De los permonici de Spania Dolina a Toliar de Kremnica - Viaje de Pascua en autobús y tren (4/5)
27 de marzo de 2016
Día 4
A las 7 h, cuando el sol salía por detrás de la colina de la iglesia, entré en el bosque respirando el aire, observando los narcisos en la nieve blancos y violetas, contemplando los abetos alineados y verdes. Por todas partes, viejos pozos mineros, caminos en ruinas por donde llevaban el carbón de los almacenes.
En Spania Dolina, la actividad minera cesó en 1888. Hay una leyenda en el pueblo que lo explica. Cuenta que los elfos, llamados permonici, ayudaban a los mineros a encontrar vetas de mineral y les indicaban dónde debían cavar con sus diminutos picos. Los trabajadores, agradecidos, les traían un tentempié en las galerías. Un día, por cambiar, decidieron darles ropa nueva; pensaban que los permonici se lo agradecerían, pero se enfadaron porque pensaban que los mineros los encontraban sucios. Fue tal el enfado que abandonaron las minas de Spania Dolina y, sin ellos, la producción colapsó.
Al llegar a los 200 metros fuera del pueblo, bajo a las 8 h a desayunar. Siempre me ha sorprendido que, a esta hora, los eslovacos puedan comer lo que en España se conoce como embutido, queso, pimientos, pepinos y rábanos crudos. Momento en el que lo salado se combina con el tradicional pan con mantequilla y mermelada.
Justo después de terminar, me traslado a una localidad no tan bonita, Zvolen, que se encuentra a 30 kilómetros al sur. Entonces, ¿por qué Zvolen? Allí hay un castillo del siglo XVI que alberga la galería de pintura más grande de Eslovaquia (y la más bonita sin duda).
Bendición de los huevos de Pascua en la capilla del castillo de Zvolen en una celebración greco-católica. Suelen ser los niños, acompañados por sus padres, quienes los hacen.
Entrando al patio del castillo, más que al pozo, me apego a un hecho poco convencional. Un grupo de personas forman un circulo frente al atrio. ¿Qué es? El sacerdote sale. ¡Una misa de Pascua! Le acompañan creyentes y niños que llevan cestas llenas de huevos pintados, o no, embutido y pan. Una vez en el sol, el sacerdote los bendice con un hisopo.
Y se acabó. Los discípulos regresan a la capilla y mordisquean esa sagrada comida. Vladimir, un creyente amable con ojos azules, me invita a compartir la comida que «quita los pecados». Me comenta que es católico romano y que, por curiosidad, «venía a ver cómo se practicaba el ritual de la iglesia greco-católica». Me habla de Slovaquia como «un país tranquilo donde no hay una preocupación por el terrorismo como en Francia». Me abandona, impregnado del espíritu divino, y me señala la puerta de entrada de la galería, a la derecha de la capilla.
En ese sentido, me sentí muy feliz; mi miopía me ayudó a examinar las copias a tamaño natural del retablo de Levoca, el más grande del mundo, muy apreciado el pasado fin de semana. Este maestro Pavol autor de esto tan gracioso, por decirlo de alguna manera, ¡no robó el título! Y, en la primera planta, el artesonado techo pintado con 78 emperadores es abrumador por su amplitud.
Entre las doce y las dos de la tarde, espero un momento el tren en la descolorida plaza de Zvolen para abandonar esa ciudad grisácea aunque la ilumine el sol.
Toliar, la famosa dirección en Kremnica
Al llegar a Kremnica, a 35 kilómetros al norte, dejo mi compartimento un poco patas arriba. Me sorprendí porque era una estación bastante pequeña para la cantidad considerada de habitantes que hay (5000). En realidad, la ciudad se encuentra en una depresión. La estación está en las alturas. En el momento en que tocó descender hasta llegar a la plaza principal, mis rodillas se endurecieron y, más aún, al llevar el peso del equipaje.
En la pendiente, a la izquierda, vi un pensión. Son solo las 15 h y ya estoy pensando en dormir para deshacerme del compañero que llevo en la espalda. Le pregunto a una persona que veo, que está hablando con el jardinero de al lado: «¿Está abierto? » «No, pero ve a Toliar; desciende hasta el valle y luego gira a la derecha», comenta torciendo el brazo. No sabría decir la distancia.
Por lo tanto, bajo.
La plaza principal de Kremnica, con su columna de la peste y el castillo que es lo que destaca. El mundo deja adivinar un acontecimiento del domingo; se trata de un sorteo. En febrero, hace casi dos meses se llevó a cabo una competición de snowboard («Kremnica Big Air») en este mismo lugar. Un motón de nieve que no se ha derretido lo demuestra.
Tras pasar por dos puertas del siglo XV, que fue lo único que sobrevivió de la muralla que se construyó contra los turcos, llego al gran lugar, en pendiente. Destaca por el gran castillo medieval, con una catedral (Santa Catarina) que crece ahí. La columna de la Peste, llena de burletes esculpidos, barrocos e inmensos, que no se puede comparar con la de Viena. Alrededor, hay una exposición de casas góticas que incluye, abajo a la derecha, una fábrica de divisas que acuña las monedas. Esa tarde, había ambiente porque había un sorteo según lo que entendí por lo que escuché cuando bajaba.
Para dormir en el centro, me pareció que todo estaba cerrado. Hay una pensión abierta, pero demasiado cara para mi beca de estudiante. El cartel Toliar está ahí; un pequeño letrero de madera pintado en rojo, amarillo y azul desteñidos. Podía habérselo llevado el viento, puesto que solo estaba atado al poste. De lo que no me di cuenta antes fue del gran cartel que había en la pared de una casa de enfrente que indicaba la distancia: «2, 5 km».
Por lo tanto, sigo el camino que el letrero parecía indicar. En cambio, como aparentaba estar lejos y las casas cada vez eran más raras, toqué al azar a una de las casas particulares que había a mi derecha. El grupo de amigos tiene la casa llena, pero ¡no me cierres la puerta en la cara! No. El decano de 52 años me ofrece un licor amarillo (slivovica, sin duda, el típico brandy de ciruela) y algunos pasteles caseros.
Con él, toqué a todos las casas particulares de alrededor, pero la única palabra que pronunciaban era: completo. Solo la pensión Toliar, que confirma la llamada, está libre. Sin embargo, debido a lo lejos que está, me decanto por hacer el un último recorrido por los hoteles del centro de la ciudad, por si pasara por al lado de algún alojamiento interesante. En caso de que me quedase en la calle, mi hombre me dejó su nombre (Miro, como el pintor) y su número de teléfono.
El día va cayendo y no encuentro nada de nada; ni subiendo hacia el castillo ni por alrededor de la plaza Stefanicovo. Un mal domingo de Pascua en cuanto a la actividad comercial.
En la calle principal, me encuentro con Miro y sus amigos que van a cenar a una marisquería, justo enfrente. Exclama: «¡Así que, no has encontrado nada! Si quieres vente con nosotros para recuperarte; después te llevaré a Toliar porque vamos a tardar una o dos horas». Es la primera vez (y probablemente la última) que encuentro un lugar así en Eslovaquia. El país no tiene litoral, como mucho algunos lagos para compensarlo. En los puestos, el pescado aquí es tan común como la papaya en Francia. ¡Qué gusto el poder elegir de la carta entre trucha y salmón, y entre sopa de pescado y sopa de langosta!
Al regresar a la plaza principal, Miro me explica el porqué las ciudades eslovacas, incluso ciudades pequeñas como Kremnica, están llenas de edificios. Me enseña las longitudes de las mansiones, agrietadas, con las paredes desmoronadas y los tejados que se rompen en franjas: «Piensa, ¿cuánto costaría restaurar estos edificios? Separarlos, instalar agua potable, la electricidad, ajustarlos a la normativa... ¿Entiendes por qué hoy en día el gobierno comunista prefiere construir en los suburbios torres que son más baratas? »
Hoy en día, en Kremnica, como en muchos de los centros históricos del país, todavía hay un número significativo de casas con el lamentable cartel de «Na Predaj» («en venta»).
Al final, el propietario de Toliar, Alexander, con un escaso cabello blanco, vino a recogerme en coche en persona. ¡Podría ser gratis! La pensión, una gran casa con 23 habitaciones en dos plantas, está vacía. Reina un silencio de abandono, donde apenas se oye el gorgoteo del río.
Alexander me invita a una copa, en el bar de Toliar, que por el contrario, estaba lleno. Como habla tan bien inglés como yo el eslovaco, la conversación continúa con el conjunto de jóvenes que estaban sentados en la entrada. «¿No te cuesta caminar 2, 5 kilómetros para salir? », dice uno, «¡No, pero porque las cervezas son baratas y están muy buenas! »
Es fácil de adivinar por las palabras que se les escapan a algunos hombrecillos que tambalean. Además, el alcohol subía por la pipa de hierbas que, a cada calada que daba, más se me notaba en la cara. Todos están asombrados por mi situación, ¡por estar en un lugar como Toliar tan perdido, extranjero, joven y solo! Justamente este es el tipo de situaciones, improbables, que se me meten en la cabeza, incluso en Francia.
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