Noja, noches de fiesta
Este verano he ido un fin de semana a Noja, después de volver de Suecia. Necesitaba un par de días para relajarme en la playa y salir de fiesta, necesitaba menos turismo y más relax, más dunas y menos calles, un mar donde poder bañarme y no el cual observar.
Noja es un pueblo de Cantabria muy popular entre los jóvenes por la fiesta que hay. Cada verano, cientos de estudiantes y universitarios van a Noja para pasar unas vacaciones con amigos en uno de los múltiples campings que se encuentran por toda la zona, unas vacaciones de playa y fiesta, noches descontroladas. Y yo fui uno de esos estudiantes.
Nunca había ido, y eso que me habían hablado de ello varias veces, y me lo habían recomendado, pero nunca había tenido la oportunidad de visitarlo, hasta este año, cuando en agosto me invitaron al camping de Los Molinos (Ajo) para pasar un fin de semana. Me hacía mucha ilusión ir, porque no tenía ni idea del ambiente que se respiraba y tenía mucha curiosidad por descubrirlo. Y lo descubrí, descubrí que el ambiente era de los mejores que había presenciado en mucho tiempo.
Las mañanas de Noja eran muy reconfortantes. Una ligera brisa que suavizaba el calor mientras desayunábamos en el jardincito de nuestro módulo era una gozada. El ruido de los coches apenas era perceptible ya que iban a diez kilómetros por hora, norma viaria del camping. Pasábamos toda la mañana en el camping, viendo la tele, tomando el sol con música o dando un paseo, y así obtener una opinión general antes de conocerlo a fondo.
Para las tres del mediodía comíamos y seguidamente bajábamos a la playa, donde nos anclaríamos todo el día, hasta la hora de cenar. Para ir hasta la playa necesitábamos un medio de transporte, porque el camping no estaba junto a la ciudad, sino a 11 kilómetros de ella. Para facilitar el desplazamiento, el camping disponía de un autobús propio y exclusivo para sus clientes con el objetivo de que éstos (es decir, nosotros) tuviéramos la oportunidad de bajar a la ciudad y a la playa sin tener que pagar billete.
El día que salimos de noche, bajamos a la Playa de Rís hacia las cinco de la tarde. Lo primero que sentí en mi interior al estrenar mi mirada en aquella playa fue envidia, envidia porque Noja tenía dunas más largas que en la playa de mi región, Laga, y os juro que sentí celos por un momento. Aquellas estaban intactas, como si nunca hubieran sido tocadas, ni mucho menos rozadas, por la marea o una ola furiosa de algún temporal, algo que sucede comúnmente en la costa cantábrica.
Otro factor que también me impresionó fue la cantidad de gente que se concentraba en un espacio limitado de arena, era como si estuviéramos en el centro de la localidad, aunque también es verdad que Noja comparte el arenal con otro municipio: Isla Playa. La zona en la que estábamos pertenecía a Noja, y a pesar de estar un poco apartado del ambiente y del movimiento de la villa, había bastante gente.
Y a medida que nos acercábamos al agua, mis celos crecían sin parar.
Rís estaba llena de surfistas, de turistas extranjeros, de familias que veraneaban y de vecinos de la misma localidad, todos completando una diversidad que pocas veces se veía en mi zona. La envidia regresó, por supuesto.
Nos colocamos en medio de la multitud, en medio de toda aquella gente de diferentes puntos del globo o de la península misma. Pero no nos pusimos ahí a propósito, ni por curiosidad ni por la integración y el querer encajar en la gran familia que parecía existir. Nos pusimos ahí porque no había más sitio, ni en la zona de las dunas ni cerca de la orilla, y afortunadamente, algunos puntos del centro estaban libres; tampoco es que fuese un restaurante aquello, en el cual te sentabas donde querías. La playa de Rís era parecido a un bar de carretera o a un bar nocturno: te sientas donde puedes, y si no encuentras nada, haz sitio.
Y nuestro sitio fue al lado de las duchas, donde cada poco tiempo, gotas de agua que habían recorrido cuerpos desnudos y ajenos aterrizaban en nuestras piernas y espaldas, pero no podíamos hacer nada al respecto, no teníamos a dónde ir y dónde colocar las toallas excepto en aquel rincón, y ahora entiendo porqué había estado vacío.
No aguantamos mucho la situación y decidimos dejar de tomar el sol para más tarde y meternos al agua, y no al de las duchas. Una de los puntos a favor que tenía la playa y de los cuales me puse celoso fue la temperatura ideal del agua. No estaba ni fría ni caliente, estaba perfecto. Y os lo dice un chico muy pero que muy friolero. Uno que tarda alrededor de media hora en cubrirse de agua hasta los hombros, y a veces ni los hombros.
Y la temperatura del agua complementaba a la perfección con la de la fuerza del sol y sus rayos. Meteorología veraniega, no había nada más que decir. La meteorología perfecta, todo perfecto. Excepto una cosa, un detallito que para algunos puede parecer irrelevante aunque he de reconocer que siendo yo tan friolero a mí no me lo pareció: la súbita profundidad del mar. Prácticamente desde la orilla, a apenas un metro ya nos cubría hasta la cintura. Y menos mal que el agua estaba templada.
A todo esto, las olas eran de gran tamaño, o al menos no eran pequeñas. Eran muy juguetonas, y te animaban a ser arrastrado/a por ellas hasta la arena aún sabiendo que terminarías lleno de ella de arriba abajo. Y lo conseguían, fui víctima de su mala influencia, pero me dio exactamente igual, me lo pasé muy bien, como un niño cualquiera. La arena ya se limpiaría en las duchas y mojaría a mis compañeros con esas gotas traicioneras.
Cuando llegamos a las toallas y nos dispusimos a secarnos, el calor hizo que nuestro cuerpo nos incitara insistentemente a que tomáramos un helado. Lo que en un principio pdoía ser solo un pequeño rumor en nuestra cabeza acabó en desesperados gritos.
Queríamos algo para refrescarnos y para combatir con el bochorno. Así que cogimos las chancletas y subimos a una heladería muy buena y muy recomendada por mis amigos. Y ahora que la conozco, yo también la puedo recomendar. Era un local muy barato y de buena calidad, con cucuruchos muy bien rellenados de helado con un delicioso sabor y con sus gotas derretidas deslizándose en espiral por los dedos de la mano.
Bajamos otra vez a la playa y aproveché el momento para echarme una siesta. Era un momento ideal para relajarme y descansar. Aproveché también la posición del sol para broncearme mientras dormía, y pocas horas más tarde nos subimos al bus para volver al camping y poder cenar y, cómo no, prepararnos para la gran noche que nos esperaba.
Las noches en Noja:
La fiesta se concentraba en una sola calle: Calle Palacio, una calle relativamente corta pero llena de vida, y estaba situado a once minutos a pie desde la playa de Rís, a la cual ya iríamos más tarde.
La calle nos tenía más de media docena de bares que ofrecer pero no nos valía la pena ir a todas, ya que no había noche suficiente. Sin embargo, entramos a cinco de ellas, que además de dejarnos una buena imagen de Noja en nuestro recuerdo y nuestras anécdotas, nos ayudaron a tener una idea general sobre la fiesta que solía haber y sobre el tipo de jóvenes que solían animarla y darle vida:
1. Ábaco Ruta 66: fue el primer bar al cual entramos aquella noche, y no es que fuese algo grandioso. Iniciamos la fiesta con expectativas altas y no los tocamos ni con el dedo del pie. El Ábaco era un bar bastante tranquilo para clientela mayor de 16 años. Contaba con una terraza más grande que el propio bar, y estaba llena de mesas, plantas y música. Era un lugar de "chill", pero no era lo que estábamos buscando en aquel momento; quizás en otra ocasión.
Como ya había dicho, el interior del bar no era muy grande.
Era un edificio de dos pisos con una pista de baile de tamaño regular y una barra, donde las camareras salvaban la reputación del local: preparaban unos cubatas muy ricos. Y eso motivaba, pero la música no nos daba el empujoncito para ir un poco más allá, es decir, para motivarnos hasta el punto de sacarnos a bailar a la pista.
Es verdad que la música era variada, desde canciones de los ochenta hasta lo más reciente, pasando por diferentes géneros musicales como el reggaetón, e rock o el rap. Era un bar muy agradable, pero desgraciadamente, aquello no era lo que estábamos buscando.
2. Darker: el siguiente bar al que quisimos entrar fue el Darker, un bar muy atractivo desde fuera con un ambiente tan bueno que también se veía desde fuera y te daba las ganas y la energía necesarias para entrar. Había mucha gente, tanto dentro como fuera del bar, aunque también es verdad que la calle entera estaba abarrotada. Pero este bar en concreto lo estaba más; digamos que era el centro de toda la multitud.
El género musical que dominaba el bar era el reggaetón seguido del trap, los dos estilos más exitosos del momento. Junto con la música, destacaba el ambiente bailando y cantando bajo los focos y las luces de colores. Además, había pantallas por toda la barra donde se mostraba el videoclip de la canción que sonaba, y junto a la luz de las pantallas, estaban las que enfocaban a las botellas de alcohol, un método de los "bartenders" para atraer a la clientela.
En el centro del bar había unas escaleras de madera iluminadas que guiaban al segundo piso, una sala para estar tranquilamente y para tomarse un cubata. La sala estaba llena de butacas y sillones de color blanco (la mayoría) con pequeñas mesas para apoyar las copas, un futbolín y una terraza para disfrutar de las vistas y de la gente amontonada en la calle. En comparación con la planta inferior, el sitio era muy tranquilo y algo menos ruidoso. Era un cóctel lleno de emociones y ganas de fiesta.
Aquello sí que fue un buen comienzo de la noche.
3. Garfanta: era uno de los grandes, indiscutiblemente. Yo todavía no había pisado Noja y ya sabía de su existencia, gente que nunca ha ido sabe de su existencia. No era algo físicamente colosal, pero sí emocionalmente. Era de los mejores sitios para salir de Noja, un bar en el cual había ambiente de todo tipo, igual que en la playa, y la entrada era gratis, igual que en las otras. Era un recinto amplio con una edificación no muy alta pero con una terraza de varios metros cuadrados, con piscina de forma un poco abstracta y su puesto propio de mojitos, sombrillas y una especie de terraza cubierta.
La música era muy buena, el DJ mezclaba canciones de la muchas épocas que forman el milenio que vivimos, pero siempre eran esas de las que te hacían bailar aunque el género musical no fuera de tu gusto. En cuanto al servicio, las copas no eran las más baratas del mundo, pero estaban bien elaboradas y se notaba que eran de calidad, así que el precio podemos considerarlo más que aceptable.
Era muy espacioso y animado, y de los mejores recuerdos de mi fin de semana en Cantabria. No tengo nada más que decir.
4. Sotileza: me dejó sin palabras, pero no por su estructura.
A pesar de que la primera impresión fue muy buena, es decir, nada más entrar dos farolas te iluminaban con una luz de color azul, un detalle que a mí ya me hizo sentirme como en casa, en un ambiente muy acogedor y familiar, que te daba esa sensación de que todo iría tal y como lo habías planeado.
Otro de los puntos culminantes fue la amplia terraza, más grande que la de Garfanta, y la música se escuchaba a un buen volumen desde cualquier esquina, y no música cualquiera, sino la más reciente.
Pero lo que me dejó sin palabras no fue ni la terraza ni la música, sino el ambiente: estaba muy masificado. Había tanta gente que incluso en la terraza había escaso espacio, y para poder entrar al interior del bar era una autentica guerra, y sobre todo a la hora de cruzar la puerta. No la cruzamos directamente, simplemente llegamos a ella y permanecimos pacientemente haciendo cola.
Y cuando por fin cumplí con mi objetivo, poco duré hasta llegar a sentir agobio y tener que salir de ahí a grandes saltos. Por lo que podéis ver, no estuve mucho tiempo dentro, así que tampoco puedo contar más. Pero si alguna vez tenéis la oportunidad de entrar y por casualidad no os lo encontráis muy abarrotado, no le deis más vueltas y disfrutad de su servicio y la música.
5. Boulevard 33: fue el segundo bar en el que entramos y pasamos la mitad de la noche: es un local muy agradable con consumiciones no muy caras y una terraza al aire libre en la puerta trasera perfecta para descansar y tomar algo tranquilamente.
Pero nosotros no lo conocimos, solo lo vimos desde dentro porque estaba tan llena que ni siquiera teníamos la opción de salir a la terraza y mirar el cielo. Había demasiada gente, pero no tanto como lo había en Sotileza.
Volviendo al tema, Boulevard 33 era un bar decorado con muchas luces y bolas de disco, a la vez de múltiples pantallas por todo el salón y música novedosa y que te incitaba a bailar sin querer hacerlo.
Lo que no me agradó mucho de este local fue que la gente estuviera saliendo y entrando todo el rato, molestando así a los que ya estábamos dentro y empujándonos como si no fuéramos personas.
Pero ya sé que esto ocurre en la mayoría de los bares de ambiente. Aunque sí debo decir que esta vez la situación se fue un poco más allá ya que ni siquiera se disculpaban y alguna que otra vez te miraban con una cara desagradable.
Pero respecto a todo lo demás, estuvo muy bien. Fue una de las mejores noches de mi vida.
Los cinco bares nos daban todo lo que necesitábamos. Fiesta, música, ambiente, noche, ni frío ni calor… Era estupendo en todos los sentidos. Pero nos fallaron en un momento concreto de la noche: en la hora en la que cerraron, hacia las seis de la madrugada. Nosotros todavía queríamos más fiesta, queríamos seguir disfrutando de nuestra última noche en Noja, e inmediatamente nos vino a la cabeza la idea de ver el amanecer en la playa. Me pareció una idea muy adorable.
Así que nos intentamos orientar un poco de tanta avalancha de gente y bajamos por la cuesta que nos llevaría a la playa de Rís, una vez más.
Recorrimos el escaso kilómetro que separaba el bar del mar, y en menos de lo que canta un gallo volví a sentir la misma envidia por las dunas y por la temperatura del mar. Aunque esta vez estaba un poco más fría (lógicamente). Eran casi las siete de la madrugada y el cielo estaba cogiendo un color rojo precioso, mezclado con otros colores cálidos y con el azul celeste que tan bien se veía desde buena hora de la mañana.
Nos descalzamos y corrimos hasta la orilla para luego retroceder un poco (ya sabíais que soy friolero) y caminamos por la arena y muy cerquita del agua hasta que el sol fuese más visible y poder sacar unas cuantas fotos.
Pero aquella ilusión nos duró poco, hasta que el estómago nos rugía sin compasión. Ya era la hora de desayunar y el hambre nos estaba matando, pero no teníamos la menor idea de los horarios de apertura de los bares en Noja. Igualmente, nos arriesgamos y recorrimos todo el pueblo hasta llegar a una de las plazas principales, la Plaza de la Villa, con la esperanza de encontrarnos algún bar-restaurante abierto a esas horas.
Y gracias a Dios, lo encontramos. Hacia las ocho de la mañana, desayunamos en un bar llamado Café Flower, el cual ya tenía clientela desde primeras horas de un domingo cualquiera de agosto.
Nos sentamos tranquilamente en una mesa dentro del bar, pedimos unos “pintxos” y un vaso de leche con chocolate, descansamos un poco y por las nueve y media, con la ayuda de un taxi, llegamos al camping, exhaustos pero muy satisfechos por la noche anterior.
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