Luces de la misa en Roznava, tinieblas del castillo de Muran - Viaje de Pascua en autobús y tren (2/5)
25 de marzo de 2016
Día 2
Este Viernes Santo ha empezado con un momento de trance. Ocurrió en una sala de madera, en un edificio público de Roznava en el que se estaba celebrando una ceremonia de la iglesia evangélica.
Si no estuviera escuchando palabras en eslovaco, podría haber pensado perfectamente que estaba en Estados Unidos. Los creyentes cantaban, alzaban los brazos al cielo y cerraban los ojos, acompañados de una estimulante música de orquesta. A través de las vidrieras se colaba una luz que las iluminaba de la misma forma que la luz que vemos recién levantados, con los ojos apenas abiertos. Simi, la estudiante que me ha acogido para esta noche, me traducía las palabras del cura y las escenas con las que escenificaban la vida de Cristo. Una señora que estaba sentada por el final compartió con todos los reunidos que, recientemente, había tenido cáncer, para después pedir limosna. Los billetes colmaban la cesta de mimbre.
Para mi sorpresa, el cura me recibió como si fuera un peregrino, debido a mi procedencia lejana. Yo era una novedad para ellos y, en seguida, me vi colmado de preguntas de todos los locales presentes, sobre todo por una joven eslovaca rubia que hablaba francés. Tengo que confesar que, a pesar de estar presente en esta celebración, no tengo costumbre de ir a misa en Francia. Sin embargo, al encontrarme entre esta gente tan religiosa, incluidos los jóvenes, me parecía necesario asistir a un servicio, para hacerle justicia al carácter de este país.
Al comienzo de la tarde, Simi me llevó justo detrás de su casa, a Roznavské Bystré, en una ladera del bosque. Pertenece a la reserva natural del Karst eslovaco, y ambos lo descubrimos al mismo tiempo gracias a un cartel que había por allí, aunque ella frecuentara este sitio con asiduidad. A orillas del río que pasaba sobre la tierra húmeda, había una mesa y dos bancos, cubiertos por una pérgola de madera. "Ahí es donde escribo mis poemas" me dice Simi, un alma literaria que estudia francés e inglés en la universidad.
A pesar del ambiente bucólico del lugar, los cazadores, en plena temporada, no paran de trotar entre los árboles. "Un día —me cuenta Simi, divertida— mi hermana estaba paseando a nuestro perro, que se llama Sunka (me dice que significa "asado", y parece hacerle mucha gracia). Un cazador la paró y le advirtió: 'Señorita, no venga por aquí, podría pensar que su perro es un blanco... o usted'"
Alrededor de las 3 p. m., Simi me acompaña a la parada del bus. Me voy, esta vez de camino a Muran, hacia el oeste, y Simi vuelve a su casa, hacia el este. Me vuelvo a encontrar con mi soledad habitual.
Sin embargo, antes de llegar a Muran paro en Revuca, donde tenía que hacer trasbordo, deambulo para matar el tiempo muerto y busco un centro o una plaza. Delante de la iglesia solo encuentro un puñado de casas particulares, pero una despierta mi interés. Colgado en una valla, veo un cartel plastificado en el que se lee "med" (miel). Interrumpo al joven que pasa la aspiradora por su coche y le pregunto si vende miel. Habla inglés, y atina a decirme: "tengo tarros de 1 kg, es miel de bosque, la hace mi abuelo". Camino terminado, ¡y un kilo más en mi mochila!
A la tombée de la nuit, porte d’entrée du château de Muran, ensemble ruiné depuis l’incendie de 1702.
Tras 17 horas llego a Muran, un pueblo de mil habitantes a 52 kilómetros al oeste de Roznava. Con algo de retraso, decido ir a a hacer senderismo hasta el castillo en ruinas, una caminata de 1:45 horas (6, 5 kilómetros). Asciendo 900 metros a través del bosque en penumbra, forrado de hojas rosas, a pesar de la ventaja de 15 minutos con respecto al tiempo que indicaban abajo.
Deambulo, tanto por el palacio de los Kohari como por la torre en la que vivían, donde todo el esplendor del s. XIII ha quedado rendido ante la naturaleza. Casi parece una broma llamar "palacio" a un simple muro derrumbado y deforme. Me paro a escuchar: nada. O bueno, sí, la verdad es que algo se mueve entre las hojas. Miro, miro el negro que envuelve el valle y el cielo que no tiene estrellas porque está cubierto de nubes. Se está formando niebla, lo noto. La temperatura se desploma, me vuelvo a poner el abrigo que me había quitado en medio del esfuerzo de la subida. Vaya, ya no puedo leer los carteles de información, tengo que bajar.
La noche me va cegando cada vez más, a medida que sigo el primer tramo del sendero que lleva de vuelta al pueblo. Cada ruido me hace sospechar, cada sombra es la amenaza de un lobo salido de los cuentos, porque hay lobos en esta reserva natural (lo sé por el cartel que leí abajo). Por un momento, me parece ver una luz que sube. ¿Me lo estoy imaginando? No, es un grupo con linternas que está camino al castillo, con sus mochilas a la espalda. ¿Van a acampar por la noche, con este frío?
Al final del sendero, una vez he llegado a la bifurcación entre la ruta asfaltada y la continuación del camino, no lo dudo y me voy por el camino asfaltado. Solo me queda seguir bajando en medio de la oscuridad casi opaca, ya sin piedras con las que me pueda tropezar ni desperfectos del camino que puedan perjudicar a mis tobillos. Al cabo de una hora llego al pueblo, en el que las farolas blancas son como faros entre los árboles.
Sin embargo, las hojas siguen moviéndose, un poco antes de mi llegada. Cada vez más fuerte, siento que se acerca, y, de repente, la bestia negra hace su entrada. ¡No es más que un perro de pelo largo! Esta noche, no soñaré con Caperucita Roja.
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