Recorriendo Escocia (IV)

Amaneció el cuarto día y ya estábamos en el ecuador del viaje. Para comenzar la jornada que marcaría la mitad de nuestra travesía empezamos con el mejor desayuno escocés que pude degustar, y la clave era la gran variedad que nos presentaban en el Aviemore Resort. El comedor de la cena se había convertido en un buffet libre con cocineros distribuidos a lo largo de una barra, dispuestos a cocinarte al momento los huevos a tu gusto. Había varios tipos de judías, champiñones hechos de formas diferentes, dos tipos de salchichas y de beicon (inglés y la típica panceta de cerdo ahumada); todo ello preparado para que pudieses elaborar a placer la combinación de desayuno escocés que más te apeteciese.

Nuestro primer destino era el célebre Lago Ness, ese lugar que, con sus 37 kilómmetros de longitud y 226 metros de profundidad, constituye el lago más conocido de Escocia (y quizás del mundo) por la posibilidad de ocultar en su fondo al monstruo mítico más famoso del mundo.

La empresa del tour había contratado un crucero con la empresa Loch Ness by Jacobite (cuyas rutas también pueden contratarse de forma independiente y ofrecen opciones en español, alemán, francés, inglés y chino). Nuestra opción de tour salía desde el Puerto de Clansman, duraba una hora y finalizaba en la orilla de las inmediaciones del Castillo de Urquhart.

El autobús nos dejó muy pronto en la zona del puerto, con unos 45 minutos para descansar, aunque más bien la palabra adecuada no era descansar, sino hacerse fotos con la estatua imitando a Nessie (“el monstruo del Lago Ness”) y dedicar una gran cantidad de tiempo en la enorme tienda que era lo único que había en todo el puerto. No había visto nunca una tienda de regalos así, había de todo y bueno la gente se volvió loca comprando; si vais a Escocia y queréis llevar suvenires a alguien, os recomiendo encarecidamente esperar todo el viaje hasta llegar a esta tienda porque podréis encontrar lo mismo que en las demás y mucha mayor variedad, todo ello concentrado.

Después de ese tiempo, la guía nos llevó hacia el lugar de salida del barco por lo que fuimos bajando la cuesta de tierra desde la tienda de regalos, y en ese momento se puso a llover, primero ligeramente como si fuesen unas pocas gotas, pero en cuanto nos montamos en el barco pareció iniciarse el diluvio universal. Los valientes como mi padre y yo nos quedamos arriba con el chubasquero-abrigo como única protección (como ya dije casi obligatorio para viajar a Escocia).

La gran parte de los pasajeros se quedaron en la parte de abajo, un recinto del barco que estaba cubierto y con bancos de metal en los laterales para poder observar el paisaje desde las ventanas. Arriba también estaban esos bancos metálicos y los pocos que nos negamos a renunciar a una mejor perspectiva y disfrute de las vistas a cambio de sequedad, nos sentamos e hicimos fotos del paisaje sin que hubiese gente en medio. Ese clima de soledad acabó en cuanto la lluvia empezó a remitir pues la gente que se había refugiado para no mojarse, en seguida subió para poder deleitarse con las perspectivas naturales sin el obstáculo de un cristal interior de por medio.

El paseo fue increíble y las vistas impresionantes, las sensaciones de paz y admiración eran inevitables a pesar del barullo que podía formar la muchedumbre en la cubierta. Acercándonos al final de la travesía el cielo empezó a despejarse aceleradamente y así pude disfrutar de dos apariencias distintas del lago: una sobrecogedora que casi inspiraba desasosiego por las tinieblas que se levantaban de esa masa inmensa de agua, la segunda deslumbrante y llena de la magia que solo un paraje natural así puede despertar en una persona.

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Tras una hora culminamos el trayecto con unas vistas panorámicas del conjunto del castillo de Urquhar, cuya presencia en el horizonte rodeamos para poder atracar. Una vez llegamos a tierra, subimos una colina tan verde como toda la extensión de tierra que nuestros ojos podían alcanzar a ver. Lo que había parecido un pequeño complejo de rocas dispersas y fragmentos de construcciones deshechos, se convirtió en un entramado de interesantes recovecos con varios miradores y escaleras. Lo que aparentaba ser insignificante resultó grandioso.

Por una vez invertimos el orden de los factores y antes de la explicación histórica nos dejaron visitar el lugar a nuestro antojo, hacer fotos, detenernos, inspeccionarlo, descubrirlo, sin saber mucho de esas piedras que nos rodeaban. Nos dejaron libres alrededor de una hora. Cuando ese tiempo terminase deberíamos estar en el punto de encuentro que se situaba en lo alto de otra colina tras pasar una catapulta que marcaba el inicio del camino de ascenso hacia el único edificio visible desde el puerto de Clansman. 

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Aunque no lo sabíamos estábamos presenciando las ruinas de establecimiento cuyo origen puede remontarse hasta el siglo V, aunque nada queda de esa primera construcción. Lo que se recorría eran los restos de las refundaciones sucesivas de este castillo desde el siglo XIII hasta que fue destruido en el siglo XVII para impedir que cayese en manos jacobitas, y desde entonces nunca se volvió a levantar.

A pesar de que en un primer momento puedes sentir desconcierto por la amalgama de espacios sin sentido a lo largo de este escenario natural han hay colocados carteles informativos que permiten hacerse una idea de cómo estuvo estructurado el castillo. Cocina, herrería, restos de una capilla, las estancias usuales pero de las que apenas queda nada por el paso del tiempo.

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Este es el tercer sitio más visitado de Escocia por lo que no cabía la sorpresa cuando empezaron a formarse largas colas para subir al mirador principal (la torre más alta que queda en pie) debido a la acumulación de gente. El tiempo libre se acabó y nosotros no pudimos disfrutar de esas vistas ya que esperar en esa fila habría supuesto no poder ver el resto del complejo. Nos encaminamos un poco rezagados hacia el punto de encuentro, nos habíamos entretenido e íbamos tarde. Evidentemente calculamos fatal el tiempo porque el camino de subida al edificio resultó ser mucho más largo y empinado de lo que habíamos supuesto en un inicio.

Por fin llegamos y entramos en el edificio que cómo no, de forma totalmente inesperada (nótese la ironía) era otra tienda de regalos, cabe decir que esta era un poco más original, con trajes y comida que no tenían en el resto. Pero aun así resultó ser simplemente una forma de entretenimiento mientras esperábamos a que acabase el pase de proyección anterior.

Tocaba la segunda parte de la visita, una semipelícula semidocumental que se exhibía en una pequeña sala de cine previa explicación de nuestra guía y del empleado propio de lo que supongo sería la fundación turística del Castillo de Urquhart. Al final vimos varias exposiciones en las que se relata la historia del castillo, pero muy rápidamente porque llegábamos tarde a la siguiente parada y teníamos que estar cuanto antes en el autobús para cumplir el plan establecido.

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Lo de ir corriendo a todos los sitios y tener a una persona que no es que te meta prisa constantemente pero de una forma un poco pasivo-agresiva te recuerda los horarios, es bastante incómodo desde mi punto de vista. Tiene su lado malo para disfrutar del turismo, aunque por otro lado tiene sus ventajas ya que impide que tú mismo incumplas tu planning de viaje dejándote cosas sin ver que tenías preparadas visitar.

De nuevo en el autobús seguimos recorriendo la región de las Tierras Altas cuando se puso otra vez a llover (y el tiempo así todo el rato). La intención era pasar por la región de Wester Ross y ver de lejos Loch Maree, el cuarto lago más grande de Escocia. Las sinuosas carreteras de Wester Ross descubren a ambos lados horizontes de naturaleza salvaje con numerosas montañas cubiertas de abundante y verde vegetación.

Todos estos parajes del norte de Escocia, los pudimos ver solo a través de la lluvia y la ventana del autobús pues solo nos detuvimos en un punto clave, el más turístico durante cinco o diez minutos. En ese momento de parar, la lluvia cesó como con buena disposición para dejar que hiciésemos las fotografías de rigor. Estábamos en una especie de apartadero de coches, con un terraplén de tamaño medio bajo nuestros pies y el autocar aparcado malamente, lo justo para no obstaculizar el tráfico. La visión era bastante bonita la verdad, con dos montañas flanqueando la sinuosa carretera, que en la lejanía se expandía abriéndose hasta el lago. 

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Pasamos de largo el antiguo pueblo pesquero de Gairloch, que a mí me apetecía mucho visitar pero no pudo ser. Y así llegamos a Inverewe Gardens, situados en esta misma región tan septentrional conocida como Wester Ross. Estos jardines son extraordinarios por muchos factores: el primero, su gran extensión, pues ocupan nada más y nada menos que 20 hectáreas de terreno; el segundo, el hecho de que a pesar de encontrarse a orillas del Océano Atlántico en un lugar de vendavales más que frecuentes (cómo yo mismo pude comprobar) alberga entre sus caminos plantas de todo tipo de regiones de lo más variadas cuyo crecimiento ha sido únicamente capaz gracias al microclima en el que se encuentran (creado por los efectos proporcionados por la calidez de la corriente del golfo).

Otro de los elementos que hacen que estos jardines sean tan especiales es el número de especímenes que componen su repertorio, es decir, unos 50.000 ejemplares de alrededor de 4.000 tipos de plantas diferentes.

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Este impresionante complejo fue fundado a finales del siglo XIX por un escocés cuya primera medida fue plantar muchos pinos alrededor del lugar donde quería empezar el jardín, esta inteligente medida permite que esos bosques actúen como cortavientos. Además debía de tener mucho tesón para posibilitar la existencia de estos jardines, porque el suelo de sus terrenos consistía en rocas y turba (muy útil para hacer whisky pero poco para el crecimiento de plantas). Resolvió el problema del suelo mandando traer ingentes cantidades de tierra de otros lugares como Irlanda para hacer posible la fertilidad del terreno.

Determinadas ya las características de este exótico jardín, cabe esperar que recorrerlo fuese toda una aventura. Dentro de nuestro horario de viaje se nos permitieron algo menos de dos horas para intentar disfrutar al máximo posible, con lo que no contábamos mi familia y yo era con la tromba de lluvia que de nuevo empezó a caer cuando llevábamos poco caminando, y con perdernos.

En la llamada “Inverewe House” (que es el establecimiento que administra el lugar con cafetería y tienda de regalos) te dan un mapa y con ese mapa se supone que puedes desenvolverte a lo largo de todas las divisiones del jardín: South Africa, America, Japan, etc. Nuestro objetivo era ver un poco de todo pero fundamentalmente dirigirnos hacia el “High Viewpoint”, vamos, el mirador.

Nos perdimos, nos perdimos muchísimo. Apenas había carteles a lo largo de los caminos y las bifurcaciones eran numerosísimas, además con la lluvia nos empezamos a agobiar y la arena del camino empezó a hacerse un poco barro. Nos encontrábamos de poco en poco gente de nuestro grupo que iban volviendo hacia el principio acobardados por la situación climática; pero nosotros somos muy tozudos y no queríamos rendirnos.

Al final, no sé cómo conseguimos llegar al mirador (con el mapa empapado y roto) y en ese momento el tiempo nos lo agradeció con un descanso de tanta lluvia, aunque aun así las vistas quedaban un poco deslucidas por los nubarrones. Llegamos un poco tarde, esta vez fuimos nosotros los que retrasamos al grupo pero mereció la pena y fue muy divertido.

Con todo, disfruté mucho de la experiencia, asique con sol y tiempo de sobra tiene que ser increíble. Había árboles enormes a escasos metros de plantas tropicales; flores preciosas, hojas extrañas, bambú e incluso una especie de lechugas.

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El final de la jornada estaba reservado para una pequeña excursión a las Cascadas de Measach. Yo pensaba que ya volvíamos al hotel cuando el autobús paró en un extraño terraplén al borde de la carretera, una especie de apartadero, y allí nos hicieron bajar rápido (supongo que porque estacionar allí no era lo más seguro del mundo).

Una vez abajo la guía nos indicó rápidamente un sendero a seguir que se adentraba en un bosque. Se notaba que era una ruta transitada y turística porque lo que al principio parecía un senderito de montañeros, se ensanchó hasta tomar la forma de un cómodo camino. Bueno, cómodo habría sido sino fuese porque pronto descubrimos lo que debían ser los habitantes más molestos e irritantes de toda la zona: los mosquitos. 

Cuando habíamos avanzado apenas 50 metros, empezaron a aparecer unos pequeños, diminutos, mosquitos en manadas. Cuanto más nos adentrábamos más crecía la aglomeración de esos bichos, era imposible mirar hacia delante, abrir la boca o casi respirar. Tuvimos que echarle imaginación para taparnos la boca y casi la nariz, mirar al suelo y creer en que cuando llegásemos a las cascadas habría menos. Esto hizo del paseo algo realmente desagradable y no era corto pues andamos como un kilómetro hasta llegar al primer puente por el que se podían vislumbrar las cascadas; eso sí, las vistas eran inigualables.

Las cascadas se veían a través de dos plataformas paralelas separada una de otra por unos 300 metros. La primera servía para cruzar desde el camino hacia la “acera” contraria, y en ese paso podías pararte para admirar las cascadas que caían a ambos lados del desfiladero. Este es un mal sitio para alguien con vértigo, incluso si no lo tienes pero eres fácilmente impresionable puedes llegar a tener problemas porque los puentes metálicos están hechos en forma de rejilla (como con cuadrados pequeños huecos) e impone un poco ver el vacío a tus pies tan cera. De todas formas se nota que la estructura es fuerte y segura, aunque algunos graciosos del grupo se pusieran a saltar, el puente no tembló apenas. La segunda plataforma estaba rematada por un pequeño mirador en el que entraban unas tres o cuatro personas, perfecto para hacerse fotos, con una valla de seguridad que llegaba hasta la mitad de la altura del brazo.

Fue una visita rápida, cuando ya estábamos cansados y que por la cadencia de gente había que hacer de forma acelerada pues había límite de gente para estar sobre ambas plataformas. A la vuelta los mosquitos seguían allí, por lo que volvimos realmente ágiles para refugiarnos en el autobús que nos esperaba en el mismo apartadero. La lluvia había desaparecido por completo pero todavía estaba algo nublado, y menos mal porque no me imagino este paseo con el aguacero que ya habíamos vivido y encima los mosquitos.

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