El valor para marcharse, el miedo a llegar.
Cuando supe mi destino, ahí empezó todo. Dublín, Irlanda, una ciudad, un país, una cultura, un mundo.
Los preparativos nos fueron fáciles, sobre todo el jaleo del papeleo en la universidad, la convalidación de las asignaturas... Lo que no sabía entonces es hasta qué punto merecería la pena todo ese agobio y estrés.
Dejas a tu familia, a tus amigos, lo dejas todo, y llegas a un lugar desconocido, sola sin saber qué hacer ni a dónde ir. Te acomodas en una residencia o en un piso de estudiantes, donde asumes que vas a pasar el resto del curso. Si tienes suerte, te llevas bien con tus compañeros, pero luego llegala convivencia real, cuando empiezan a apilarse los platos en el fregadero y el baño se convierte en una pequeña pocilga.
Primer día de clase, te enseñan la universidad, te sacan esa horrible foto de carnet en blanco y negro para pegarla en tu tarjeta de estudiante (ni pienses enseñarla por ahí), y empiezas a hacer contacto, vas conociendo más gente y empiezas a hacer los primeros planes.
Oyes que hay una fiesta para estudiantes erasmus esa misma noche, te animas, te preparas sales, y empiezas a ver que la cosa mejora. Empiezas a olvidarte de todo.
Y poco a poco vas aprendiendo cosas, te va gustando... Lo que ni sospechas es la de experiencias nuevas que vas a vivir en este nuevo hogar, todo lo que te llevarás de vuelta cuando regreses, y las pocas ganas que tendrás de hacerlo.
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