Encuentro en Barcelona nº 1: el danés cocainómano
Mientras vivía y trabajaba en Barcelona, una de mis cosas favoritas que hacer los fines de semana era pasear hasta la playa después de salir a correr los domingos, sentarme en uno de los chiringuitos de la playa, tomarme una cerveza y ver a la gente pasar. En Barcelona puede encontrarse una gran variedad de gente, y la Barceloneta es uno de los mejores lugares de la ciudad para comprobarlo. En general, esto era una especie de placer solitario, es decir, algo que me gustaba disfrutar a solas. Aunque no siempre fuera posible.
(La Barceloneta y su cielo azul en todo su esplendor)
Uno de los problemas de estar sola en público –o puede que solo me pase a mí– es que tiendo a atraer a todo tipo de extraños, maravillosos e incluso preocupantes individuos. Y así fue como conocí al danés adicto a la cocaína.
Me estaba tomando una caña tranquilamente, disfrutando de la brisa de primavera, cuando un señor mayor en bañador y gafas de sol que había visto comprar agua en la barra se me acercó y empezó a hablarme. Sin parar. Al principio, decliné amablemente su oferta de invitarme a una cerveza, pero siguió insistiendo y entonces me di cuenta del trato que me proponía. Él me invitaba a una cerveza y yo le escuchaba hablar de su vida. Tampoco tenía nada que hacer, y me pareció un trato justo, así que acepté. Resulta que tenía una empresa de algo relacionado con grifos, que le iba muy bien, y que estaba él solo de vacaciones en Barcelona. Su hija pequeña era mayor que yo, y sus tres hijos eran muy buenos en sus respectivos trabajos, a pesar de la constante ausencia paterna. Vivía en una casa enorme en una ciudad cerca de Copenhague. Al parecer, una vida de ensueño.
Luego, siguió contándome que llevaba dos noches sin dormir, que se había acabado varias botellas de vodka caro, que se había hecho varias rayas de cocaína, y que –como era de esperar– había llegado al límite de dos de sus tarjetas de crédito. Le quedaba una última tarjeta con la que ya estaba planeando otra noche de excesos en vela que no iba a recordar antes de coger el avión al día siguiente. En este punto de la historia, ya había pasado de beber agua a beber Coca-Cola –y yo me preguntaba hasta qué punto podría mitigar sus vicios nocturnos. Tampoco tenía muy claro como había pasado de una cerveza tranquila un domingo en la playa a estar escuchando los cuentos de exceso y hedonismo de un señor danés.
(Esta soy yo en un chiringuito... la foto la hizo mi madre, no el señor danés)
Unos 40 minutos después, parecía que el señor llegaba al final de su autobiografía y entonces me di cuenta de que el sol había vuelto mis brazos y mi pecho de un llamativo color rojizo. Aproveché el momento para apurar mi caña antes de que el señor comenzase otra historia, excusarme educadamente y escaparme a la fresca tranquilidad de mi piso. Allí, me podría preparar un gin-tonic, procesar con calma esa última hora de mi vida y sopesar si, a la próxima, sería mejor traer un libro o dejar que la playa me trajera otro extraño pero entretenido encuentro.
Y yo que solo había salido a tomar una cerveza...
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