además de los frescos y estucos, la parte posterior de la sala tiene unas cuevas artificiales en las que se construyeron varias fuentes y un estanque en el siglo XVII.
El recorrido finaliza en las bodegas de Cerveny Kamen, que se encuentran entre las más grandes de Europa. En 1535, los Fuggers, entonces propietarios del castillo, estuvieron 21 años trabajando para construir una nueva fortaleza con enormes bodegas. La sala más grande tiene 72 metros de largo, 8 metros de ancho y 9 metros de alto. Diseñadas originalmente para almacenar cobre, fueron utilizadas por la familia de comerciantes alemanes para almacenar vino. En la copa de una piedra en bruto, por fin encuentro la explicación de la denominación del castillo "Piedra Roja".
EL vino es el motivo por el que continúo la etapa en Pezinok, a diez kilómetros al sur. Me detengo en una bodega para tomar dos botellas de las variedades de uva locales (Frankovka modra tinto, Veltlinske zelene, blanco). Al salir, me riega la lluvia de camino a la estación. Sin embargo, una hora más tarde, el tren hacia a Trencin, 100 kilómetros al norte de Trencin, me sacó del mal tiempo.
Una habitación de internado en Trencin
En esta ciudad de 60. 000 habitantes, me pude alojar en un gran edificio amarillo del centro, al lado de un gimnasio. Cada vez que salgo, tengo que darle las llaves de la habitación al señor del mostrador. Se adivina su carácter bondadoso en sus rasgos alargados, acentuados por un bigote fino, polo azul marino. Mi habitación es oscura y anticuada, los pasillos; anchos y fríos. Me siento como si hubiera vuelto al internado del instituto, ¡me faltan los compañeros!
La plaza de la Trinidad y el castillo (zamok) de Trencin
La sensación de bienestar del día continúa incluso por la noche. El fin de semana no ha hecho más que comenzar y ya, la vida estudiantil invade las terrazas en las dos plazas principales: la de la columna de la Trinidad y la de la fuente, donde está el hombre del sombrero que escupe agua.
El amor está en el aire en las ruinas del castillo
Un castillo del siglo XIII domina Trencin, al que no tardo en entrar. El anochecer le da un toque romántico al paseo. Las callejuelas estrechas se vuelven rosadas por el crepúsculo y las farolas. Dos enamorados se besan en un rincón. En una madera que cuelga del espolón rocoso, el alcohol fluye entre un grupo de amigos. Delante de una escalera de madera, en un restaurante, un matrimonio celebra su día cantando. Hacia el norte, oigo los gritos de los hinchas de Trencin. El óvalo del estadio se parece a una luna en una ciudad salpicada de luces amarillas, con tantas estrellas extendiéndose a lo largo del río Váh.
Las ruinas del castillo, Trencin se parece a una ciudad-galaxia.
El paseo nocturno casi me lleva hasta la altura de la torre, que se interrumpe repentinamente. Al pasar la última puerta, me ilumina la luz de una claraboya. A pesar de todo, subo las escaleras de la puerta para ver las vistas. En el rellano me encuentro con la entrada a un cuchitril. Un hombre sale. Me recuerda a un zorro saliendo de la madriguera. No dice nada, se limita a vigilarme como un perro guardián.
Para romper el silencio incómodo, intento explicarme en eslovaco al no saber si el hombre habla inglés. Pero sabe. Con un tono que no admitía discusiones, me dice que el castillo no se puede visitar ahora y que por favor me fuera. Por la manera en la que dice el "por favor", me dan ganas de rogarle unos minutitos más. Salgo de la romántica escena, como un alumno reprendido por su maestro.
Sin embargo, no me voy de las faldas del castillo. Al pie de las rocas, me quedo mirando una inscripción romana que conmemora la victoria de una legión sobre los Cuados en el 179. Hoy día no se encuentra al exterior. Está empotrada en la pared del elegante hotel Elizabeh, protegido por una vitrina. Señalando el texto reproducido por el guía turístico a la recepcionista, le hago entender lo que he venido buscando en este 4 estrellas: "Vaya al ascensor de arriba. Detrás está la vitrina de cristal".
Pegado al cristal, me emociono al leer esas cuatro líneas de letras gravadas de manera desigual, resaltadas por los focos. Recuerdan que Trencin se sitúa ahora en la limes romana, en la frontera del impero. Por el otro lado, hacia el oeste, se extiende otro mundo. Mañana iré, quedándome siempre en el mismo país.
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