La cocina de mi abuela

Aunque se supone que este blog es para compartir recetas, necesito hablaros sobre la fuente de mi pasión por la cocina y la razón de mi amplia educación cultural y lingüística: la inolvidable casa, cocina y personalidad de mi abuela. Este blog es el sitio más apropiado para ello.

Todo comenzó con una mujer fuerte

Mi familia proviene de muchas generaciones de mujeres inteligentes y de fuertes convicciones. Una persona en particular es mi abuela, Yaya. Era enérgica, divertida, achuchable y la mejor cocinera del mundo. Aunque era muy sofisticada, también era modesta. La quiero más que a nada en el mundo. Gracias a los diversos orígenes de mi abuela, soy culturalmente sensible y respetuosa. Junto a mis padres, mi abuela me ha convertido en la joven culta que soy ahora.

Por amor a los idiomas

Es una de las pocas personas que de verdad han inspirado mi amor por los idiomas. Además de mi madre, era la única persona que siempre me hablaba en francés. Me animaba mucho a hablar en francés con ella (de hecho, era una norma: solo podía hablarle en francés, nada de inglés). Aunque al principio era difícil, pues se me daba mejor el inglés, se lo agradezco muchísimo porque me ha hecho entender y apreciar el idioma mucho mejor.

Gracias a mi abuela, hablo francés con fluidez. Pero ese no es mi límite. Mi familia multicultural me ha hecho querer aprender más idiomas, especialmente Yaya, pues no solo hablaba francés, también inglés, italiano, árabe y griego, todos con fluidez. También sabía algo de turco. De todos estos, los que más ganas tengo de aprender son árabe e italiano. ¡Ya he dado clases de los dos en la universidad!

Aprendí español cuando estuve viviendo en España y estoy intentando aprender japonés por mi cuenta, una afición que comparto con algunos amigos. La experiencia de mi abuela con los idiomas me ha abierto los ojos al mundo. Al ser políglota puedo tener otra perspectiva de la forma que tiene la gente de pensar y de ver el mundo, por lo que puedo conectar mucho mejor con gente de otros países y culturas.

«Les voyages forment la jeunesse»

Además de los idiomas, también sabe mucho de arte y cultura. Ha vivido en muchos países, como en Líbano, Francia, Italia y Estados Unidos. También ha viajado por el mundo con mi abuelo a países como Egipto, Siria, Turquía, Reino Unido, Alemania, Suiza, Canadá, Marruecos, China y Hong Kong (bajo el dominio británico). Mi abuelo trabajaba en el sector de la seda y también para las Naciones Unidas, por eso tuvieron tantas oportunidades de viajar en sus viajes de negocios.

Como resultado de estos viajes, el piso de Yaya parecía un pequeño museo con muebles, arte y antigüedades de varias partes del mundo. Solía preguntarle por el origen de cierto objeto y me contaba la historia de su experiencia en el país en el que lo había comprado. Gracias a esas emocionantes historias, me empezó a interesar mucho aprender más sobre las culturas de otros países y me gustaría viajar para ver lo que convirtió a mi abuela en la increíble persona que era.

Conocer otras culturas y respetarlas también me da la ventaja de poder hacer buenos amigos de todas partes del mundo. Por ejemplo, mis mejores amigos son de Venezuela, Japón, Tailandia, Irak, Francia, Marruecos, Etiopía y España.

Como dice el dicho francés: «Les voyages forment la jeunesse». Literalmente, significa «viajar forma la juventud», pero lo que quiere decir es: «viajar abre la mente». Gilbert K. Chesterton respondió a este dicho tan popular diciendo que para que se abra «tienes que tener la mente». Creo que tengo «la mente» gracias a mi abuela.

La cocina de mi abuela

Fuente

Mi inspiración

Mi abuela cocinaba genial y también me ayudó a conectar con mi lado espiritual. La admiraba en todos los aspectos y siempre escuchaba lo que le decía. Cuando estaba orgullosa de mí, yo me ponía tan contenta que quería seguir haciéndolo bien, no solo por mi propia satisfacción, sino para que ella se alegrara. Haga lo que haga, siempre pienso en ella porque su opinión me importa muchísimo, lo que me motiva a esforzarme en todo lo que hago.

Fin de semana en el paraíso de mi infancia

Mi abuela vivía en un piso de ladrillo rojo con persianas negras y frente a cada puerta y escalera había una farola negra a lo largo del césped que bordeaba la calle. De pequeña pasé muchos fin de semanas aquí y esos momentos son mis recuerdos de la infancia favoritos.

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Al entrar a la calle de su edificio, la larga carretera llegaba hasta el aparcamiento, aunque también había sitios para aparcar a la derecha de la calle, justo enfrente del edificio. Mi abuela siempre aparcaba ahí, delante de la puerta del piso.

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Esta es la puerta de mi abuela (centro) y su ventana (encima y a la izquierda de la puerta, en la segunda planta, o primera para los europeos) vistas desde el sitio en el que aparcaba.

Entrando a la casa

Entrar a la calle y cruzar la carretera del edificio de mi abuela me hacía sentir mariposas en el estómago de la emoción.

Antes de subir los escalones de la puerta principal, mi dedo ya estaba extendido y preparado para pulsar «B2». Después de una breve espera, se oía un zumbido y se abría la puerta. Para cualquier persona, el zumbido de la puerta al abrirse es un sonido feo o molesto, pero para mí, ese sonido significaba que podía entrar al santuario de mi abuela. Es un ejemplo perfecto de condicionamiento clásico (o pavlovliano), que explica por qué ciertos sonidos u olores pueden crear respuestas diferentes en la gente, dependiendo de cómo la haya condicionado.

Tras empujar la puerta principal, un olor almizcleño de cigarros proveniente del pasillo me llenaba los pulmones. Supongo que uno de los vecinos fumaba en el piso y el olor había llegado a la entrada del edificio. Tampoco era un olor que me molestara, era otro signo de que estaba más cerca de la puerta de mi abuela.

Al subir los escalones con moqueta de dos en dos, la barandilla de metal vibraba y emitía un ligero eco, y el olor a tabaco se mezclaba con el de la comida de mi abuela que venía de su cocina. Siempre me esperaba en la puerta, que estaba abierta de par en par. Cuando llegaba a la puerta ya podía oler lo que estaba cocinando, pero antes de entrar me enterraba en sus brazos extendidos y seguros y pegaba la cara a su pecho.

Cruzar el umbral y entrar a la casa siempre me resultaba emocionante. Me quitaba los zapatos y andaba por su mullida alfombra marrón, miraba la pequeña caja metálica sobre la mesa junto a la entrada para ver si el collar de perlas de plástico que había escondido seguía allí y preguntaba: «Salut, Yaya, comment ça va? » (Hola, abuela (Yaya = abuela en griego), ¿cómo estás? ). Me decía que estaba bien y, tras poner mi saco de dormir en mi habitación, me llevaba a la mesa del comedor, en la que me esperaban mis platos y cubiertos.

Una comida digna de una princesa

Yo me sentaba feliz en mi silla con un blandito cojín y balanceaba las piernas hasta dar con la barra de madera bajo la mesa en la que las apoyaba. Mientras yo estudiaba los dibujos de cebras del mantel color crema, Yaya traía la comida y la servía.

Mi abuela era una experta en organizar y mantener la misma rutina, de modo que yo siempre sabía lo que iba a pasar al servir la comida, pero no qué plato sería. Por ejemplo, para cenar empezaba con una ensalada que solía ser siempre igual, lo que estaba bien porque me encantaba. Después, siempre tenía una sorpresa preparada para mí, ya fuera kibbeh y arroz con laban, Warak Arish, tabbule, hummus o kusa mahshi, nunca me decepcionaba.

Algunas veces hacía pasta casera y me dejaba girar la manivela de la máquina de pasta, despacio y con cuidado para que no se rompiera la masa que iba saliendo. Dejábamos secar la pasta y luego la hervía.

Sin duda mi comida favorita era el kusa mahshi, que es calabacín relleno de arroz y carne. No me gusta el calabacín, pero en este plato no se distingue el sabor. ¡En mi próximo artículo os daré la receta!

Después de la cena venía el postre, que solían ser mis brownies favoritos.

Gracias a Yaya siento un profundo aprecio por la comida, especialmente por la libanesa. De pequeña, no podía comer tanto, pero mi Yaya consiguió que sí pudiera. Cuando ya estaba llena y no podía terminarme la comida, me decía que había niños en países con menos suerte (su ejemplo favorito era China, pero creo que era porque cuando ella era joven, China era un país muy pobre) y que debía terminarme la comida porque ellos no tenían.

No sabía qué tenía que ver que yo comiera con que ellos vivieran mejor, la cosa era que no podía levantarme de la silla hasta haber limpiado el plato. No os imagináis lo que me costó agrandar el estómago para poder aguantar sus raciones. Tras años de práctica, ahora puedo comer más que la mayoría de personas de mi tamaño o incluso más grandes. ¡Gracias, Yaya!

La cocina de mi abuela

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El gran final

Después de la comida, mi abuela quitaba la mesa, recogía los platos, limpiaba el mantel y me mandaba a mi habitación a que me pusiera el pijama y me preparara para ir a dormir. Después, sacaba el sofá cama y yo la ayudaba a desdoblar las sábanas, ponerlas y remeterlas debajo del colchón. En mi habitación había una tele, así que la encendía para que la viera desde la cama y yo ponía mis tres canales favoritos: Cartoon Network, Nickelodeon y Disney Channel (en orden de preferencia).

Mientras yo veía los dibujos antes de dormir, ella me traía una bandeja con el postre: esponjosos brownies y un vaso de leche, a veces acompañado de uvas u otra fruta. Tenía una infancia de cuento, pero nunca la di por sentada. De hecho, recuerdo que pensaba en la suerte que tenía en tener una abuela así y sabía (y lo sigo sabiendo) que aquellos serían los mejores momentos de mi vida. No creo que tuviera ni una sola preocupación, me acuerdo de que lo único que me preocupaba era el día en el que mi abuela ya no estuviera.

Oraciones antes de dormir y esperar a Le Marchand de Sable (el duende de los sueños)

A las 22:00 o así, Yaya se llevaba la bandeja vacía y apagaba la tele mientras me mandaba a lavarme los dientes antes de dormir. Después de arroparme, bajar las persianas y apagar la luz, se sentaba al borde de la cama y decíamos una oración a «le petit Jésus» (el Niño Jesús) en la que me hacía prometer que me portaría bien.

Después de rezar, se iba a dormir y yo me quedaba mirando al techo, a las persianas o a la luz parpadeante del teléfono hasta que me daba sueño. A veces miraba el reloj digital rojo de debajo de la televisión y veía pasar los minutos. Algunas noches me dormía enseguida, otras me costaba más. En ciertos momentos de mi niñez me costaba dormir porque tenía dolores del crecimiento en las piernas, aunque al final lo conseguía y en la casa de Yaya siempre dormía bien, profundamente y en paz.

Había veces en las que me despertaba por la noche para ir al baño y recuerdo que me daba miedo porque no quería despertar a Yaya. Entonces solía arrastrarme o ir de puntillas hasta el baño, hacía pis y no tiraba de la cadena. Luego abría muy poquito el grifo para lavarme las manos.

Nuevo día, nueva comida

Cada mañana, al despertarme en casa de mi abuela, salía de mi habitación a ver qué hacía. Siempre se despertaba antes que yo y estaba o en su habitación rezando el rosario y viendo la misa de los domingos por la tele o en la cocina haciendo el desayuno.

No sé por qué, pero no me gustaba saludarla de forma normal. En otras palabras, en vez de ir hacia ella y darle un beso, reptaba como una serpiente y me escondía bajo la mesa hasta que se diera cuenta. Entonces salía de repente y le daba un beso. Aunque no pretendía asustarla, seguramente lo hice varias veces. Por suerte, se acostumbró y que yo sepa no parecía muy sorprendida al verme (dado que se lo esperaba).

El desayuno con Yaya también seguía un patrón especial. Antes de que me despertara, mi abuela preparaba el primer plato. Yaya empezaba mi desayuno con un bol de fresas y plátanos en rodajas bañados en sirope de chocolate. Era muy simple y sabía que lo haría, pero nunca me cansaba. A veces me lo preparo yo misma cuando me siento nostálgica y lo echo de menos. Tenía una manera especial de comerme la fruta: siempre alternaba un trozo de cada cosa. Nunca me comía dos trozos juntos, ni dos de la misma fruta seguidos. Llamadme rara, pero era mi sistema.

Después del bol de fruta venía el plato fuerte, que eran crepes caseros de Yaya. Me encantaban sus crepes, las comía con Nutella o con mermelada de fresa. A veces accedía a comerlas con mermelada de albaricoque y tras un tiempo, empezó a gustarme, aunque al principio la odiaba.

También tenía un método para comerme las crepes. Las abría, llenaba un cuarto de la crepe con lo que le fuera a echar y las enrollaba empezando por ese lado. En otras palabras, solo me comía la crepe si estaba enrollada (no doblada) y el relleno tenía que estar en un lado, no en el centro. Era así porque si ponía el relleno en un lado (un cuarto de la crepe), se quedaría justo en el centro de la crepe enrollada. Además, así el relleno no se salía por los extremos de la crepe enrollada.

¡También os daré la receta de las crepes en otro artículo!

Epílogo y una lección

Como podéis observar, echo muchísimo de menos a mi abuela. Gracias a ella, me apasiona comer bien y aprender nuevas recetas. También me ha enseñado a tolerar, aceptar, considerar y apoyar a personas de cualquier origen porque tenía una cultura muy variada. No le puedo agradecer lo suficiente que me convirtiera en la persona que soy hoy.

Esta historia es una lección para todo el que me lea: Tened la mente abierta y aprended de las mejores personas y las más valiosas del mundo, que son las que han vivido mucho y tienen muchas historias que contar consejos que dar. Estas personas son más valiosas que los libros porque sus vidas se acabarán y cada una tiene su propia historia que compartir, que desaparecerá si no se comparte. Hay muchas cosas que me gustaría preguntar a mi abuela, incluidas muchas recetas que se perdieron con ella, pero me alegra saber que los momentos que pasé con ella sirvieron para algo y no fueron en vano.


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