Experiencias universitarias del tercer mundo

Ayer fui a mi universidad luego de meses de ausencia. Terminé todos los cursos en Marzo, y desde entonces sólo iba a lo que un día fue como mi segunda casa en ocasiones esporádicas, para reunirme con mi tutora o buscar documentos. Ya en esos momentos era triste darme cuenta de que mis amigos, con los que veía clases, almorzaba y me iba de fiesta, no estaban nunca por allí: o se habían graduado o se habían ido del país. Entonces me dedicaba a hacer mis diligencias y a revisar de forma meticulosa el teléfono para que nadie se diera cuenta de que ya casi no conocía gente en lo que una vez fue mi hogar. Ayer tuve la suerte de coincidir con varios compañeros, pero el efecto fue el mismo, sólo que nos dábamos cuenta juntos de lo viejos que éramos comparados con los niños nuevos que caminaban emocionados de un salón a otro. Todo este tiempo fuera y lejos de las aulas hicieron que me aislara un poco de su realidad, de una realidad que fue mía por tantos años, por la que marché, enfrenté guardias nacionales y tragué gas lacrimógeno. Pero al volver a las aulas, al ver a mis profesores y compañeros –que no estudiaron conmigo, pero con los que simpatizo inmediatamente- recordé todo lo que viví en esos jardines y salones.

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Ya desde el momento en que, a las 5 de la mañana, buscaba la fila de estudiantes que esperaban el bus de la universidad que nos llevaría a Caracas, empecé a notar mi nuevo estatus. A las preguntas de los cursos que estaba viendo, y a los comentarios de “qué dura está esta semana diez” siempre me avergonzaba un poco de responder que ya yo había terminado. ¡Pero si debería, indudablemente, sentirme orgullosa de por fin haber superado lo que es una de las pruebas supremas en este país! Lo que pasa es que veía a los muchachos luchar con una situación que se sale de sus manos, y me siento un poco culpable al saber que yo terminé, y mis planes son irme sin mirar atrás. Ningún estudiante debería tener que maniobrar como lo hacen los estudiantes venezolanos para poder educarse, no debería ser la norma que para poder terminar tu carrera en una universidad pública dependas más de la suerte y de la situación política del país que de tus aptitudes académicas.

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Es que ser estudiante universitario en Venezuela va más allá de quemarte las pestañas estudiando y de ir a presentar tu examen luego de una noche de desvelo. En la universidad pública venezolana, que es única e incomparable, se aprende mucho más de lo que está en las páginas de los libros, porque a pesar de que suena maravilloso que la educación sea gratuita y que nos den tres comidas al día y transporte urbano e interubano, la realidad es que nada de eso es fácil de mantener, y mucho menos con un gobierno que preferiría una población analfabeta a la que manipular; un gobierno que amenaza con reducir el presupuesto universitario si la admisión no se hace según sus reglas, un gobierno que prioriza la cantidad sobre la calidad y que no tiene idea de cultura ni de la Academia. Ese gobierno ha querido asfixiar la universidad venezolana, y más que eso, asfixiar el pensamiento libre y racional. Y por eso, desde mis primeros meses en la universidad era usual salir a marchar, protestando por un presupuesto digno para las instituciones que formarían los nuevos líderes venezolanos. Pero de unos años para acá los mensajes en las pancartas y los cánticos no se limitaban al ámbito universitario sino que pedían también una vida digna para el venezolano: comida, seguridad, democracia. Y es aquí cuando el gobierno decide que la universidad está mejor cerrada y callada que abierta y protestando. Los comedores empiezan a cerrar, los transportes se reducen y las aulas empiezan a quedar vacías. Porque cuando el sueldo de un ciudadano no alcanza para comprar comida, la educación universitaria deja de ser prioridad: ¿por qué gastar dinero en transporte cuando en la casa hay que comprar leche, queso, azúcar, harina…? Y es entonces cuando ser estudiante deja de ser tan sencillo.

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En el bus, a las 5 AM, escuchaba a los muchachos hablar de lo felices que estaban porque el comedor empezó a dar “pollo de verdad”, y de cómo estaban atrasados en los laboratorios por falta de compuestos, o de sus esperanzas de que este año no hubiese otro paro universitario que los atrasara medio año más.  Y cuando les decía que mi graduación era en dos semanas, su expresión mostraba una mezcla de celos –porque lo logré, como si en el fondo creyeran que no ellos mismos no podrían- y genuina emoción por mí, porque salí de la zona de riesgo, porque “ya me puedo ir con mi título en mano” y todos sabemos lo que significa realmente ese “ir”.

Hoy, día del estudiante universitario en Venezuela, me pongo a pensar en lo increíble que es que la Universidad Simón Bolívar siga funcionando cuando más del 20% de los profesores titulares han renunciado para buscar una mejor vida en otros países; cómo sigue siendo la Universidad de la Excelencia cuando la prueba de admisión con la que seleccionaba a esos estudiantes excelentes, fue abolida y reemplazada por un sistema de admisión que no tiene sentido, donde es más importante si tienes poco dinero en el banco a si tienes buenas notas en tu boletín. ¿Cómo mi universidad sigue teniendo esos jardines tan verdes y bonitos? ¿Cómo se las arreglan para mantener los salones limpios y funcionales, cuando los grandes poderes del régimen se confabulan para derrocarla? Y no, no es una exageración… el gobierno haría cualquier cosa para que las universidades públicas dejaran de enseñar filosofía y pasaran únicamente a “cursos de historia contemporánea” donde Chávez sería el principal protagonista de las discusiones.

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Ayer, al visitarla recordé lo que nos hace grandes, pero también sentí la inexorable tristeza que ahora rodea a los estudiantes y profesores, el miedo a que pase algo y las clases se suspendan, o a que cambien el currículum lectivo, o a una tanqueta entre por los arcos uesebistas y bombardee a los estudiantes que pasaron meses en la calle luchando por Venezuela. Ayer me sentí triste, al recordar ésos tiempo en los que nos quejábamos pero teníamos tanto comparado con lo que tenemos hoy. Pero también me enorgullecí de que, a pesar de todo, tuviéramos la capacidad como Institución y como país, de levantar la barbilla y seguir intentando. No sé si esté bien o mal aparentar una normalidad que no existe en Venezuela, pero los muchachos yendo a la biblioteca a estudiar, jugando ultimate fresbee en los jardines, fumando debajo de los bondsai, tomando notas en el seminario de geofísica en el que fui ponente… todos ellos me recordaron que incluso bajo este yugo, seguimos siendo estudiantes y, sobre todo, seguimos siendo estudiantes de una de las mejores universidades venezolanas. Que seguiremos buscando el cinco, y seguiremos hablando como nerds de temas que tal vez no entendemos completamente. Seguiremos yendo más allá, preparándonos dentro de las aulas para ser estudiantes excelentes y luchando fuera de ellas por el país que queremos y que nos merecemos. Seguimos siendo esos estudiantes que hacen malabares con las responsabilidades y que tienen un máster en finanzas para poder cubrir esta carrera que tan lejos parece de terminar. Los estudiantes siguen siendo estudiantes, pero los estudiantes venezolanos saben que nada en esta vida es gratis, porque hemos tenido que pagar un alto precio para conservar y aprovechar esta educación libre y gratuita, porque incluso cuando las cosas son gratis, nada es regalado.

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Ayer, después de haber visitado muchas universidades americanas, ésas que salen en las películas, con campus hermosos y fiestas increíbles, me alegré al arme cuenta que mi universidad no tiene nada que envidiarle. Que la USB, al igual que muchas de las universidades venezolanas, hacen mucho con muy poco, y no están demasiado atrás de esas universidades/negocios de otros países, que tienen todo para desarrollarse y desarrollar a sus estudiantes. Luego de haber conseguido que mi hermana entrara en ese mundo universitario de Estados Unidos y conocer bastante bien ese sistema, ayer me di cuenta de que no lamento ni un poquito haberme quedado en la USB y creo que, de volver a elegir, volvería a escoger sus aulas porque cada marcha por un sueldo digno para los profesores me hizo valorar su trabajo; cada paro me hizo valorar el tiempo; cada asamblea que hicimos en conjunto de auditorios me hizo entender el poder del pueblo unido; cada una de las experiencias que viví en mi Casa de Estudios me hizo un estudiante consciente y un ciudadano involucrado… y sólo puedo esperar que mi hermana aprenda lo mismo de alguna manera en el entorno perfectamente funcional de su universidad.

Y hoy, día del estudiante universitario, sólo puedo decirles: aguanten muchachos, aguanten un poquito más que falta poco. Falta poco… no sólo para terminar esa carrera universitaria que hoy ven más como un obstáculo para salir del país que como una herramienta, sino para que todo esto mejores. 

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