Levoca, Zdiar, Kezmarok: valles ibéricos, representación de los Alpes (1/2)
19 de marzo de 2016
A pesar de la nevada que cayó el martes en Presov, la ciudad en la que vivo, se suponía que haría buen tiempo durante el fin de semana, por primera vez en mucho tiempo (un mes o así). Tres semanas después del viaje a la universidad de Cracovia, había planeado continuar con la aventura durante un fin de semana. Pero esta vez iría solo.
Como nos ocurre cuando no nos atrevemos a entrar en una piscina si el agua está demasiado fría, al principio también me daba un poco de miedo. Por primera vez, iba a montarme en uno de los autobuses eslovacos que recorren hasta el más pequeño pueblo del país. ¿La razón? La huella que le ha dejado el comunismo. Tendría que hacer transbordos y controlar el tiempo exhaustivamente para poder llegar a tiempo a todas las paradas. Un retraso, aunque solo fuera de unos minutos, podría suponer una espera de horas y horas.
Durante varios días, estuve reflexionando sobre dónde ir en esta ocasión. Primero, rodeé en el mapa las montañas de Poloniny, un Parque Nacional que está en el extremo este de Eslovaquia. Pero, con la altitud, habría mucha posibilidad de que las nevadas me impidieran llevar a cabo mi proyecto de senderismo, así que lo descarté y pensé en algo que estuviera más al oeste. Aunque en esta parte hubiese el mismo problema, el patrimonio que se encuentra en la zona de Polonia es mucho más rico y supone una buena alternativa si las condiciones meteorológicas no acompañan.
Día 1: matices andaluces en Levoca y alpinos en Zdiar
Me suena el despertador a las 6:30 h: el tiempo es oro. A primera hora de la mañana, llego a una estación de autobuses, que ya está hasta arriba de viajeros, sobre todo de estudiantes. En la vía 1, desde donde salgo hacia Levoca, a 53 kilómetros de Presov, hay una pareja besándose. Con mi mochila por equipaje, comienzo el viaje.
Al mirar los montes que rodean la carretera, me sorprende ver que no hay ni rastro de la temida nieve. De hecho, hasta el cielo se está despejando; se puede ver el horizonte. Son las 8 de la mañana y el autobús no va muy lleno. Después de pasar por un túnel de cinco kilómetros (Branisko) y las resistentes ruinas del castillo de Spis, veo claramente a mi derecha las murallas de Levoca. Están protegidas a su vez por unas murallas de hormigón, muy poco estéticas, que las separan de la carretera.
La ilusión andalusí de Levoca
Justo en este punto empiezo mi visita por esta ciudad medieval. Estoy en la puerta de Kosice, la principal, que es de color salmón. En la parte derecha, me doy cuenta de que hay un cartel de color chocolate que muestra con orgullo el emblema de la Unesco.
Más tarde, me enteré de que, con mucho esfuerzo, en el año 2009, consiguieron la distinción de patrimonio mundial de la humanidad. En 1993, la ciudad había solicitado ser incluida en la lista de la Unesco junto al castillo de Spis, pero los expertos no lo consideraron necesario. No fue hasta 2009, gracias a la petición de extender la zona de 1993, cuando Levoca consiguió la distinción. A pesar de sus modestas dimensiones, su homólogo Bardejov consiguió este reconocimiento algo antes, en el año 2000.
Cuando recorrí los 2 kilómetros de muralla, me di cuenta de que Levoca no juega en la misma liga que Bardejov. El monasterio de los Hermanos Menores, cuya blancura contrasta con la oscuridad del entorno, me salta a la vista. Delante de él, un vecino pasea a su perro. Es el primer vecino que veo. Sin embargo, a pesar de su condición de pueblo, me sorprende que, más abajo de la parte más alta de esta ciudad, Levoca tiene pisos de diez plantas. En Eslovaquia, mi vida en un pueblo podría ser en una vivienda social, como un COFD ambientado en la Unión Soviética.
Al entrar en la ciudad fortificada, una zona en la que la velocidad permitida es de 30 km/h, hay que ser muy prudentes antes de cruzar de una acera a otra. Los eslovacos circulan por ahí como si de una avenida grande se tratase. Pero frena bruscamente en los resaltos de cincuenta centímetros de altura. Es simplemente como precaución para no rayar el BMW. Una precaución ridícula.
La plaza principal de Levoca, Majstra Pavla, en la que se encuentra el ayuntamiento, en el centro. Destaca por su estilo arquitectónico gótico (del siglo XVI). A la derecha del monumento, la celda de la vergüenza, que siempre ha mostrado a todos a los ladrones y criminales.
Vuelvo a la plaza principal Majstra Pavla. Aunque algo deteriorados, los interesantes albergues de las calles adyacentes empiezan a anunciar sus menús. Cuando salgo por el otro lado, el ayuntamiento, en el centro entre dos iglesias, me parece un espejismo. Pintado totalmente de blanco crudo, se abre hacia la place con unos arcos, como hubiese sido el patio exterior de un palacio andaluz. Alrededor, encontramos las típicas casas de colores medievales, como en todos los cascos antiguos de las ciudades de este país.
Aquí, encontramos sin duda lo mejor de Eslovaquia. Si solo pudiera visitar una ciudad en toda Eslovaquia, sin duda, sería Levoca. Cuando veo el palacio de Thurzo, con su fachada púrpura, sus ventanas en color ocre, la cenefa en las almenas del ático, siento que me he ido a Oriente por su sobresaliente decoración.
Ver o no ver el mayor retablo del mundo
Mi curiosidad se agudiza, y roza la impaciencia, cuando me acerco y veo la basílica de Santiago, que alberga el mayor retablo del mundo (18, 62 metros). Las entradas, como se puede leer en un cartel que hay en la puerta, se compran en la oficina de turismo y las visitas duran media hora. Así que, me dirijo corriendo a la oficina. «Zatvorene» (cerrado). El portero, que tiene su oficina justo enfrente, me lo confirma. ¿Cómo? Según los horarios, no puedo comprar las entradas. No quiero que me pase como en Bardejov e irme sin haber visto la basílica. ¡No ver una obra de arte como esta es una auténtica pena!
A pesar de la corriente de aire frío, decido esperar en la puerta de la iglesia hasta que sea la hora de la siguiente visita prevista, o sea, a las 11: 30 h. Pero, buscando un sitio para sentarme, encuentro enfrente, en la fachada de la comisaría de policía municipal, un cartel que dice: «se venden entradas para la visita de la iglesia». Voy a toda prisa. Cinco minutos más tarde, empieza la visita.
A pesar de mis conocimientos de eslovaco, la explicación de que da la guía a los locales me suena completamente a chino. Para compensarlo, me ha dado un folleto plastificado en inglés, aunque no es muy completo precisamente. No sé si es por estar algo lejos del retablo, pero a pesar de su impresionante aspecto, no me gusta tanto como había imaginado. Me lo imaginaba más en relieve, más imponente, más majestuoso. ¿Está prohibido echar fotos? En comparación, el retablo más grande de Francia, que está en los Pirineos Orientales en Prades, me impresionó más.
Al final, me llama más la atención la cátedra, que sin duda es única. En la parte de abajo, se ve a Moisés y sus diez mandamientos situados en columnas. Al fondo, se ve a Jesús en lo más alto señalando las esculturas de madera blanca que representan escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Del húmedo ambiente del edificio, salgo refrescado. Suenan las campanas de mediodía. Ya en tierra, voy a calentarme durante una hora en un restaurante de la ciudad. Allí, pruebo mi primer plato de pescado, que escasea tanto en este país.
En las dos horas que me quedan, voy paseando hasta la basílica menor de Marianska Hora, situada en una colina a 760 metros de altitud, desde la que se ve toda la ciudad. La tierra, de colores marrones, parece desnuda; en el cielo azul no hay ni una sola nube. La carretera asfaltada, rodeada de árboles cuyas ramas están vacías, asciende en solitario. Poco a poco, Levoca, rodeada por sus murallas, con los relieves sombríos del invierno en el paraíso eslovaco, se va mostrando. En lo más alto, una monja se pasea en el jardín trasero de la basílica. ¡Y pensar que puede disfrutar de este paisaje a diario, que vive junto a este mausoleo! Los hay mimados por Dios...
Como oveja descarriada en Zdiar
Los montes Tatras vistos desde la carretera E50, de camino a Poprad.
Desde la carretera que lleva a Poprad, los montes Tatras, nevados y empinados, aparecen en el tranquilo y curvado paisaje. Los admiro durante una hora. Estoy en esta cima, sentado en un banco en la estación de autobuses de Poprad, mientras espero el autobús para ir hasta Zdiar, ciudad en la que pasaré la noche. De tamaño gigante y color rosa chillón, el panel publicitario me impide contemplar en su totalidad el espectacular paisaje.
Conmigo, llega también la noche a Zdiar, un pueblo histórico a 53 kilómetros al noroeste de Levoca, conocido por los montes Tatras, a 900 metros de altitud. Me bajo en la primera parada del pueblo. Creo que es el centro del pueblo. En realidad, estoy en el número 30, pero el sitio en el que voy a cenar, y que está en el centro, es el número 300. A la izquierda veo los enormes Tatras. El pueblo se extiende varios kilómetros a orillas del río. ¡No está nada mal! Tengo que andar bastante.
Por el camino, me sorprende encontrarme con unas diez pensiones. En muchas tienen la luz apagada, en otras te dicen «nie» (no) y en muchas otras había que reservar. Las tinieblas cubren el río, los blancos Tatras y las rústicas casas de madera. Tengo que seguir andando por la carretera y no hay acera, pero aun así continúo. Polonia está a pocos kilómetros de distancia.
Ya entrada la noche, de repente escucho música anticuada en una cuesta desértica. ¡Mi restaurante! Por fin estoy en el centro del pueblo. Son las 19 h. Entro en una calle que va hacia las praderas. Veo salir a dos hombres que ríen y dicen algo que no entiendo. ¿Acaso soy como una oveja descarriada?
Interior tradicional del restaurante Zdiarsky Dom, una noche de marzo.
Agotado, entro en el restaurante que he visto justo enfrente Zdiarsky dom, que está decorado con troncos de madera. Pido una comida tradicional. De primero, una sopa, como se suele hacer aquí: la kapustnica, de col y chorizo. Después, un plato pesado, pierogi, que son una especie de ravioli rellenos de puré acompañados, como si el plato no fuera ya lo suficientemente completo, por un recipiente lleno de nata.
Sin embargo, quemo algo más de calorías porque me pongo en camino otra vez en busca de un hotel. El cartel de un supermercado indica que estamos 0 ºC, así que no me apetece demasiado dormir a la intemperie, aunque el cielo esté despejado esta noche.
Paso por delante de los número 300, cuando una señora mayor, que está paseando a su perro, me saluda. La señora se detiene; parece interesarse al verme tan solo. Intento articular un par de frases en eslovaco para explicar mi situación. La mujer me interrumpe: «hablo inglés». Y continúa: «¿de dónde eres?. De Francia, le digo. ¿Dónde te alojas? Aun no he encontrado nada. ¿No has reservado ningún hotel por Internet, como se suele hace hoy en día? No. ¿Por qué? Por... la aventura, lo imprevisto..., trato de justificarme buscando la palabra correcta. La diversión, afirma ella. Sí, eso es, digo entusiasmado».
Le conozco si conoce algún albergue en Zdiar. «¿Has pasado por la iglesia?, me indica. Sí. ¿No has visto Ginger Monkey, el albergue? Tienes que ir por la calle que sube a la izquierda, por ahí, me indica con el dedo. Son jóvenes y muy buenos. Hablan inglés y puede que francés ».
Me pongo en camino hacia la iglesia. No estoy convencido del todo. Habría visto un albergue si lo hubiera. Y, sobre todo aquí, en un pueblo de 1200 habitantes. Pero, efectivamente, a mano izquierda hay una calle que sube. Al final, se ve un pequeño edificio rojo y amarillo que me recuerda a los colores de los dibujos animados. Están encendida. En la terraza, hay una chica morena y regordeta fumando. Al ver que me acerco cautelosamente, me pregunta: «¿puedo ayudarte? » Es Dominica, que no solo tiene camas disponibles, sino que además habla francés.
En la entrada, me explica que hace cuatro años que estudia francés y me enseña su libro. Una chica inglesa, rubia con el pelo despeinado debajo de un sombrero, se une a nuestra conversación. «Hola, yo soy Katia», se presenta. Esa noche es la primera vez que tengo una conversación en inglés con un nativo. Está aquí porque, tal y como cuenta con su acento de rock and roll, «estuve en Budapest una semana de vacaciones y,
bueno, quería algo de naturaleza, de aire fresco». Al fin y al cabo a mí me pasaba lo mismo. Desde que salí de Francia, esa noche en Zdiar, es la primera que paso en el campo.
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