Budapest, cuando el Danubio nos separa (6/6)

6 de junio de 2016

Día 6: sudores calientes en las termas, sudores fríos de camino al aeropuerto

El lunes tocaba conocer más a fondo Budapest, el último de mis seis días en la capital húngara. Esa noche me dirijo al aeropuerto y a mi hotel cercano. No es que mis actividades de hoy fueran inevitables, pero me permitieron comprender y captar mejor el alma de esta ciudad de 1, 7 millones de habitantes.

Honorable cúpula oriental de los baños termales de Kiraly

Lejos de los emblemáticos termas de Szechenyi descubiertos el viernes, fui a los baños de Kiraly (furdo), más auténticos y menos conocidos. Tuve que esperar para entrar, porque por una vez (¡yo! ), llegué temprano. Eran sólo las 8:30 y las puertas de estos baños termales, localizados en el lado de Buda, no abrían hasta las 9 a. m.

Esperé en la plaza Vizivarosi, cubierta de sombra por árboles rechonchos y una iglesia. A principios de junio, ya hacía un sol abrasador. Ya no luce en la frialdad de un cielo de invierno nublado, como en Viena, donde comencé mi viaje hace más de cuatro meses. El hecho de que suban las temperaturas es testigo de que mi aventura Erasmus ha llegado a su fin. Me doy cuenta de que, sentado en este banco, ha llegado el último día de mis días errantes. Con el verano encima, esta experiencia única se muere. Como estaba planeado.

Un poco de agitación frente a la construcción decrépita me saca de mis pensamientos. Me levanto, medio aturdido.

Los vestuarios están vacíos. Las baldosas pálidas del suelo, las estrechas taquillas frías. Sólo llegan dos chinos cuando me he cambiado. Me siento como si no estuviera en una ciudad capital, o cuando las calles se inundaron de agua o nieve manteniendo a la gente en casa. En los pasillos, los grandes ventanales envejecidos dejan pasar una luz atenuada por el jardín de un pequeño patio. Me siento como transportado a una escuela residencial de un pueblo provincial.

budapest-danube-separe-66-bb33cd9f21371cEl gran baño turco de las termas de Kirali, empañado por los vapores de jazmín.

Una puerta trasera me permite llegar a los baños termales de Kiraly. Se dice que son turcos por su origen durante el período de la ocupación de Buda por el Imperio Otomano entre 1541 y 1686. Se reducen a un solo espacio: un baño hexagonal grande a 36°C, rodeado de arcos que soportan una cúpula de estilo oriental. Por mucho que el cielo esté iluminado, la habitación está tan oscura como una noche dura de diciembre. Los ladrillos de tierra de Siena, y los vapores de jazmín, como la franela, no facilitan la visibilidad. Sólo los orificios regulares de la cúpula, y la dulce iluminación rodean este baño de luz.

No somos ni siquiera una docena bajo esta respetable cúpula, ensamblada hace más de 300 años (en 1565) antes de los modernos Szechenyi (en 1913). Al igual que en otros establecimientos de la ciudad, puedo disfrutar de la sauna durante unos minutos y bajar la temperatura en un baño anexo a 20°C.

Satisfecho de haber probado todas las instalaciones de Kiraly, me cambié en los vestuarios, que seguían desiertos. Pero al bajar las escaleras (los vestuarios están arriba), veo un letrero "Jacuzzi". Nunca me había bañado en un jacuzzi, ¡así que esta era mi oportunidad! Sigo la flecha que me señala otra puerta trasera en la planta baja. Un baño, en un tanque de plástico lleno de hidromasajes, reina la habitación. Me sumerjo en él, invitado por los labios sonrientes y las pupilas de un anciano húngaro.

Cuando salí, cosa interesante, antes del mediodía, me reembolsaron el 80% del precio de la entrada (1100 forintos de 1600, o casi 4 €). Por supuesto, no te olvides de dar el brazalete que cierra las taquillas (no como me pasó a mí, que ¡lo olvidé en la puerta! ).

Tras cinco días en Budapest, deambulamos por la Isla Margarita

Cojo el metro con el pelo todavía un poco mojado para la segunda visita del día, a la casa de Terror (Terror Haza). Los amantes de los museos deben evitar visitar Budapest un lunes: ¡están todos cerrados! Este, durante el período comunista en Hungría, no es una excepción.

Sin haber comido absolutamente nada tradicional, me voy en menos que canta un gallo a comer al Garibaldi. Aunque simple, la cocina (potaje de espárragos, estofado de cordero... ) de este último restaurante estaba sabrosa, era barata y me la sirvieron rápidamente.

Cuando termino de comer, apenas son las 13:00. Antes de salir del albergue juvenil para ir al aeropuerto, me quedan tres horas. No sé qué visitar. Quiero salir ya de Budapest, pero tengo que encontrar algo para matar el tiempo.

budapest-danube-separe-66-be90086f0cbb84La fuente de la isla Margarita, que se anima por la noche con canciones.

Paso de nuevo por delante de la cúpula del Parlamento, que se alzó ante mis ojos cuando llegué, el primer día. Vuelvo a las orillas del Danubio por enésima vez y finalmente encuentro un lugar para evadirme. Se erige majestuosamente : la isla Margarita (Margit Sziget), en el río. Parece que hay que ir por la noche, cuando la fuente musical se anima de 18 a 21 horas. Pero, incluso de día, girando y escupiendo; el agua se mueve como fuegos artificiales.

Más adelante, bajo las nubes que pasan, la isla se vuelve boscosa. Deambulo, casi sin medios, sintiendo esta fatalidad que es el final de un viaje, la sensación siempre es bestial, incluso con los de larga duración. Me dirigí a un pequeño zoológico, la entrada era gratis. Soy tan infeliz como Bojnice en Eslovaquia. Busco un monasterio indicado en el plano, en realidad una ruina. Derribado, ni siquiera tengo corazón para viajar de nuevo los dos kilómetros que me separan de la entrada de la isla, en el puente Margarita. Lentamente, me dirijo a coger el autobús.

Para hacer algo en la hora que me queda, regreso a la iglesia de la universidad (Egyetemi templom, siglo XVIII), quería verla por dentro desde hace cuatro días. Contrariamente a mi última visita, una de las dos retablos de madera se mece por el viento. Me aprovecho de lo ocurrido para contemplarlo mejor. Son barrocas: mi estilo favorito. ¿Quién no puede extasiarse frente a estos frescos de trampantojo, estos retablos tan consistentes como las tartas nupciales, estas paredes marmóreas y estos juegos de luces y sombras?

budapest-danube-separe-66-53518cda35f38bLa iglesia de la universidad, construida entre 1725 et 1748m de estilo barroco.

Tras haber agotado el tiempo, tengo que deshacerme de los 600 forintos que me quedan. En Francia no los puedo utilizar. Lo más seguro es que no pueda cenar por la noche (mi hotel no ofrece cena en restaurante), así que me voy a comprar la merienda. Estoy en una calle detrás del albergue juvenil, en un mini salón de té. Aunque me sobren 300 forintos, al menos me he podido tomar un brownie y un zumo de melocotón. Tras los contactos fríos de ayer en el lago Balaton, ¿Los húngaros me parecerán ahora más simpáticos?

"Very bad trip" (un viaje muy malo)

Son las cuatro de la tarde. Es la hora de irse. Para evitar ir de noche al aeropuerto, he reservado un hotel por la zona. Mi vuelo sale a las 6:35 mañana por la mañana. Desde el centro de Budapest, el aeropuerto está a 20 kilómetros al este. Lleva su tiempo si vas en transporte público: tardas unos 45 minutos cogiendo el metro y luego el autobús. Así que evito una posible decepción si me voy temprano el día anterior.

Necesito ir con tiempo de sobra, porque estoy lejos de viajar ligero. Pasar cuatro meses en Eslovaquia, como lo describía antes de salir de Presov, ha hecho que mis maletas pesen mucho más que al llegar. ¿Cuánto? Aún no lo sé. He pesado dos veces las maletas con una báscula y las dos veces marcaba un peso diferente. Entonces, para evitar pagar por el peso suplementario, me voy ya al aeropuerto para asegurarme de lo que me pesa el equipaje.

A las cuatro, todavía sigo al pie de la escalera del albergue juvenil "Casa de la Música". Llevo una maleta en cada mano. Desconcertado, miro los dos pisos que tengo que bajar con el peso de dos sacos de cemento. Despacito, bajo la primera y luego la segunda, con la esperanza de que algún chico se fije en mí. Y me ayude. Ocurre en el último tramo de escaleras.

Un enorme moreno, despeinado, tranquilo, me coge las maletas con tal ligereza que parecía que llevaba el bolso de su novia. Le pregunto: "¿No pesan? " "¡Para nada, tío! ". Se va con la camisa de cuatros bermejos al viento, buscando ya un ruin-pub (bares instalados en los edificios en desuso, es algo que esta muy de moda aquí) para pasar la noche.

Yo no me voy con la misma ligereza que fulanito. Aunque mi primera maleta, marrón, se deslice bien, la segunda, gris, con una rueda atascándose, no deja de arañar el suelo. Menos mal que las aceras son bastante anchas. Antes de entrar al metro, me pareció que la maleta gris pesaba más de lo normal. Una lugareña, que me había visto pelearme con las maletas, llega a mi altura. Molesta, me retira un trozo de plástico negro. La rueda salta. ¡Ahora mi maleta solo tiene 3 ruedas!

budapest-danube-separe-66-2414c35473e971Llevar dos maletas con ruedas por las escaleras mecánicas, ¡los problemas me persiguen!

No se puede acceder en ascensor a las líneas de metro (menos la línea 4). No me queda otra que ir por las escaleras mecánicas. Cuando las alcanzo, como siempre, dos guardias revisan los billetes. Me inspeccionan y, firmes, me advierten: "No vas a subir al metro con las maletas, bajo ningún concepto". Les respondo que ya había subido antes con el mismo equipaje. No parecían convencidos, pero paradójicamente me dejaron pasar.

Al llegar a la línea 3 del metro, no tengo que esperar el autobús 200E. Sin saberlo he calculado bien el tiempo. El autobús me deja justo en la puerta de la terminal del aeropuerto al que iré mañana. Gracias a las básculas de la sala de embarque, sé con exactitud cuánto pesan las maletas: 29kg la marrón y 28kg la gris.

Buscando la maleta "torre de Pisa"

De momento todo va bien. Son las 18:30. Vuelvo a coger el autobús para que me deje cerca del hotel, que está por la estación (nyugat) de Vecses, una comuna limítrofe al aeropuerto. Por lo menos son 10 minutos de camino.

Como de costumbre, cuando alguien quiere bajarse del autobús tiene que pulsar el botón rojo de STOP. El mensaje le aparecerá al conductor en un letrero luminoso para que la persona pueda bajar. Es lo que hago. Varias veces. El mensaje no aparece. Le grito STOP al conductor. Cuando llegamos a mi parada, el autobús pasa de largo. Sin frenar. En la próxima parada, una chica anglófona, testigo de mi sufrimiento, va a ver al conductor para que reaccione. "¡Pare! ".

Miro al hombre que conduce por el retrovisor: es un vejestorio, deforme y piel flácida. Tiene la mirada perdida. Utilizando su última neurona, se sale del bulevar y se detiene en la parada. El aire de los neumáticos hace "pst". Las dos puertas traseras se abren. Por acto reflejo, quizás, saco primero la maleta gris, la coja, que lleva menos objetos de valor. La dejo en la acera y me inclino para coger la segunda, la marrón. Quiero sacarla, pero los neumáticos vuelven a hacer "pst". Las puertas se cierran y el autobús se va.

Un silencio. Me miran de arriba a abajo.

Autobús 200E, parado delante del aeropuerto de Budapest.

Fuente

Miro con desprecio a la anglófona y me enfado: "El conductor es imbécil ¿o qué? " Ella le dirá lo mismo. Vuelve al lugar del conductor y le explica la situación. Por la cara que pone, todavía inexpresiva y lánguida, parece un robot. Recurriendo a su escasa inteligencia, se detiene en la siguiente parada. Bajo con mi maleta marrón. Son las siete de la tarde.

Para recuperar mi maleta, abandonada en la parada anterior, debo subir al autobús que va en sentido contrario. La parada está delante. Cuando sea el momento, debo cruzar la maleta por las cuatro vías. El autobús llega en cinco minutos.

Cuando pierdes algo tan preciado, de valor incluso sentimental y que lleva dentro tantos recuerdos del viaje, los minutos parecen horas. Interminables. A cada segundo creo que me va a dar un infarto. ¿Y si he comprado todos esos regalos para nada, porque a la vuelta se han perdido, esfumado...desaparecido? Cuando el autobús azul pone el intermitente para llegar, empiezo a calmarme.

De los nervios, insisto al conductor para que se detenga en la parada correcta. Desde el cristal, veo un bulto a la izquierda. Mi maleta estaba ahí hace un segundo. De lejos, distingo una especie de caja gris acostada, con el asa subida. Ni siquiera he tenido tiempo de bajarla. Parecía una parodia de la torre de Pisa. ¡Mi maleta! ¡Sana y salva!

Paso dos veces por las cuatro vías: la primera, con una maleta para recuperar a la gemela que se había quedado al otro lado; la segunda, corriendo con las dos para volver a la parada de autobús que va hacia mi hotel. Como hay tráfico, los coches se paran para que pueda pasar con todo. Cuando se oye el autobús, el hombre que tenía al lado me previene: "¡Hazte ver! ¡Hazle una señal! ¡Aquí son tontos! Creo que no soy el único al que se le ha pasado la parada.

Antes de llegar al hotel, aún me falta superar otro desafío. En Google Maps, no había visto que la acera que conducía al edificio presentara tan mal estado. En algunos tramos solo hay grava. Ni siquiera hay acera a la altura de las vías del tren, en el punto en el que la vía de alta velocidad gira por la calle del hotel. Solo una carretera hecha pedazos. A mitad de camino, me asomo a la ventanilla de un taxi amarillo que está parado. Convenzo al conductor para que me lleve hasta el hotel, situado a tan solo 50 metros. Una vez allí, tuve que seguir subiendo y bajando peso. Mi habitación estaba en el último piso.

Hospitalidad húngara

Son las ocho de la tarde. Antes de acostarme me queda la última tarea desagradable. Llamar a la compañía aérea para pagar por adelantado el peso extra de mi equipaje. Al pesar las maletas en el aeropuerto vi que llevaba 11 kilos de más. De esta manera evitaría que me arruinen en la puerta de embarque, pagando cada kilo extra a precio de oro. Desgraciadamente, me di cuenta de que no podía pagar online.

Con el poco saldo que tengo, llamo a la compañía. Para este tipo de petición, la espera suele ser larga, al igual que el tiempo que pierdes intentando que te entienda tu interlocutor. Se me hizo eterno. Se me acabó el saldo justo cuando estábamos terminando de añadir la cantidad de peso extra.

sarokhaz-panzio.jpg¡En esta pensión por fin podré llamar!

Fuente

Lo que os voy a relatar a continuación confirma la frase de ayer, sacada de mi panfleto turístico: "Al principio, los húngaros podemos parecer distantes, incluso fríos". Lo primero que hice fue dar parte del problema a la recepcionista del hotel: "Lo siento, no puedo dejarle utilizar el teléfono. Es el de mi jefe". Claro, porque una chica joven como ella no tiene móvil. En la gasolinera y en las tiendas de comestibles, la misma respuesta indiferente: "No puedo dejarle un móvil".

El único que intentó ayudarme fue mi compañero de pasillo: un eslovaco. Pero con el poco tiempo que me dejó su móvil no pude terminar la llamada.

Para terminar finalmente con el problema del dichoso exceso de peso, me dirijo a un hotel vecino, en el que un viejo señor con bigote me deja llamar. Casi me hace el vacío. Realmente no sé por qué, pero me hizo el favor.

Empezando porque no consideró mi caso como prioritario y siguió hablando despreocupadamente con sus clientes. Mientras que estaba llamando, él también aprovechó para llamar. Cuando colgué, se apresuró a lanzarme molesto: "¿Has terminado? " Además de su dudosa amabilidad, el hostelero se aprovechó de mi desgracia. Descontó el tiempo que me llevó arreglar el problema (30 minutos). Y me pidió tres billetes de 1000 forintos, es decir 10 euros. La hospitalidad húngara.

¿Cuál es la moraleja de la nochecita? Podría haber cogido un taxi en el centro de Budapest, lo que me habría evitado la pérdida de una de las maletas. Sin embargo, hay veces en las que salir a la aventura implica salir de la zona de confort, desafiarse, llevarlo al límite; porque si todo fuera sobre ruedas, el viaje sería aburrido y no hubiera vivido experiencias fuertes. En Eslovaquia, Polonia, Austria o aquí en Hungría, defiendo siempre la misma idea: mejor improvisar que planificar.


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