El primer mes de Erasmus

La aventura comienza

Has juntado todo el papeleo, has pesado, por lo menos, cinco veces las maletas y has hablado de tu viaje más de veinte veces en estos últimos días con todo el que te cruzabas.

El día ha llegado y después de haber dicho adiós a tu familia, los cuales te echaran de menos durante algunos meses, vas al aeropuerto entre triste y contenta, con ganas de nuevas aventuras.

Piensas en las personas que te han repetido mil veces que el Erasmus va a ser la mejor experiencia de tu vida y también piensas en aquellos que te dijeron que no entendían la razón por la que te querías ir.

Y finalmente llegas, con una sonrisa, con ganas de empezar una nueva vida. Crees que siempre irá todo bien porque aquí todo es diferente.

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Quieres disfrutar de la ciudad, disfrutar de la vida.

Y luego, piensas en las miles de cosas que tienes que hacer (los documentos oficiales, las reuniones, los contratos, las clases, la colada, cocinar, las compras) y, al mismo tiempo, piensas que te vendrá bien acostarte, que descansarás mientras otro te reemplazará para hacer todo eso. Te sientes solo.

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Y entonces te das cuenta, con las lágrimas a punto de caer, de que todo no va tan bien como lo habías creído porque aquí todo es diferente.

Te pierdes por la ciudad durante horas, no entiendes lo que te dicen en el supermercado, vas mil veces a la secretaría, vas a todas las clases posibles e inimaginables para intentar seguir un programa que no te lleve al fracaso.

Y reflexionas. ¡No has venido hasta aquí para sentirte mal! Miras al resto. Están pasando por lo mismo que tú, puede que lo entiendan.

Participas en las actividades que organizan. Conoces a personas de cualquier parte del mundo, de diferentes culturas. Conoces a tanta gente que se te olvidan sus nombres, que después de dos minutos, no te acuerdas de dónde son y mezclas todos los idiomas en una sola frase.

Entonces te das cuenta, sorprendida, que al final todo es igual para todos los estudiantes de intercambio, porque aquí todo el mundo es diferente y la diferencia es una riqueza de la cual debemos sacar lo mejor.

Te siente más o menos bien, solo cuando estás con ellos. Por eso pasas casi todo el tiempo con ellos. Reconoces a la gente, te acuerdas de sus caras. Y, poco a poco, te vas quedando con sus nombres, te acuerdas del país del que vienen.

Pasas más tiempo con unos que con otros. Sabes a quien mandarle un mensaje para ir a tomar algo, sabes a quien llamar para dar un paseo y sabes quien quiere salir de fiesta.

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No paras de viajar, una y otra vez, para descubrir mil cosas. No paras de salir, una y otra vez, para evadirte así de la monotonía del día a día. No paras de recorrerte las calles, una y otra vez, para conocer cada rincón de la ciudad. Y te olvidas de que has venido hasta aquí para estudiar y descubrir otra universidad.

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Entonces, encuentras el equilibrio. Bueno, más o menos. Te preparas para la universidad, pero sales cada día hasta las tantas. Preparas tu trabajo de grupo, pero después te vas a visitar un nuevo sitio de la ciudad que aún no conocías. Haces las tareas de la casa, pero horas después la casa parece tu casa, muy ordenada.

Un día, de golpe, te sientes como en casa. No tienes miedo de molestar a tus compañeros o de dormir mal porque aún no has hecho esto o lo otro.

Recorres la ciudad como si vivieras allí desde siempre. Conoces los rincones más bonitos y los sitios más asquerosos. Ya tienes tus sitios preferidos, a los que te encanta ir.

Compartes buenos momentos con nuevos amigos, con los que no te habías ni imaginado tener afinidad. Y juntos, aún algo tímidos, vivís la aventura del Erasmus.

Entonces te das cuenta que el tiempo, que parecía tan largo los primeros días, pasa muy deprisa. Ya ha pasado más de un mes. Has hecho tantas cosas, que si lo piensas, son increíbles.


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