Un pueblito veracruzano.
Un pueblito veracruzano
Los colores
Miro mis pies, se alza el suelo de las calles sin pavimento, ahí donde la mayor intervención del hombre ha sido colocar piedra tras piedra en algunos caminos. Las calles empedradas alegran, me confirman que me encuentro en un “pueblito”.
El olor
En calles menos transitadas, menos principales, uno puede ver casitas de adobe, huele a tierra mojada, a vegetación y en un tramo se percibe un tipo de vegetación muy específico “marihuana”.
El sonido
Ya escuché varias palabras en náhuatl, está claro que todos dominan la lengua y algunos hacen muy poco de caso al español. Estoy en el punto de saludar con “piale” a todo el que me encuentro.
El sabor
Pero lo que realmente me encanta son las tortillas hechas a mano, los frijolitos y el pollo “picosito”. De lo cálido del lugar lo mejor es la comida y la bebida, sí, el café y el atole. Me admira mucho ver la forma en la que cocinan con horno de piedra y leña, de ahí el sabor particular.
El tacto
Todo te toca, más fuertemente lo hace el río cristalino que se descubre a la orilla del pueblo. Luego de caminar cuesta abajo donde la propia masa corporal se hunde en el terreno, sí es posible sentirse hundido, entre las ramas de unos árboles aparece la materia hecha agua, corriendo a través de enormes rocas.
Me voy impresionada
Debo reconocer que hay un momento en el que no sabes que es lo que impresiona, si el agua que dicen que es vida o la roca que a la imaginación resulta en lo más inerte. Así conmueve el aire, el agua, el suelo. Impresiona el pensar que no hay ninguna promoción de la zona, es un lugar escondido y desconocido como tantos que aún no he imaginado siquiera.
Pero lo que verdaderamente trastoca y sin afán de ser “cursi”, lo que verdaderamente mueve el alma, porque no sé de qué otra manera llamar a eso de dentro que nos hace humanos y que se vuelca cada vez que se tiene contacto con la gente de aquí, es la mirada de las mujeres que venden su trabajo de días por menos de 30 pesos, el verles las manos endurecidas o los pies descalzos, son mujeres de troncos fuertes y madera fina, esa madera que no tiene eco por dentro.
Conocí a la señora que “cura” nos llevó hasta su casa, más bien dicho, nos llevó hasta un lugar que parecía la casa de nadie, una choza perfectamente ubicada entre un pequeño arroyo y árboles frutales. Estoy segura que el sonido del agua los arrulla por las noches.
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