Perder un tren puede esconder un encuentro. La conquista del Oeste...eslovaco (7/8)
22 de mayo de 2016
Día 7
Si se pudiera leer el futuro en la infusión como en los posos de café, habría podido adivinar esa mañana que aquel día estaría marcado por "falta de suerte".
Para visitar la cueva helada de Demanovska a las 11 h, tenía que coger el tren de las 8 h 45 min para hacer trasbordo en autobús en Liptovský Mikuláš a las 10 h 15 min.
Por tan solo un minuto, perdí el tren. De hecho, el autobús que salía de mi hostal en Žilina, llegaba a la estación a las 8 h 35 min y mi tren se largó a las 8 h 34 min. El problema es que el horario que había consultado en la página de trenes estaba mal. Pero bueno, existen este tipo de casualidades que provocan que la cadena, que podía haberse seguido, no se siga. Treinta segundos de más parados en la cola, y habría llegado al tren. Si no me hubiera llevado a la boca aquella infusión el el hostal antes de salir, habría llegado al tren. La ley del transporte público es muy estricta.
Eslovaquia se ríe de De Funès
Coger el siguiente tren me permitió, sin embargo, vivir lo que no habría vivido si mi plan hubiese ido sobre ruedas. Mientras buscaba un compartimento para ir a mi aire, encontré uno, en el que había una mujer, que me pareció apropiado. Deslicé la puerta de vidrio, porque estaba cerrada. No quería molestar, pero lo intenté igualmente, atraído por la cara seria del personaje, enmarcada con una cabellera morena y ondulada. Sin haber pronunciado yo ni una palabra, ella empezó a gesticular para decirme: "siéntate, no hay problema".
Primero, me dijo que no hablaba inglés, pero la verdad es que se manejaba bastante bien con algunas palabras. Su torpeza me hacía pensar que quería desenvolverse, que era muy habladora. Hablamos con y sin idioma, con y sin sonido, "en extranjero", como dice la expresión del periodista Albert Londres.
En cuanto supo que yo era francés, me sorprendió contándome batallitas y estereotipos comunes entre extranjeros. No me mencionó ni los viscosos caracoles, ni las ranas asquerosas como sus compatriotas.
Para ella, de Francia se conoce a Belmondo o Bardot, pero insistió sobre todo en Luis de Funès. Me recitó títulos de películas: "El Gendarme de Saint-Tropez" o "El Gran Restaurante". Mientras que hablaba de comedia, inconscientemente se le hinchan los mofletes, es como si las levantara con las manos, y luego se endurecieron sus sabios rasgos. No paraba de reír cuando le conté, bastante limitado por el idioma, mi viaje a Eslovaquia. En realidad, parecía que su sonrisa nunca se apagaba.
Y en sus ojos se podía leer la alegría de una vida que llegaba al umbral de los cincuenta años. Pero apenas se le marcaban las arrugas. El azul de su iris, tan claro como el cielo del día, parecía estar aun más lleno de via cuando me contaba que era madre de tres niños. De hecho, iba a recoger a dos, que habían ido a hacer senderismo por el Bajo Tatra con su marido.
De repente, antes de bajar, me puso en un aprieto cuando me preguntó por mi religión y por el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. El azul de su iris se volvió más frío, como el de un cielo de invierno. "Es algo terrible, millones de personas muertas en los campos. Hay que recordarlo, para que no vuelva a suceder. ", creí entender en su eslovaco que, exageraba y repetía para que, más o menos, pudiera entender su pensamiento.
Pero, ¿por qué pasó de la conversación sobre la lluvia y el buen tiempo a esa etapa de malos tiempos en la historia? "Estoy viva", dijo. Para ampliar el discurso incompleto que me estaba dando, me regaló un trozo de papel, con la página web de la fundación judía internacional. "También está en francés, ya lo verás", añadió para invitarme a entrar en la página. Finalmente, no me desagradaba tanto haberme tomado un momento para beberme la infusión aquella mañana.
Búsqueda desesperada del hotel
"Parada Liptovský Mikuláš". Me bajo. Antes de visitar la cueva helada, quería dejar mi pesada mochila que iba llena de dos botellas de vino que había comprado en el oeste de Eslovaquia.
Caminé hacia el hotel, orientado por mi guía en papel, un poco alejado del centro. Menudo cabreo cuando leí que la recepción del edifico no abría hasta las 16 h. Solo eran las 10 h. ¿Volver a hacer los dos kilómetros hasta el centro cargado como una burra? Gracias, pero no. Así que les pedí a los camareros del bar Zimny Stadionque (pista de patinaje), que había frente al hotel, que me vigilaran a mi pareja de viaje. El bar cerraba a las 23 h. De todas formas, esperaba haber vuelto de la visita de la cueva a esa hora.
Aunque al final pude entrar a la cueva helada (por cierto, decepcionante, ver "en las entrañas de Eslovaquia 3/3"), me perdí la visita del museo al aire libre (Shanzen) de Martin. Un shanzen, tipo de lugar común en Eslovaquia, reúne réplicas de casas tradicionales del país. El sitio cerraba a las 18 h y yo llegué a las 18 h. Sabía que iba muy justo, pero como no tenía nada mejor que hacer ese día, decidí probar. No hubo suerte.
La plaza principal de Liptovsky Mikulas, a las 23 h.
A las 18 h, tuve que volver desde Martin a Liptovsky Mikulas, así que me alejé unos 70 kilómetros al oeste. No tenía otra opción; había dejado mi mochila en Mikulas. Entre lo que estuve esperando y lo que tardé en hacer trasbordo en Vrutky, donde además el tren llegó tarde, llegué a la cafetería en la que me esperaba mi mochila, intacta, sobre las 22 h. Pero el hotel de enfrente, que estaba cerrado a la 10 h de la mañana, aún lo estaba a esas horas de la noche.
Así que volví al centro, donde encontré un hotel bonito, que había reservado por teléfono mientras esperaba el tren en Martin. Como se suele decir en gimnasia, la cadena de piruetas de aquel día había sido un desastre...
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