La vida de los otros

Publicado por flag-ve Damarys Castillo — hace 5 años

Blog: Desde Venezuela, opiniones del primer mundo.
Etiquetas: General

Nosotros los Erasmus, grupo exclusivo y altamente privilegiado que ha vivido la increíble experiencia de estudiar en otro país, no tenemos ni la más mínima idea de lo que es vivir en otro país. Nuestras experiencias, si bien profundas y significativas, nos acercan apenas un poco a la experiencia de la emigración, pero no nos da tiempo suficiente para entenderla realmente. Porque es verdad que vivimos fuera, pero la mayor parte del tiempo lo vivimos rodeado de otros estudiantes internacionales, de fiesta en fiesta, de viaje en viaje… de hecho, esa es la magia del Erasmus: que vivimos una experiencia fuera de lo convencional y que nos saca por completo de nuestro día a día. No es una existencia normal la que nosotros llevamos cuando nos vamos a estudiar a otro país, cuando nos vamos de Erasmus. O, al menos, así fue para mí en Cracovia. Tengo amigos cuya experiencia estudiando fuera no fue así para nada: iban a clases y volvían a sus apartamentos, y lo único extraordinario era que viajaban más que estando en casa. Y tal vez ellos, ésos que vivieron su Erasmus de esa manera, lograron entender un poco más la cultura de los países en los que estudiaron. Y lo digo porque ¿cuántos de nosotros, la cohorte cracoviana, hizo verdaderos amigos polacos? Hubo algunos que se echaron novias, y eso es significante, por supuesto, pero los que no, los que vivimos un Erasmus de locura, no llegamos a entender completamente cómo vivían, al menos no sin un esfuerzo consciente.

Y saco todo esto a colación porque estos meses en Estados Unidos me han servido para entender realmente la experiencia migratoria, dejar tu país e irte con toda una familia a cuestas a otro territorio. Personalmente me ha tocado un poco de eso, sí: la soledad de no tener a tus amigos y la dificultad de hacer algunos nuevos cuando ya terminaste la universidad y no haces ningún tipo de actividad juvenil; estar lejos de tu familia, de tu comida y de tu cultura, no conocer las calles… pero, sobre todo, estar solo. Porque no importa si vives en una cueva del Himalaya, siempre y cuando tengas unos buenos roommates -¿o cavemates?-, al igual que una casa hermosa en Dubái puede parecerse más al desierto que al lujo si tienes que estar solo en ella. Ya sé que suena cursi y todo lo demás, pero es claro como el agua y cierto como la muerte.

A mí me ha tocado un poco de esto, pero no es nada comparado con lo que he visto en las personas y familias que de verdad emigraron. En el caso de los venezolanos es especialmente difícil porque la mayoría de los venezolanos que vienen a Estados Unidos lo hacen para pedir asilo político, que es la salida fácil, porque puedes arreglar tu estatus migratorio y tener tu permiso de trabajo muy rápido; pero –cuando las cosas se ven muy fáciles siempre tienen un gran pero escondido- no puedes salir de Estados Unidos mientras se procesa el asilo  y no puedes ir a tu país, porque se supone que estás huyendo de él, ¿no? Familias de venezolanos que dejan abuelos y tíos atrás, que dejan las hojas de plátano para hacer las hallacas y el plátano en sí mismo para hacer tajadas. Renuncian a las cervezadas en la playa, con la música sonando alto desde uno de los carros. Renuncian a sus derechos de ciudadanos, los que les corresponden por derecho en Venezuela, y corren a un país que no les garantiza nada, porque no son americanos. Prefieren esconder sus títulos de médicos, abogados e ingenieros, para que no les digan que están sobre calificados para un trabajo de cajera o de vigilante. Toman cualquier cosa que América les ofrezca, para suplir todo lo que dejaron atrás. Aceptan que sus hijos probablemente olviden el himno de Venezuela, y que por más que les hablen en español, habrá un momento en que los niños se sentirán más cómodos hablando inglés. Estamos hablando de padres e hijos con un primer idioma diferente… el lenguaje, ese que levanta barreras infranqueables. Y los padres prefieren eso. Se sienten orgullosos al saber que el inglés de sus hijos mejora cada día, porque prefieren perder ese vínculo que les da el mismo idioma, a que sus hijos se sientan siempre extranjeros en el colegio. Quieren que los niños se americanicen, para que encajen mejor, para que no sean considerados ciudadanos de segunda categoría, incluso cuando eso significa debilitar los lazos con el país que los vio nacer, con la cultura que llevan en las venas. Así, he visto abuelas que son incapaces de comunicarse con esos nietos que tenían tres años sin ver, porque los niños cada día recuerdan menos palabras en español. La mayoría de familias venezolanas aún no tienen la primera generación de ciudadanos americanos: pudieron haber traído a los niños muy pequeños, pero no nacieron aquí, no son americanos. La mayoría de venezolanos sólo son “asilados” o “residentes” porque este éxodo comenzó hace poco.

Pero los mexicanos y cubanos tienen una historia más larga con el país del Sueño Americano y también un poco más turbia. Mientras que los venezolanos son fanáticos de pedir asilo porque eso significa que no están ilegales en el país, a los mexicanos y cubanos les encanta cruzar la frontera y quedarse años y años aquí como ilegales. Pueden conseguir trabajos, y sus hijos serán ciudadanos al nacer en tierra americana, así que no se lo piensan demasiado. Los venezolanos seguimos teniéndole miedo a la deportación: nunca fue parte de nuestra cultura y todavía no somos expertos en esto de la emigración. Pero los mexicanos, cubanos y centroamericanos tienen historias sacadas de Hollywood, donde una mujer con hijos y nietos nacidos en Estados Unidos, y luego de 30 años de no salir del país, es deportada a México, y el país que decidió adoptar termina casi secuestrando a su familia lejos de ella. Y otras historias dignas de ser transmitidas en pantallas… como toda esa generación de centroamericanos que creció aquí, sin una ciudadanía pero sintiéndose más americanos que muchos americanos, y a los que Trump decidió quitarles todo el derecho de estar aquí, porque tenían que volver a sus “verdaderos” países. ¿Cuál es el verdadero país de un joven de 21 años que pasó los últimos 15 o 20 años de su vida en Estados Unidos? ¿Pueden de verdad estas personas regresar a un país cuyo idioma no manejan demasiado bien? ¿Y qué pasa con sus identidades y con su autoestima cuando los rechaza el país en el que crecieron?

Tradiciones modificadas para adaptarse a distintas culturas, conversaciones con palabras de varios idiomas. Religiones con bordes difusos, después de pasar por el cristal de los cambios y adaptaciones necesarias para sobrevivir un lugar extraño. La globalización, emigración y dobles nacionalidades son un tema bastante reciente –y serio-. Hablamos de generaciones de bilingües o trilingües, multiculturales, americanos que podrían, realmente, pensar en el problema de inmigración, porque sus padres son inmigrantes, que podrían tener una causa en mente, que podrían tener perspectiva y humildad para reconocer que un título universitario no te compra certeza en un país ajeno y que esa falta de certeza es la que hace que todo cobre más valor: el trabajo, el dinero, la familia…

Y sí. El fenómeno de dejarlo todo e irte a otro país, o de crecer en un país distinto al de toda tu familia, siendo un poco extranjero dentro y fuera de tu casa, es algo que no puede describirse tan sencillo como yo lo he hecho. Son muchas más vivencias, buenas y malas. Cuando nos vamos de Erasmus, por supuesto, no tenemos un choque cultural de este calibre, y muchas veces estamos muy ocupados para mirar a nuestro alrededor y tratar de entender a las personas que sí lo viven; pero tenemos esa increíble oportunidad de mirar un poco dentro de la vida de los otros –sí, como la película- y a veces eso es suficiente. Yo misma no he vivido ni una fracción de lo que he escrito y desconozco mucho, pero he podido observar algo… and that’s good enough. 


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