Más allá de La Sirenita de Copenhague
¡Hola a todos! Hoy continuaré y, a su misma vez, terminaré con mi viaje por Escandinavia, algo que ya deseaba hacerlo hace tiempo.
Dentro de nuestra estancia en Malmö, al sur de Suecia, nos quedaban solamente tres días antes de marcharnos e ir rumbo a Estocolmo. Por lo tanto, se nos ocurrió completar una de ellas con una visita a Copenhague, la capital danesa que se encuentra a veinte minutos en tren de la ciudad sueca.
Una amiga que nos acompañaba en el viaje ya conocía la capital, así que ya sabía por dónde teníamos que andar y qué deberíamos visitar para quedarnos con buena imagen de Dinamarca. Compramos los billetes del tren y cogimos el primero de la mañana para llegar lo antes posible y para poder disfrutar del día al máximo en esa ciudad llena de joyas.
Llegamos a la estación destinataria a las once de la mañana, una mañana repleta de gente y turistas de todas partes del mundo, sobre todo ingleses y alemanes. La estación se llamaba København H y era realmente impactante ver cuánto movimiento se concentraba dentro de ella y con cuántas tiendas y bares contaba en su interior.
Salimos de ahí después de un cuarto de hora, mientras intentábamos encontrar la salida entre tantos pasadizos y caminos laberínticos.
Lo primero que noté de Copenhague fue que había más turistas y más vida que en Malmö. Mientras que en la ciudad sueca, situada a veinte minutos de ahí, era muy pacífica y muy tranquila, perfecta para vivir, Copenhague era una ciudad muy ruidosa, con las aceras llenas y los pasos de cebra desbordadas mientras cientos de coches esperaban a la luz verde del semáforo. Pero tampoco os asustéis, no era como Nueva York ni como Tokio.
La aglomeración de gente que presencié fue por el simple hecho de que al otro lado de la carretera estaba el parque de atracciones Tivoli, un parque temático muy famoso en Europa por sus pagodas, decoración por todo el recinto y luces que lo iluminaban a la noche.
Cuando nos acercamos a la entrada vimos que había mucha gente esperando, al igual que en PortAventura, y tachamos de imposible la posibilidad de acceder, no teníamos tiempo para esperar a la cola. No obstante, me habría gustado entrar, pues tenía un buen atractivo y solamente con la fachada y con lo que se podía ver desde fuera, como las cimas de las montañas rusas, ya me entraban las ganas y el coraje de esperar toda esa cola para comprar las entradas.
Pero había demasiada gente. Y por si fuera poco, más tarde nos dimos cuenta de que la avalancha de turistas no solo se concentraba al exterior del Tivoli, sino también por toda la ciudad. Cuanto más nos acercábamos al casco viejo, más gente aparecía y menos espacio había por las calles.
Pero aún estando a las afueras, donde se concentraban los pocos rascacielos que había (al menos eso fue lo que deduje después de mi visita) y todo lo moderno, como las casas urbanas, las agencias, el planetario y donde la mayor parte de la población vivía, también se podía ver que ninguna callejuela se libraba de estar vacío ni un solo momento.
Pero en el casco viejo había muchísima gente y, en algunos tramos, incluso demasiada.
Nuestra siguiente parada era el Ayuntamiento, y esperábamos no encontrarnos con mucha gente. No sé si era mucho pedir. El Ayuntamiento me recordaba un poco al de Malmö, aunque no fuesen del mismo estilo. Éste era el doble de grande, está claro, pero la fachada principal era muy parecida a la otra.
Una vez observada su exterior detalladamente, decidimos entrar aprovechando que la entrada era gratuita y que hacía un calor inaguantable. Y la diferencia de temperatura era impresionante, pero también era algo para estar agradecido. Mientras que afuera la temperatura podía alcanzar tranquilamente los treinta grados, dentro del ayuntamiento hacía fresco, entre los diecisiete y los veinte grados.
El interior, además de tener la temperatura ideal, también era espacioso. El ayuntamiento giraba alrededor del patio principal, estableciendo pequeñas salas a sus bordes y ordenados en dos plantas.
El patio estaba vacío, no había más que turistas mirando al techo e incitándome a hacerlo por simple curiosidad. Pero no había nada más para ver, así que subimos las escaleras para ir a la segunda planta y explorar el edificio.
Muchos de los cuartos estaban cerrados y su entrada estaba prohibida para los turistas, pero afortunadamente pudimos acceder a una de las salas más importantes y que mejor recuerdo de aquel día: la sala de bodas. Era una especie de capilla pintada de arriba abajo con colores fuertes como lo eran el blanco y azul y mosaicos por todos lados.
Nosotros, boquiabiertos, nos sentamos en una esquina y como personas formales que éramos, la contemplamos en silencio. Parecíamos niños castigados. Pero el castigo fue lo mejor que nos hubiera pasado. Era una obra de arte.
Más tarde, vimos que pronto se iba a celebrar una boda en esa sala, así que no discutimos y salimos de la primera planta para echar un vistazo al jardín trasero del ayuntamiento, un recinto silencioso y muy modesto.
Después, volvimos a la plaza y nos dirigimos a una de las calles principales de la ciudad: Frederiksberggade. Ya a tempranas horas del día, la vía estaba repleta de gente, de turistas y de burros afuera de las tiendas o de mostradores de postales en las puertas de las tiendas de regalo.
Era una calle dedicada al ocio y al arte de comprar. Por tanto, estaba llena de restaurantes, tiendas de marca, heladería y mucha más variedad de lo que encontraría en mi lugar de residencia, por ejemplo.
Frederiksberggade era considerablemente larga, y nosotros no estábamos buscando un sitio para comprar cosas, exactamente. Lo que nosotros buscábamos eran atracciones turísticas como museos, palacios o plazas, y en la primera plaza que cruzamos, el cual se llamaba Nytorv, aprovechamos la oportunidad de desviarnos e ir hacia abajo, hacia el canal.
Y no tardamos mucho tiempo en llegar, la verdad que no nos imaginábamos que estuviéramos tan cerca de la costa.
Bajamos toda la calle hasta su fin, hasta llegar a la pequeña isla donde se conservaba el Palacio de Christiansborg, junto con el Museo Teatro, la Biblioteca y otros museos. Pero no solo en la isla, sino que también había otro museos y lugares de interés a las afueras de la isla, como por ejemplo el Museo Nacional. Nosotros, desgraciadamente, no disponíamos de tiempo suficiente para visitar los museos, así que solo nos permitimos presenciar sus fachadas principales y visitar el interior del palacio, aunque no entero.
El palacio se presentaba detrás de una plaza colosal y varios museos unidos en dos edificios que la amurallaban. Al principio creíamos que toda esa zona pertenecía al palacio, y nos sorprendió mucho, ya que parecía mucho más grande que otros palacios más conocidos como el Buckingham Palace, en Londres.
Pero a medida que explorábamos las múltiples puertas de “las murallas”, nuestra hipótesis se iba esfumando poco a poco, cada vez teníamos las ideas menos claras. Y de un momento a otro desapareció, en un abrir y cerrar de ojos: en el momento en el que escuchamos a una cantante de ópera llenar todo aquel silencio en la isla.
La actuación de ópera se realizaba en el Museo Teatro pero estaba abierta a todo el público, tanto los que estaban dentro del museo como los que estaban fuera, siendo nosotros una parte. No era necesario pagar para ver la actuación, por lo tanto.
Salimos de nuevo a la plaza y nos acercamos al Palacio, cuya entrada principal no era ni atractiva ni apropiada para los transeúntes: justo en frente de la puerta grande, docenas de coches estaban aparcados, dificultando así el acceso y la visión completa del edificio.
Entramos al Palacio, pero no teníamos tiempo de asistir a una visita guiada, así que solamente nos limitamos a la tienda de regalos y a los pocos pasillos que se nos permitía ver sin haber pagado nada.
Nuestra siguiente parada era la plaza colorida de Gråbrødretorv, y para llegar hasta ahí tuvimos que volver a la calle de las tiendas que habíamos dejado atrás anteriormente. A un cuarto de hora del Palacio y justo al lado de la Universidad de Copenhague, encontramos la maravillosa y mágica plaza.
Era bastante pequeña comparándolo con el de Nytorv, por ejemplo, pero Nytorv no tenía tanta magia ni tanta belleza como ésta. Sus casas de colores del arcoíris y su gran y robusto árbol plantado en medio de la plaza y dando sombra a los restaurantes de alrededor me hacían creer que me había transportado a otro pueblo totalmente diferente.
Aunque no estuvimos mucho tiempo en ella, puedo decir que es lo que mejor recuerdo de mi día en Copenhague, ningún otro lo supera.
Bajamos una calle y descubrimos la iglesia de Helligaandskirken, cuyo interior era muy luminoso y tenía un toque de color dorado en cada esquina que me fijaba. Sus pequeños detalles eran los que lo hacían perfecto, pero su enorme punto de mira, el órgano, lo hacía magistral. Pocas veces me ha gustado tanto una iglesia, y deberíais tomar nota sobre esto.
En la siguiente calle nos topamos entre más gente, gente que salía y entraba de las tiendas. Sí, volvimos a la calle de siempre. Pero favorablemente, aquello era la meta final de la calle, el cual se detenía y se esparcía por la plaza de Amagertorv, una de las más visitadas de la ciudad, por no decir la que más.
Ahí se concentraban las tiendas internacionales como Levi's, Foot Locker, Disney y Louis Vuitton, y por lo tanto, ahí también se concentraba la gente que tenía dinero suficiente para permitirse entrar a las tiendas. Nosotros no éramos ese caso, solo paseábamos.
Cada vez nos faltaba menos para llegar al lugar que con tanta ansia esperábamos, pero todavía nos teníamos que resistir. Todavía nos quedaba cruzar otra calle llena de tiendas de marca y hoteles de muchas estrellas y rodear la plaza de Kongens Nytorv. Y además, la tuvimos que rodear porque no teníamos otra opción, ya que cruzarla era imposible por las obras. Y viendo el tamaño de la plaza, incordiaba bastante.
Pero mereció la pena hacerlo, porque luego de caminar más de lo habitual, aunque no hicimos ni la mitad de lo previsto, llegamos y pudimos conocer y presenciar en persona la calle más emblemática y conocida de Copenhague: Nyhavn.
Fue lo mejor que mis ojos pudieran ver. Un puñado de casas de cuento de hadas enfiladas frente a un canal con goletas y otros barcos de estilo similar y a restaurantes bajo las sombrillas. No había ni una sola mesa libre, y en los bordes del canal tampoco había espacio, desde su principio hasta su fin. No había turista que no se estuviera sacando una foto con las casas del Nyhavn, y nosotros no seríamos menos. Aquello sí que era el momento apropiado para sacar provecho de la cámara fotográfica.
Una vez más, era como si nos hubiéramos transportado a otra ciudad. Copenhague es una ciudad que parecía estar hecha de otras ciudades. Desde lo folclórico y lo cultural hasta lo moderno. Eso fue lo que me hizo enamorarme.
Al ver que no tendríamos sitio en los restaurantes para comer, avanzamos hasta la desembocadura y así tener un poco de esperanza en encontrar al menos una mesa. Vimos que en Nyhavn no tendríamos esa oportunidad, así que sintiéndolo mucho y con mucha pena, tuvimos que decirle adiós, fue un auténtico placer conocerle.
A la vuelta de la esquina ya cambiamos totalmente de ciudad, en ese momento nos trasladamos a lo moderno. Con tan solo cruzar un puente y pasar por debajo de alrededor de seis casas coloridas, se nos paró la respiración con el Skuespilhuet delante de nuestras caras.
No sabíamos lo que realmente era, solamente sabíamos que disponía de un restaurante muy amplio y unas vistas insuperables al mar y al otro lado del río, en el cual se situaba el Teatro y la Ciudad Libre de Cristiania.
No teníamos mucho tiempo para conocerlo a fondo, y debido a nuestros rugidos de hambre, fuimos directos al restaurante y, como muy lejos, visitamos el aseo. Pedimos algo rápido, unos "fish and chips", y nos sentamos en una mesa al lado de la cristalera que mostraba la inmensidad del mar desde el interior del edificio.
Desde ahí veíamos a gente tomando el sol tumbado en la piedra o saltando desde el muelle para darse un chapuzón. Copenhague no tenía el privilegio de contar con una playa, así que sus habitantes se tenían que buscar la vida, y pese a no ser de mi agrado bañarme en el puerto, yo también lo haría en aquel momento, el calor incitaba a hacerlo.
Comimos y continuamos nuestro camino a La Sirenita de Copenhague, pero todavía teníamos mucho que ver antes de llegar a nuestra parada final, como por ejemplo más muelles (Ofelia Plads, en concreto) y paseos marítimos llenos de bañistas. Cada vez me daban más envidia, pero no me dejé llevar. Lo pasé de largo.
Nuestra siguiente parada fue Amaliehaven y Amalienborg, unos jardines con fuentes y una plaza hexagonal gigantesca con una estatua en medio y una iglesia de mármol al final. Nosotros lo vimos un poco por encima, pues el camino se nos estaba haciendo lento y largo. Sin embargo, no malgastamos el rato que tuvimos en la plaza y gozamos de la escasez de turistas que había para sacarnos unas fotos.
Lo que más me gustó fue la iglesia, ya que no era de estilo cristiano como la mayoría de los que había visto durante mi vida. Ésta era de forma oval y tenía un color azul muy fresco y bonito. Desgraciadamente, no tuvimos la oportunidad de acercarnos, solo la pudimos ver desde la plaza, aunque no había mucha distancia.
Antes de llegar a Den Lille Havfrue (La pequeña sirenita), pasamos por al lado de varias atracciones turísticas no tan conocidas como la pequeña y modesta iglesia de St Alban, la gran (incluso más que la iglesia) Fuente de Gefion o Gefionspringvandet, una fortaleza con forma de estrella llama Kastellet, del cual no quedaban muchos restos, y el florido Langelinie Park.
Las cuatro atracciones se merecen una pequeña visita, pero ninguna como la Sirenita. Estaba deseando verla, era lo que tantas veces había visto en fotos y deseaba verlo en persona. Y por fin lo conseguí.
Lo primero que noté fue que no era tan grande como me lo imaginaba, pero igualmente no me decepcionó para nada. Había muchos turistas alrededor intentando sacarse una foto, y yo no sería el único que no lo hacía. Esperé bastante, y cuando fue mi turno para sacarme una foto con la sirenita casi me resbalé con una piedra, ya que para acercarse a la sirenita había que tener mucho cuidado con no caerse al agua. Pero lo conseguí, me sentí muy satisfecho con haber llegado hasta ahí, después de recorrer toda la ciudad.
La sirenita se ubicaba bastante lejos del centro de la ciudad, justo al lado del puerto deportivo y a pocos minutos del terminal de cruceros. No obstante, valió la pena caminar tanto.
Para ponerle fin al día, retrocedimos hasta la plaza de Amagertorv y nos desviamos a la calle Købmagergade para ver desde fuera el Rundetårn, una torre que se conserva desde hace muchos siglos y que guarda un observatorio y un planetario.
Desde luego, había mucho que ver en la capital danesa, y un día no sería lo suficiente para verlo todo, desde iglesias hasta calles, desde el lado izquierdo del canal hasta el derecho. Había mucho que ver, pero con lo que vi ya me sentí satisfecho.
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