Bratislava como capital (1/2)

2 de febrero de 2016

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Llegada a las afueras de Bratislava en el tren de alta velocidad desde Viena

"Ah, jopes". Me digo en el tren que me lleva a Bratislava al mirar en el bolsillo del pantalón. La postal para mis tíos se ha venido conmigo. Si me quedara en Austria no tendría problemas para enviarla. Excepto que estoy a punto de cruzar la frontera eslovaca.

Entonces me viene una idea. El revisor pasa por segunda vez por el vagón y comprueba los billetes. Lo llamo: "Perdone... " Parece que entiende inglés. Insisto: "Olvidé enviar esta carta en Austria. ¿Podría enviarla por mí, ya que supongo que hace a menudo el viaje de ida y vuelta" —digo mientras le enseño el sello—. Su bigote pelirrojo se inclina hacia abajo. Reflexiona. Una palabra le viene de repente: "Posta, posta". Sonrío contento y le doy la carta. Me mira sorprendido. Encogiéndose de hombros, hace una mueca y me muestra que no me entiende. Le explico otra vez que el sello es austriaco y que en Eslovaquia no puedo...

Nada, nos entristecemos los dos. El hombre, con su traje azul marino, ribetes rojos y sombrero militar se vuelve a picar los billetes.

Es un hecho. Me avisaron. En Eslovaquia, los habitantes no dominan mucho el inglés, en Austria (que dejo detrás) pasa al revés. Durante los tres días que pasé en Viena, casi toda la gente que conocí hablaba maravillosamente la lengua de Beckett, a excepción de la señora del albergue del pueblo vitícola.

Día 1: aire provincial

En cuanto llegué a la estación, me impresionó la división entre Europa occidental y Europa del este. Al salir del vagón, busco los ascensores para salir del andén. En vano, porque no hay. Busco dónde comprar un ticket en la entrada para el autobús. Le pregunto a la mujer del cajero. De nuevo me encuentro con que solo habla eslovaco. Fuera, el borde de la acera de la ciudad se está hundiendo, la carretera se ha reparado docenas de veces, el autobús en el que viajo parece haber salido directamente de los años setenta. Y, cuando quiero cruzar el bulevar en el que está mi albergue, me doy cuenta de que ¡no hay semáforos para los peatones!

En la barra de la recepción del Hostel Blues, hablo con la primera inglesa desde mi llegada a Eslovaquia. Es pelirroja (teñida), constitución de granjera, cara rectangular de la que se asoman unos cabellos muy finos. Tiene un ligero acento eslavo cuando habla, pero ¡ya me gustaría hablar inglés como ella! Me enseña las curiosidades de la ciudad, me propone buenos sitios para comer y me da las llaves de la habitación. Cada dormitorio del hostal tiene el nombre de una ciudad del mundo. En el primer piso, con ascensor gracias a dios, porque llevo maletas; llego a Moscú. Moscú, grande con sus cuatro camas, estaba ante mi sorpresa, desocupada.

El cielo era tan blanco como el palacio presidencial, que fue lo primero que visité en Bratislava esa misma tarde. Veo niños que juegan en los jardines afrancesados de la Casa Blanca eslovaca, abiertos todos los días del año y a todos los ciudadanos. Ojalá nuestros hijos pudieran jugar en los jardines de l'Elysée, imagínate... El palacio, construido en 1760 y de estilo barroco, se parece al ayuntamiento de una gran ciudad de mi país. Me sorprendió la facilidad para acceder al lugar.

Bajo por la calle Obchodna (desayuné ahí). Los letreros de las tiendas aparecen en un montón de colores, fuentes y tamaños. En la oficina de correos, no sin dificultad, solicito un sello eslovaco para mi postal austriaca, que al final saldrá de Bratislava. Entro en la calle de San Miguel que, con su campanario bulbo, me recuerda a la iglesia de Grinzing (ayer la visité). Me sorprenden todos los pequeños pasadizos que dan la calle, un remanso de calma y encanto, que esconden discretos restaurantes, habitantes o médicos.

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Antes de llegar a la catedral de Saint-Martin, una mujer de unos 90 años, blusa gris y sombrero caqui, con su carro de la compra, se dirige hacia mí. La calle por la que salió parecía sacada de una postal de la posguerra. Desde mi perspectiva, todo parecía apagado. El color más vivo era el verde anís de una construcción. En cuanto a la catedral, me sorprendió negativamente por lo poco majestuosa que era. El guía turístico me había avisado ya. Para no arreglar nada, está junto a la autopista. Afuera, la nave es extremadamente banal. Sólo destaca la parte superior del campanario, verde con franjas doradas, de donde sobresale una corona en lo más alto. Una corona porque era el lugar de coronación, la Reims de los reyes de Hungría.

En 1563, Bratislava se convierte en la capital de Hungría, después de que los otomanos conquistaran la capital anterior. Desde entonces y hasta 1830, se coronaron aquí a 11 Habsburgos de Austria y a sus ocho esposas. En este interior sobrio, me costaba imaginarme a Maria Teresa, la madre de Schönbrun, con su esposo el emperador Francisco I vestidos para la coronación con todo el esplendor de la corte...

Hacia la plaza principal me encuentro con Cumil, una estatua de un trabajador apoyado en la boca de una alcantarilla, mirando con interés a las jovencitas que cruzan delante de él... En fin, vamos a creer al letrero que dice que es un ¡"hombre en el trabajo"! En la plaza central, que le vendría muy bien a una ciudad de 10. 000 habitantes, me encontré con su amigo delante del palacio rococó de la embajada de Francia. Napoleón apoyaba los brazos en un banco. Y, delante de la embajada japonesa, había un samurai esperando. A pesar del invierno, me sorprendí al ver a tantos turistas posando con todas las estatuas.

En los barrios de Bratislava, en frente de un edificio que no podía ser más gris, me disponía a dirigirme a la iglesia azul. A primera vista, tiene un aire mediterráneo, de isla griega o turca en la ciudad de las pálidas aguas del Danubio. De hecho tiene el color de la felicidad, del azur que anima a viajar. Realmente insólita, esta iglesia de Santa Elizabeth, construida en 1913. El campanario incluso se parece a un faro, al ser tan cónico y erigirse de tal manera, dominando el horizonte. Pero no soy el único. Un grupo de turistas chinos parecen deleitarse en este sitio tanto como yo.

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El castillo de Bratislava, uno de los símbolos del país. A pesar del incendio que sufrió en 1811, no se restauró hasta 1956.

El azul de la iglesia se oscurece. Pensé que sería mejor disfrutar de las calles peatonales del centro, de sus casas verde pistacho o tila, amarillo caca de oca o canario, blanco crema o plateado. Me siento casi como en casa en este pequeño conjunto de edificios, al que uno se apega muy rápido, más rápido que al laberinto de los grandes palacios vieneses. Pasé entre una, dos y tres veces por la misma calle en varias horas, pero "j'aime ça", como diría el cantante Francis Cabrel. Llegando a las líneas del tranvía, contemplé la joya del castillo de Bratislava, cuya blancura contrasta con la negra noche. Espero visitarlo mañana.


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