Día 25: La Haya - Día Internacional de la Paz
Ni Día 25 ni hostias: unas horas más tarde después de llegar (de la malísima y heladora idea) del cine al aire libre, me levanté para mi excursión a La Haya. Bueno, eso tampoco es correcto. Resulta que Giulia, Jéanne y Cristina también se habían registrado para asistir al evento, así que quedamos a una hora por la mañana para ir todos juntos... Pero, por supuesto, no me levanté cuando sonó el despertador (he desarrollado una capacidad asombrosa para apagarlo inconscientemente sin siquiera levantar la cabeza de la almohada), sino cuando Giulia dio unos ligeros toques a mi puerta. Jamás entenderé cómo no me despierta Amber Riley cantando (gritando) "And I am telling you I'm not going" y sí lo hacen unos corteses golpecitos.
Dejando a un lado mi sentimiento de vergüenza por tenerlas esperando (otra vez), sobre todo cuando había sido yo el principal interesado en quedar pronto porque mis visitas empezaban antes que las suyas y ellas eran las que se ofrecieron para acompañarme desde primera hora, me levanté rápidamente y salimos por la puerta en cosa de 10 minutos. Sin desayunar. Sin ducharme. Sin recoger la habitación. No me gusta dejar todo manga por hombro, odio salir de casa sin ducharme y me pone de muy mal humor empezar el día sin haber desayunado antes. Vaya manera de comenzar el Día Internacional de la Paz.
Breve inciso. El Día Internacional de la Paz es una celebración que se organiza todos los años en La Haya. Se trata de una jornada (un domingo) en la que muchas de las principales instituciones europeas e internacionales abren sus puertas al público. Especialmente para los estudiantes de Derecho, y sobre todo para los que estamos más interesados en la dimensión internacional, es una oportunidad sin igual para adentrarnos en la Corte Penal Internacional, el Tribunal Internacional de Justicia o la Europol. Algunas de las embajadas situadas en La Haya también participaron en este Día. Sin embargo, la organización del evento sólo permite registrarse para dos visitas, a elegir entre los diferentes organismos y las embajadas, y en diferentes horarios prefijados a lo largo del día (en Holanda por "día" hay que entender "hasta las 6 de la tarde"). Muy oportunamente, mi ordenador tuvo a bien anarquizarse cuando me registré en su momento, porque el email de confirmación que necesitaba para acceder lo redirigió como spam. Dos veces.
Pues como he comentado, mis compañeras (porque entonces aún eran compañeras, y no amigas) tuvieron a bien decidir coger el tren todos juntos hasta La Haya, para que, aunque su primera visita empezaba más tarde, a mí me diera tiempo a llegar bien a la mía, y así no tuviera que ir yo solo hasta allí (cosa que no me hubiera importado en absoluto, la verdad, llamadme misántropo). Resulta que, finalmente, mi apego a las sábanas de aquella mañana me salió bien, porque cogimos el tren anterior al que teníamos previsto (en Holanda, por "coger" hay que entender "correr hasta que se te duela el flato porque no lo pillas, ¡NO LO PILLAS!"), y en 20 minutitos nos plantamos en La Haya. Habíamos llegado muy pronto para ellas, que aprovecharon para darse una vuelta por el centro histórico de la ciudad, pero con tiempo nada más que suficiente para mí. Aún tuve que preguntar a 4 autobuseros para saber cuál de ellos me dejaría más cerca de mi primer destino (la Corte Penal Internacional). Lo gracioso es que los cuatro me dijeron que sus rutas me pillaban de paso. Lo que no resultó tan gracioso fue lo que me clavaron por un viaje de 5 minutos. Digamos que casi a euro por minuto. Vamos, ni que fuera un autobús turístico anfibio con audioguías en 17 idiomas y un chófer caracterizado de elefante rosa.
La Corte Penal Internacional y Europol son dos enormes y modernas torres gemelas, todo blanco y cristal, muy imponentes, que es para lo que han sido creadas me supongo. Una vez pasados los controles de seguridad y haber firmado en el Registro, ocupé mi asiento (no cabía ni un alfiler más, aunque sí por lo visto una señora, digamos, hermosa que llegó con retraso) comenzó la sesión. La visita en sí consistía en una serie de explicaciones por parte de una jueza y respectivos representantes de las oficinas del fiscal, la defensa y las víctimas. Esta última presentación me resultó especialmente interesante, porque es un órgano que no existe en otros instrumentos judiciales. Después se abrió el turno de las preguntas, durante el que pude comprobrar un par de cosas: que la madurez no te la regalan necesariamente cada Reyes según los años (o las primaveras, que diría Ana Rosa Quintana) van pasando y la asombrosa facilidad de los holandeses para hablar inglés. Sí, ya sé que lo he comentado más veces, pero, ¿qué queréis que os diga?, siguen siendo fluidos (y yo no), así que sigo sorprendiéndome.
Después de la visita y de un nuevo sablazo por cortesía del servicio de transporte público de La Haya (jamás pensé que algo pudiera resultar más caro que el tranvía de Amsterdam), aterricé en el principal edificio del evento, que albergaba una de esas ferias que tanto me gustan. Me encanta recorrer esos stands a rebosar de panfletos, brochures, guías, anuncios e informes. Y no sólo porque aquel día comí de gratis (las embajadas se enfocaban más en atraerte a sus países a través del gusto que la vista, ¡por Dios!, si había hasta una "lituana" disfrazada con el traje "regional"), la diversidad que se palpaba en aquella sala me embriagaba: tantas lenguas, tan cultura, tanto que ver, apreciar y preguntar... Me tiré como media hora en los puestos de UNHCR y de Amistía Internacional (y le saqué el dedo a la de la OTAN, pero eso son cosas que no se cuentan), ligué inesperada y sin-futuro-mente, me reencontré con mis futuros proyectos de amigas (que, al final, se habían saltado su primera visita... hice bien en separarme de ellas, por lo que se ve) y me llenaron la mente de nuevas ideas, aspiraciones y metas. Y la boca de patatas fritas, por cierto.
Hasta nos tragamos un baile tradicional chipriota. A la chica no le debió hacer mucha gracia que le preguntara si eran de la parte ocupada de Chipre. Tranquilos, la carrera diplomática no está entre mis prioridades. Otro suceso curioso ocurrió durante el discurso de bienvenida, en el que un niño con alguna discapacidad mental no paraba de subirse al estrado y saludar alegremente a la inauguradora, que demostró unos nervios de acero, todo hay que decirlo. Hacía el final de mi ronda por el comedo... quiero decir, por la feria, estaba tan cargado de documentación que apenas podía cargar con ella. Menos mal que la organización había previsto un transporte (¡gratuito!) para desplazarnos entre una visita y otra... aunque el servicio ya podía haber empezado un poquito antes y así ahorrarme el deshojar el talonario.
Mi siguiente parada fue el Palacio de la Paz, tristemente inaugurado un año antes del estallido de la I Guerra Mundial. La Historia demuestra ser un poco cínica en ocasiones. Posiblemente se trata de uno de los edificios más bonitos de La Haya, construido en una época en que las construcciones tenían más objetivos en su diseño que los meramente funcionales; hablando en plata, que los feos. El Palacio de la Paz fue financiado y, consecuentemente, inaugurado por Andrew Carnegie, un afable y bonachón personaje. Por lo que pude leer más tarde de él en Wikipedia (sí, tampoco estaba TAN interesado en la fiabilidad de los datos), fue el prototipo de rico hecho a sí mismo. Nació más pobre las ratas y murió convertido en el segundo hombre más rico del planeta. Una versión decimonónica de J.K. Rowling, cambiando la tensión sexual no resuelta y los alohomoras por el acero que lo hizo de oro. Pero más importante aún, fue un filántropo excepcional, exigiendo como condición en cada proyecto que financiaba la construcción de una biblioteca. Suya es la frase: "A man who dies rich dies disgraced". Aunque yo prefiría ser rico, y después ya veremos cuándo decido morirme. Igual me daría por no hacerlo.
El Palacio de la Paz alberga el Tribunal Internacional de Justicia, la máxima autoridad judicial en todo el mundo que, paradójicamente, sólo vincula a los Estados si acceden a que lo haga. Por desgracia, no pudimos visitar la sala de deliberaciones porque estaba cerrada a causa de una invasión de termitas. Estos bichos que no respetan nada, te los encuentras en todos sitios. También nos fueron enseñando los regalos que los distintos países participantes le habían ido dedicando al Tribunal cuando aún tenían dinero para esas cosas: una verja de hierro forjado, paneles para las paredes, una alfombra más grande que mi casa (ahora entiendo que las termitas se pongan las botas en este sitio), unos colmillos de elefante que, curiosamente, no desentonaban para nada y una colección de sillas con el escudo de cada país grabado en el respaldo. Mientras el guía nos explicaba el incalculable valor de estos asientos, a una lerda de la vida no se le ocurrió mejor idea que probar si eran mullidas. La mirada que le dedicó el guía tiene que ser constitutiva de crimen seguro. También la existencia de gente TAN tonta.
La visita terminó con una explicación sobre el Corte Permanente de Arbitraje, otro instrumento para dirimir diferencias entre los Estados. La chica que dirigía la charla tendría sólo unos pocos años más que yo y, aunque era muy eficiente, demostró estar bastante nerviosa. Sobre todo cuando un anciano japonés (no sé por qué digo que era japonés, la verdad, tampoco es que tenga un doctorado en diferenciación de rasgos faciales en asiáticos) le hizo una pregunta algo comprometida y ella se fue por las ramas. Al preguntarle al señor a ver si le había quedado claro, éste le contestó que no, que no le había respondido a su pregunta. Vaya cara se le quedó a la pobrecita, ríete tú de "El grito"...
Cuando terminamos la segunda visita, tenía la intención de reunirme con las otras, porque me sentía un poco culpable por el episodio de la mañana, pero tenía un dolor de cabeza horrible y estaba empezando a llover (era una época en la que, ingenuo de mí, que empezara a llover aún me rompía los planes), así que decidí coger el tren de vuelta. Total, eran las 17:30 y ya estaba todo cerrado. No podía adivinar que la aventura del día estaba a punto de comenzar.
Por alguna razón, no había tren directo a Amsterdam, como lo habíamos cogido a la ida, pero me informé de dónde tenía que hacer el transbordo y, total, como no tenía ninguna prisa, tampoco le di mucha importancia. Tras el tercer transbordo sí que me empecé a mosquear un poco: no estaba en mis mejores facultades, y que los trenes no pararan de retrasarse o desviarse justo en la que parada en la que yo los estaba esperando, pues no mejoraba mi ánimo que digamos. Yo sabía que algo pasaba con los trenes en dirección Amsterdam, porque no paraba de oir anuncios por megafonía con el nombre de la ciudad... que era lo único que entendía. Ríete tú, entre que mi conocimiento de NS era un irrisorio y que justo eligieron ese día para NO hacer gala de mi tan admirado bilingüismo holandés, me estaba poniendo de los nervios.
Al cabo de hora y media o así, en la parada que estaba (a esas alturas, en algún punto de Noruega, probablemente), decidí coger el primer tren en dirección al aeropuerto, pues una vez llegados allí no había pérdida posible hasta mi casa. Así que me acerqué como quien no quiere la cosa a una china que había por ahí cerca, que, por todos los bultos que llevaba, o bien se dirigía también a Schiphol (recordad, /esquipol/) o la acababan de echar de su piso patera. Por tanto, mitad amabilidad, mitad aburrimiento, me entretuve dándole conversación el resto del viaje. Bueno, sólo hasta que conocimos a Ingrid.
Ingrid es una señora que conocimos repentinamente en otra de las paradas que hizo el tren (por si no ha quedado claro ya, es evidente que amorticé sobradamente el billete de tren que compramos aquella mañana). La china y yo no tuvimos apenas que hablar más desde que nos la encontramos: todo un personaje que me hizo olvidar mi dolor de cabeza al instante. Ingrid había sido una alta ejecutiva en uno de los principales bancos británicos, pero ahora estaba prejubilada (aunque no aparentaba más de 50 años a lo sumo) y se había convertido en la mujer para todo de un millonario. Sin dobles sentidos. Actualmente, su cometido consistía en cobrar 100 libras por participar en carreras en el barro, romperse huesos o pelearse con animales de granja. De hecho, con frecuencia parece que sucedía todo a la vez. Lo mejor de todo era la pasión con que nos lo contaba, sin un asomo de duda sobre la lógica de su trabajo. Ella decía que estaba contenta, y se notaba.
También nos contó que este año viajaba cada 3 semanas o así a Holanda, porque tenía aquí a un hermano enfermo terminal. Por lo que parece, en cada visita le traía una botella de ron que le hacía beberse y, en aquella ocasión, se lo había llevado a un coffeeshop. Repito, unos 50 años y una apariencia de seriedad probablemente heredada de sus tiempos en la banca. A todo esto hay que añadir que ella era originaria de la Isla de Man, por si le faltaban peculiaridades a la mujer.
Aunque no participé mucho en la conversación porque aún no confiaba demasiado en mi inglés de andar por casa, fue uno de los viajes en tren para entretenidos de mi vida. No tengo ni idea de si la mitad de lo que nos contó era verdad (o la mitad de la mitad), pero lo cierto es que me lo pasé genial igualmente. No fue hasta que entré en mi habitación cuando me di cuenta que me había costado 3 horas de La Haya, un viaje que había hecho en 20 minutos aquella misma mañana. Tres hurras por Ingrid.
- Metedura de pata del día: hoy en día la amabilidad siempre viene adjetivada. Asegúrate de mirar a quién pertenece la bolsa que tan cortésmente te ofrecen en un puesto para llevar todos los papelajos que has ido recogiendo, no te vayas a sorprender al final del día descubriendo que te has pasado 8 horas paseando alegremente una bolsa de la República de Kosovo.
- Moraleja del día:propongo coger el tren porque sí. Sin destino, sin horarios. Hacer transbordos. Conocer gente. Y, probablemente, escribir un libro con tus viajes de ciudad en ciudad, de parada en parada. Una experiencia impresionante.
- God bless: las adolescentes holandesas que olvidan poner en modo privado sus invitaciones de cumpleaños en Facebook, de forma que terminan colapsando todo el país porque miles de personas sin nada mejor que hacer un domingo por la tarde decicen acudir a la fiesta, obligando a las autoridades a desviar gran parte de los trenes con destino a Amsterdam y permitiéndome conocer gente tan interesante como Ingrid.
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