Como ya os habréis dado cuenta, cada vez que tengo algunos días libres en la universidad, ya sea sola, con mis amigos, con la familia o con parte de ella, amo viajar.
Para las vacaciones de Pascua, en el mes de Abril 2018, junto a mis padres y mi hermana decidimos pasar unos días en Provenza. Teniendo poco tiempo disponible, no queríamos ir muy lejos de Italia, ni tener que coger un avión. Por este motivo la Provenza nos pareció la elección perfecta. A decir verdad yo ya había estado pero, habiendo pasado casi diez años, no me disgustaba visitar de nuevo esta parte de Francia.
Primera etapa en Aix-en-Provence
Después de una breve parada en el Principado de Mónaco, llegamos enseguida al primer destino: Aix-en-Provence.
El pueblo del sur de Francia se caracteriza por sus elegantes edificios y sus numerosas bonitas fuentes. Entre otras cosas nos llamó la atención el hecho curioso de que muchas de ellas estaban completamente llenas de musgo, como la famosa fuente d’Eau Chaude, desde la cual fluye agua termal. El centro histórico es completamente peatonal y nosotros decidimos dedicar todo un día a explorarlo. A partir de la amplia avenida Mirabeau, nos adentramos en el casco antiguo.
Los callejones del centro estaban llenos de turistas y de habitantes de la ciudad y la atmósfera estaba embriagada de un perfume a lavanda y azúcar. De hecho, lo notamos nada más llegar al centro, Aix-en-Provence es famosa esencialmente por dos cosas: la lavanda (a partir de la cual obtienen un poco de todo, desde jabón a helado pasando por la miel) y por los calisson, dulces a base de mazapán recubiertos de glaseado y con forma de rombos. Por otra parte, las botellas las hacen con cerámica decorada con maestría y hay manteles bordados con motivos florales.
Nos paramos después en muchas plazas con ambiente y muy coloridas, donde artesanos y vendedores del lugar exponían con orgullo sus productos. A parte de los clásicos puestecitos de frutas y verduras, había muchos dedicados a jabones y otros especializados exclusivamente en lavanda. Además nos dimos cuenta de que muchos vendían productos típicos de la Francia meridional y en primer lugar había aceite y multitud de salsas para untar el pan tostado.
El conjunto se convirtió en algo aún más bonito, perfumado y colorido gracias a los muchos vendedores de flores, de todas las formas y tonalidades.
Por la noche degustamos una excelente cena en el restaurante Hue Cocotte, que debe su nombre a que cada plato es presentado dentro de pequeñas cazuelas. Antes de volver a la residencia donde nos íbamos a alojar (l’Odalys Aix Chartreuse), hicimos un breve descanso en la espectacular fuente de la Rotonde, que se encuentra en Rue Mirabeau, desde la cual habíamos empezado nuestro breve tour por el centro de la ciudad. En su parte superior, hay tres estatuas de mujeres que representan respectivamente las Bellas Artes, el Comercio y la Justicia.
Segundo día en Arlés
Tras pasar la mañana en Aix-en-Provence nos dirigimos hacía el principal centro de la Camarga: Arlés.
La ciudad, fundada por los romanos a lo largo de la rivera del río Ródano, conserva todavía muchísimos restos de un pasado glorioso. El primero, el más evidente entre todos los monumentos es sin duda la antigua arena o anfiteatro romano, que data de los últimos años del siglo I (probablemente es simultáneo a la más famosa arena romana, el Coliseo). Entre otras cosas, el anfiteatro es verdaderamente muy parecido al Coliseo, aunque ligeramente más pequeño y el hecho de que está literalmente en la nada, entre casas bajas y coloridas del centro, contribuye a que parezca más espectacular aún. El anfiteatro está incluido en la lista de patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y está considerado como el primer ejemplo de plaza del toros del mundo. De hecho, durante los días de Pascua, es decir, precisamente los días que fuimos allí, el anfiteatro de Arlés acoge la feria, la corrida no violenta que cada año atrae a miles de turistas.
Próximo al anfiteatro se encuentra el antiguo teatro del cual se conservan hoy en día dos de las columnas del palco, los mosaicos de la orquesta y las gradas. De hecho el teatro, perteneciente al siglo I a. C., durante la época medieval fue utilizado como cueva para el material que se emplearía para la construcción de otros edificios. Hoy en día, en cambio, ha recuperado totalmente su función cultural y el antiguo teatro romano acoge la programación musical y teatral estival de la ciudad de Arlés.
Más tarde, estuvimos en la parte baja de la ciudad, donde visitamos el interior de la Iglesia de Saint-Trophime, la catedral de Arlés. Por fuera se encuentra un espectacular portal de piedra, en el cual están esculpidas varias escenas del juicio final. Una vez dentro, en cambio, la iglesia muestra un estilo gótico, sobrio y se proyecta hacia arriba.
Tras la visita a la catedral mi padre y yo decidimos pasar por el claustro, para entrar había que comprar un ticket de entrada.
El claustro entero, que fue realizado entre el 1100 y el 1300, está decorado con esculturas que adornan los capiteles, todos diferentes los unos de los otros. Algunas pilastras están llenas de escenas que evocan la vida de Cristo; otras se inspiran en la vida de santo que da nombre a la Catedral y al Claustro; otras incluso se refieren a temas típicamente provenzales, como Santa Marta y la Tarasque.
Cuando salimos del claustro y nos volvimos a juntar con mi madre y mi hermana, decidimos degustar el famoso helado de lavanda, típico de aquella zona y considerado una verdadera delicia. El helado, realizado con leche en la cual se introduce lavanda y se endulza con miel a la lavanda, es de un color lila, similar al de los jabones de lavanda que venden por todas partes en Provenza. El jabón, para ser sincera, no me convence tanto. Si que se podía apreciar un ligero gusto a lavanda pero nada más: me pareció solo un buen helado, cremoso y refrescante con un bonito color lila.
Después de esa pequeña degustación, pensamos que antes de volver al alojamiento sería mejor dedicar una visita más en profundidad al centro de la ciudad, que sabíamos que era una de las joyas de la Provenza y que escondía rincones pintorescos hasta el punto de haber sido elegido como lugar y fondo de numerosas obras de arte. No es casualidad que Vincent Van Gogh viviera en Arlés y aquí en el momento culmen de su locura, donde pintó cerca de trescientos cuadros, entre ellos algunos de los más famosos. De hecho, en los últimos dos años en los que se encontraba en Arlés, declaró que había recobrado su inspiración gracias a los colores de la Provenza y a la atmósfera vivaz y variopinta de la ciudad. Desde luego que, paseando por las calles del centro, no es nada complicado encontrar los tonos más típicos de las obras de Van Gogh, como el amarillo ocre, el azul de las casas desconchadas, el verde de los árboles, el rojo más tenue de los campos que rodean la ciudad, el rojo del vino y el azul del cielo.
Entre otras cosas, nosotros por pura casualidad y por suerte, estuvimos en Arlés el día en el que estaba el mercadillo semanal donde podía comprar algunas de mis especias favoritas y comprar miel a la lavanda que mi tía utilizó para hacer helado El ambiente que se respiraba en el mercado era el mismo que en la ciudad, pero elevado a la enésima potencia: muchos de los habitantes de Arlés negociaban el precio de la fruta y de la verdura, los vendedores invitaban a la gente que pasaba por allí a probar sus productos y charlaban en alto desde un puesto al otro y llevaban bolsas de las que salían ramas de lavanda.
Tercer día en la Camarga
A pocos kilómetros al norte de Arlés visitamos un lugar realmente único, inmerso en una naturaleza exuberante: la Abadía de Montmajour. Esta, construida sobre un resalte rocoso y rodeada de un terreno pantanoso, fue fondada en el 948 por la orden de los monjes benedictinos. La abadía fue después un punto de peregrinaje desde el año 1000 hasta mediados del 1400, cuando fue anexionada a la archidiócesis de Arlés y más tarde al municipio de Saint-Antoine l'Abbaye.
En el transcurso del 1700, la abadía sufrió numerosos daños, inicialmente derivados de un grave incendio y después directamente relacionados con la Revolución Francesa al final de siglo.
En el 1800, la abadía fue reconocida como Monumento Histórico de Francia y durante ese siglo y poco tiempo después, comenzaron una profunda y meticulosa obra de restauración.
La abadía de Montmajour tal y como se conserva hoy en día, restaurada y visitable, fue construida a partir de una ermita del siglo XI, un monasterio medieval que data del Siglo XII, un monasterio clásico edificado a lo largo del 1700 y una torre de vigía del siglo XIV. Es digno de mención su claustro que data del siglo XII, en la parte alta de la abadía, pintado en varias ocasiones por Van Gogh. Desde la torre si puede disfrutar de una magnifica vista de la campiña que rodea la abadía, en la que, cuando nos íbamos, vimos pastar vacas y caballos.
Antes de llegar a Saintes-Maries-de-la-Mer hicimos un breve descanso en las salinas de Giraud. El trayecto de por sí fue una parte evocadora en nuestro viaje, con la carretera rodeada de montones de sal y pequeñas charcas con matices rosados donde en algunas se movían los flamencos. La playa propiamente dicha era un lugar particular, era larguísima y completamente plana y hacía tal viento que no se podía ni caminar en línea recta. En realidad, a causa de ese viento estuvimos muy poco tiempo en la playa, también porque la arena se levantaba a varios kilómetros y nos daba en la cara.
Decidimos por tanto dirigirnos a Saintes-Maries-de-la-Mer, la última parada de nuestro breve viaje por la región de la Camarga.
Esa misma tarde pudimos dar un rápido paseo por las calles del centro, llena de tiendecitas típicas y casas blancas. Todo el bullicio se localizaba alrededor de la iglesia románica de Saintes-Maries-de-la-Mer, que visitamos el día siguiente. La propietaria del alojamiento donde dormimos, el Mas le Sauvageon, nos aconsejó probar para cenar el plato típico de la zona: el toro. Así que reservamos una mesa para cuatro personas en un típico restaurante provenzal, que tenía poco de provenzal: la Casa Romana. Allí mi padre se pidió toro, mientras yo decidí probar la bouillabaisse, el plato a base de pescado más típico de la Camarga y de la Provenza en general. Se trata de una sopa de varios tipos de pescado que, debido probablemente a un malentendido, me sirvieron en un enorme plato de cerámica con un cucharón para servirme. El toro de mi padre estaba muy tierno y magro, venía presentado en una pequeña y escenográfica torrecilla de verduras.
Después de comer, satisfechos y con el estómago lleno, fuimos a descansar al apartamento, que estaba en medio de la campiña de la Camarga y decorado según el gusto local, con tonos blancos y con cortinas caladas.
Último día y vuelta a Italia
A la mañana siguiente, nos levantamos pronto y nos dirigimos hacia la playa más próxima en Saintes-Maries-de-la-Mer, que habíamos observado cuando íbamos de camino los guardianes a caballo. Se trata de los guardianes de manadas de toros y caballos, que en la Camarga viven en unas condiciones de semi-libertad y que les dejan correr por la playa, haciendo el escenario aún más evocador.
Posteriormente, nos dedicamos a la visita del parque ornitológico de Pont de Gau, donde admiramos a una distancia próxima una infinidad de flamencos rosas además de garzas y numerosas otras aves. A mi padre le habría gustado quedarse y fotografiar estos elegantes animales durante el resto del día pero de mutuo acuerdo pensamos que sería mejor irse de la reserva sobre la hora de la comida para volver al centro del pueblo y visitar la Iglesia de Saintes-Maries-de-la-Mer.
El edificio que domina el pueblo y el cual se puede divisar a más de diez kilómetros de distancia tiene un aspecto de una verdadera y propia fortaleza, con un interior sobrio y austero, con un único pasillo recto, sin decoración y una altura de unos quince metros. No es coincidencia que la iglesia sirviese también como refugio para de población de allí.
Desde un lado de la estructura se puede acceder a la azotea , desde la cual se pueden admirar los tejados del centro y la campiña que rodea Saintes-Maries-de-la-Mer.
Desde de haber sacado un número importante de fotos desde la inclinada azotea golpeada por el viento, nos movimos para hacer una breve excursión a Aigues-Mortes, una villa rodeada de muros que son una verdadera joya, aunque no son muy conocidos. Todo el pueblo es una agradable sucesión de casitas de colores con flores sobre las ventanas, mientras que en la plaza del centro, que se extiende toda alrededor de una fuente, con mesas al aire libre de restaurantes en los que hay para sentarse sólo en alguno de ellos.
La principal actividad económica de la ciudad de Aigues-Mortes está ligada a la industria de la sal marina. No es casualidad que toda la campiña que la rodea está plagada de salinas, que en puntos concretos son rosas con el plumaje de los flamencos. Las salinas eran teóricamente visitables pero, por desgracia, nosotros llegamos tarde, cuando el parque estaba ya cerrando y por tanto mi padre tuvo que renunciar a lo que probablemente hubiese sido una perfecta sesión fotográfica. De todas formas, aunque no llegásemos a entrar en el parque como tal, las salinas se pueden visitar también desde la carretera, aunque las separan las vías del tren.
Después de este pequeño imprevisto, volvimos a Saintes-Maries-de-la-Mer para pasar la última noche en Francia, parándonos a cenar en el restaurante en la playa Farniente.
La Provenza es sin lugar a duda una región muy evocadora de Francia, colorida y vivaz, con un perfume intenso a lavanda que ofrece escenarios espectaculares, donde se come muy bien y donde mucha gente vive como en las obras que pintó allí Van Gogh. Es una región que merece una visita de al menos tres o cuatro días a la que, de hecho, se llega fácilmente desde Italia: por esto, si no habéis estado todavía nunca, os aconsejo de reservar un viajecito a a la Provenza lo antes posible, para disfrutar de unos días de relax, buena cocina y perfumes embriagadores.