Mi último día en las Landas

Publicado por flag- Julen Diez — hace 4 años

Blog: Francia sureña
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Ya era el último día de nuestras vacaciones en las Landas. Solo nos quedaba un día para disfrutar de aquella Francia silenciosa, así que queríamos hacer algo diferente, algo que no habíamos hecho los días anteriores... Y se nos ocurrió que podíamos pasar el día disfrutando de un largo paseo en bicicleta. Y más aun sabiendo que las Landas eran llanas. ¡Qué digo yo, llanísimas!

No hizo falta que discutiéramos para llegar a la conclusión de qué era lo que realmente nos apetecía hacer a todos nosotros. Y sin más dilación, nos acercamos al pueblo para ir a una tienda de alquiler de bicicletas, a pesar de que en el propio camping ya existía un servicio de este tipo, aunque se caracterizaba por tener precios mucho más elevados.

Fuimos a una pequeña y modesta tienda al este de Vieux-Boucau-Les-Bains y preguntamos sobre el tipo de bicicleta que nos vendría mejor para ir y volver de Capbreton, un pueblo portuario a media hora en coche.

El dependiente nos guió en nuestra ignorancia basándose en nuestra experiencia con el uso de este tipo de vehículo, y nosotros nos decantamos por la de montaña aunque la nuestro paseo fuera a desarrollarse por carretera, en su mayor parte. Probamos las bicicletas, pagamos el precio por su alquiler y salimos del pueblo al instante.

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El principio de la travesía fue bastante cómodo: nos metimos por las calles del pueblo pasando entre la gente, carritos de bebé y algún que otro coche. Pasamos junto al lago que dominaba todo el pueblo, el cual lo volveríamos a ver más tarde, a  la vuelta de nuestra excursión.

Proseguimos con el camino dejando atrás la laguna y nos incorporamos a un camino que fluía dentro de una arboleda que nos llevaría hasta la carretera.

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Al llegar a la carretera, pudimos comprobar que habían incorporado caminos exclusivos para el uso de ciclistas. Nos pareció perfecto, así, nuestro pequeño viaje sería mucho más cómodo, pero sobre todo, mucho más seguro. Nos cruzamos con pocos turistas, por lo que el trayecto nos pareció más que placentero, junto con el cielo soleado sin rastro de nubes, algo que nos era por el momento muy favorable. 

Los infinitos pinares nos acompañaban mientras pedaleábamos. Las Landas son un espacio verde, ecológico y lleno de frescura. La vegetación lo invadía todo, oíamos a los pájaros mientras nos apañábamos con nuestras bicicletas, un sonido  que a veces era interrumpido por el sonido del motor de los pocos coches que circulaban por aquellas llanas y rectas carreteras.

Pasaban los minutos y también alguna que otra hora. No pensábamos que la travesía se nos fuera a alargar tanto. Cuando planificamos la ruta no nos pareció tan larga, es decir, si Capbreton estaba a treinta minutos en coche, pensábamos que en bicicleta no sería mucho más, o que por lo menos no habría tanta diferencia en cuanto al tiempo, pero nos la jugaron.

En la primera media hora de travesía, al ver que aún no habíamos alcanzado el primer pueblo, se nos empezó a hacer un poco largo.

Aún así, no quisimos desanimarnos e hicimos hacía adelante. Teníamos toda la tarde por delante.

Solamente  la oportunidad de disfrutar de preciosas vistas que nos rodeaban nos incitaba seguir. Todo parecía intacto, no había ni un solo árbol cortado, estaba todo en su forma natural, sin excavadoras ni zonas vacías de verde. Y como ya he mencionado anteriormente: tampoco pasaban muchos coches, así que no se veían muchas emisiones. Esas de las que salen de los tubos de escape.

Y hacía muy buen tiempo, algo que nos pareció bien favorable.mi-ultimo-dia-las-landas-e45720084712f9f

Seguimos avanzando y después de cruzarnos con ciclistas, coches y alguna que otra cuesta, por fin llegamos a una de las rotondas principales para desviarse al primer pueblo: Seignosse.

Ahí, por suerte, vimos que había una zona de descanso y de pic-nic, y aprovechamos para quedarnos ahí un rato y comer algo. Era un sitio muy verde y espacioso para hacer una merendola.

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Pero no nos podíamos quedar por mucho tiempo, las horas estaban yéndose muy deprisa.

Cogimos las bicicletas y apresuradamente continuamos con nuestra ruta. Un rato más tarde, nos dimos cuenta que el camino pensado para las bicicletas no estaba construido durante todo el trayecto, y a partir de un momento, dejó de existir.

Queríamos llegar a nuestro objetivo, y no tuvimos más remedio que seguir por la carretera, al lado de los coches, lo que suponía un riesgo para nosotros. Pero lo teníamos que hacer.

Andamos por la carretera la mayor parte del camino, pero a pesar de tener que estar muy atentos a los coches y a pesar del hecho de que casi nos atropellaron, y varias veces, he de decir que sí mereció la pena montar en bicicleta, porque las Landas están hechas para visitarlas en ese tipo de vehículo y no en coche.

Es algo que tienes que hacer una vez en tu vida porque de verdad que todo esfuerzo tiene su recompensa y la recompensa, en este caso, era disfrutar del paisaje de la Aquitania más pura.

Era algo que se debe hacer sí o sí en el caso de que vayas de vacaciones a las Landas.

Y lo digo en serio.

Os prometo que vale la pena, incluso para alguien que no es fan de los deportes como yo. Hace años que no me montaba en bicicleta y no me arrepiento de haberlo hecho esta vez, fue una experiencia muy bonita para mí, aunque terminé agotado.

Pero a lo que iba:

Después de un largo camino en dirección recta, llegaron las curvas y más curvas, y cuestas.

Pero no cuestas normales y corrientes, aunque sí lo fuesen para los coches.

Las cuestas para nosotros eran gigantescas y muy empinadas; a veces perdía la esperanza de todo y no me veía a mí mismo arriba, en la punta de la cuesta.

Pero no teníamos otra opción, ya no nos podíamos echar atrás. Nos miramos con confianza y cogimos los pedales con las fuerzas que nos habían sobrado anteriormente, y de la misma manera, subimos.

Nos costó mucho, incluso hubo un momento donde personalmente me tuve que bajar de la bicicleta porque no me encontraba a gusto y estaba muy cansado. Pero por fin llegamos a la cima, ahora solo faltaba bajarla (me quedé con cara de tonto) y luego descubrir más cuestas a lo lejos. Nos estaban tomando el pelo.

Poco más tarde llegamos al primer pueblo, Soorts-Hossegor. Un pueblo literalmente y prácticamente al lado de nuestro destino, que además era famoso por sus festivales y competiciones de surf.

Nos aliviamos mucho al pensar que ya habíamos llegado y que finalmente tendríamos un rato para sentarnos y comer, pero aquello no era el centro del pueblo. Todavía estábamos en las afueras, en los barrios de los chalets y las casas con jardín. Todavía no había terminado el juego.

Nos tocó pedalear más y rezar mucho para llegar al centro en tiempo muy corto, y, a poder ser, en un futro cercano. Por suerte, a medida que nos adentrábamos, aparecían casas con más de dos plantas, aceras, pasos de cebra con peatones y el Ayuntamiento. Se notaba que aquello era el comienzo del pueblo, pueblo.

Y en un abrir y cerrar de ojos, sin darnos cuenta, nos alegramos mucho al vernos paseando entre tiendas de ropa, apartamentos, aparcamientos para coches y mucho movimiento.

Aquello fue nuestro momento para poder aparcar y poder disfrutar de todo lo que no requería llevar bicicleta, porque yo ya estaba un poco harto.

Al fin pudimos dejar las malditas ruedas con asiento. Colocamos los candados y nos metimos por las calles hasta llegar a la calle principal, el cual estaba lleno de boutiques, gente por todas partes y bares a reventar de clientela.

Había mucho más ambiente que en Vieux-Boucau-Les-Bains, aunque yo seguía siéndole fiel.

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Y sí, había mucho más ambiente, aunque esta foto diga lo contrario. Esta calle no era la principal, además. Cuando estuve en la principal, me escocían demasiado las manos como para sacar fotos.

Estuvimos viendo tiendas por fuera y al terminar la calle, quisimos cruzar el puente que teníamos delante de nuestras narices porque teníamos curiosidad de lo que había en el otro lado.

Y porque no teníamos ni idea de lo que tenía para ver Hossegor. Nosotros ya nos habíamos hecho una idea  de lo que ver más o menos en Capbreton, que sería el puerto deportivo y la Gran Vía, si se le puede llamar así. Pero no teníamos ni idea de lo que había para ver en Hossegor.

Sin embargo, ni siquiera habíamos dado el primer paso por del puente cuando empezó a llover. Nos impactó mucho aquel cambio meteorológico porque no teníamos previsto traer paraguas ni nada de ese estilo.

Es más, ya habíamos mirado y chequeado el pronóstico en Internet y no aparecía ninguna advertencia sobre que iba a llover. Nos la jugaron, aquella vez sí que nos pillaron por sorpresa.

La llovizna se había transformado en una lluvia más intensa y nos tuvimos que cubrir en algún refugio para poder sentarnos y esperar a que saliera el sol. Y aprovechando que estábamos encima del puente, bajamos las escaleras a su esquina, que terminaban en un largo parque a la orilla del río.

Apurados, accedimos al hueco de debajo del puente, aunque no por un largo tiempo, pues la lluvia no duró mucho. Ya tuvimos la oportunidad de salir y de conocer el pueblo sin la molestia de la lluvia. El cielo se había aclarado de color, pero no de nubes. Por suerte, aquellas nubes no parecían contener lluvia ni tener la intención de soltarlo.

Aprovechamos que estábamos al borde del río para poder pasear junto al agua y junto a las gaviotas hasta que llegásemos al puerto deportivo. Aquel parque era el mejor atajo para ir al puerto porque, lógicamente, el río pasaba por ahí antes de desembocar en el mar atlántico.

El paseo fue muy agradable. Lo iniciamos atravesando grandes y fuertes árboles con varias bicicletas aparcadas y apoyadas en sus troncos, un par de mesas de madera a sus lados y con docenas de parejas sentimentales ocupándolas.

Era precioso, nada que ver con los pinares del norte.

Recorrimos todo el caminito hasta llegar al próximo puente, y subimos las escaleras para encontrarnos con el puerto deportivo de Capbreton.

El cielo no ayudaba mucho porque estaba bastante gris y el puerto no se apreciaba como debía ser. Aunque cabe destacar que sí pudimos apreciar su inmensidad, su amplitud y su cantidad de barcos que estaban aparcados. 

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Y sin importar el hecho de que empezara a chispear un poco. Eso no nos impidió seguir contemplando el puerto.

Nos gustó tanto que lo queríamos rodearlo e ir de punta a punta, pero teníamos poco tiempo para trasladarnos al otro lado donde estaba toda la Gran Vía de Capbreton. La Gran Vía también era algo que nos moríamos por ver, pero fue una gran pena no disponer de tiempo suficiente para visitarla. Al menos pudimos contar con el puerto como parte de nuestro viaje.

Pero seguíamos con la maldición de la falta de tiempo, de todas formas. Estuvimos aproximadamente media hora en el puerto porque ya había llegado la hora de marcharnos y volver al pueblo. Suspiramos con mucha pena y cruzamos varias calles de chalets y de mansiones para poder llegar a la calle principal de Hossegor, donde nos reconciliaríamos con nuestras bicicletas, aparcaditas y formalitas.

A la vuelta tuvimos la suerte de no encontramos con muchos coches, pero de todos modos el camino se nos hizo muy longevo e incluso más duro que el camino de ida. En total, habíamos hecho 41 km, y yo no era persona, no me veía como tal. Eso era demasiado para mí, para mis piernas y para mi cuerpo en general.

Horas más tarde de salir de Hossegor (más que las de ida), pudimos recibir la esperadísima bienvenida de nuestro pueblo, nuestro querido pueblo. Volvimos a entrar por la arboleda y volvimos a pasar de largo una vez más el lago y cruzar las infinitas calles. Volvimos a hacer exactamente lo mismo que a la mañana hasta pararnos en la tienda de alquiler de bicicletas para poder dejarlos y volver a ser transeúntes. Qué alivio más enriquecedor.

Tomamos un descanso y volvimos al centro del pueblo con el objetivo de poder sentarnos en un bar y tomarnos unas bebidas tranquilamente para alargar el tiempo de recobrar fuerzas. Aquellos descansos eran la bomba. Hacían más efecto que cualquier sesión de fisioterapia.

Pero todo momento tiene su fin, y a ése le vino muy pronto, al menos para nosotros. Todavía teníamos que ver el lago antes de volver al camping, y dado que el cielo se estaba oscureciendo gradualmente, no desperdiciamos más tiempo y fuimos directos a la laguna: Le Lac Marin de Port d'Albret.

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El lago era el rey de la zona, era lo que atraía a las grandes masas y lo que dominaba y creaba el turismo en aquel pueblo relativamente pequeño. El lago era la única atracción turística, donde se practicaban los pedales, las canoas y muchos más tipos de deportes acuáticos. 

El lago estaba formado por diferentes playas, dos grandes (donde se bañaba normalmente la gente y donde había socorristas) y varias pequeñitas, donde la gente solía ir a pescar. Alrededor del lago, se podían ver hoteles, mansiones y campings, además de un camino que lo recorría entero, ideal para montar en bicicleta o dar un paseo a pie.

Queríamos recorrerlo entero, lo pensamos muy en caliente, sin recordar todo lo que habíamos caminado ese mismo día y sin recordar a nuestros cerebros cuan cansados estábamos. No fuimos conscientes de ello hasta más tarde.

Empezamos con el paseo por el lado este, por el camino de madera, el cual llevaba a su desembocadura y a la playa. Era una caminata muy agradable y realmente relajante; el sol ya había salido y teníamos los pies descansados. Era todo perfecto.

Y cabe destacar que las vistas eran espectaculares, sin duda.

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Continuamos con nuestro paseo y después de pasar por debajo de muchos hoteles, restaurantes y chocarnos con más paseantes como nosotros, llegamos al punto de donde mejor se veía el mar: la desembocadura del lago, con un puente de madera que unía todo el lago y el cual resultaba ser realmente adorable. Incluso tenía apoyaderos para las cañas de pescar, un detalle muy original y bien pensado para los aficionados.

Cruzamos el puente y el entorno cambió radicalmente con un camino hecho de piedra y sombras propias de los árboles, no más de los hoteles. Todo aquello estaba acompañado de la primera playa que habíamos visto desde que comenzamos con el trayecto. Era de esperar el hecho de que no nos alejamos mucho del puente cuando decidimos hacer una paradita y bajar a la playa para disfrutar de las vistas al lago.

Lo primero que notamos al pisar la playa fue que la arena no estaba del todo seca todavía y que estaba un poco sucia con trocitos de ramas y con alguna que otra bolsa de plástico, algo que me decepcionó bastante. No me entraba en la cabeza cómo la gente podía ser tan descuidada teniendo un paisaje tan especial y único como era aquello.

Recogimos un poco la basura esparcida y, mientras paseábamos lentamente por la orilla, nos catamos que había un barquito verde apartado y abandonado entre la arena y los arbustos. Era un barco hecho de material no muy bueno ni resistente, pero tenía algo que no me dejaba quitarle los ojos de encima.

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También vimos que a lo lejos la playa había ido aplanada por alguna máquina y se habían quedado las marcas de las ruedas, mezcladas con un poco de barro. Sin embargo, disfrutamos muchísimo de las vistas del lago reflejando el cielo y de la islita que se situaba en el centro de la joya.

Subimos de nuevo al camino de piedra y nos sentamos en un banco solitario pero perfecto para no parar de disfrutar de la panorámica, pero desde otro ángulo.

Pero el banco no solo nos vino bien para contemplar la naturaleza que de hace tiempo nos acompañaba en el paseo, sino también porque el camino a través de todo el lago se haría muy largo y habíamos hecho demasiados kilómetros a lo largo de todo el día como para hacer un par más.

Finalmente, después de no pensarlo mucho, decidimos no dar la vuelta entera y nada más levantarnos, volver al pueblo (o más bien, bungaló) en lugar de alejarnos de ello.

Lo echaríamos de menos, lo hago desde entonces.

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