Lánzate a la piscina

Octubre de 2014. En enero me iba a tocar elegir el destino Erasmus para irme al año siguiente, tenía más o menos decidida una lista de prioridades entre todas las universidades que tenemos para elegir. Hasta que un día, buscando becas en la web de la Politécnica de Madrid, descubrí una para cursar un semestre en la universidad de Tongji en Shanghái. Quedaba una semana de plazo para pedirla, ya tenía todo el papeleo necesario y pensé: "¿Por qué no?". Y la pedí, sin pensar realmente que podrían concedérmela, y sin contárselo a nadie. Hasta que, un mes después, me vi diciéndole a todo el mundo: "Bueno, pues parece ser que en dos meses me voy a China".

Ahí ya te empiezas a poner nerviosa (de las ganas que tienes). Un país que no conoces de nada, completamente distinto a cualquier sitio en el que hayas estado hasta ese momento, una ciudad a más de 10000km de tu casa... Recuerdo el día en que me confirmaron que me habían concedido la beca. Busqué la universidad en Google Maps, después empecé a hacer zoom hacia atrás, y parecía que la ciudad no se iba a acabar nunca. Una inmensidad tan tremenda que piensas “¿Pero cómo me voy a ir yo ahí? No va a haber día que no me pierda.". Hasta que llega el día y te subes en el avión, la primera vez que vas a vivir fuera de casa de tus padres.

Esta experiencia me ha demostrado que, ante la duda de si dar o no un paso adelante, siempre es mejor intentarlo. De manera prácticamente improvisada me encontré viviendo en una residencia del campus de la universidad, rodeada de gente de diversos países: españoles, franceses, italianos, alemanes, portugueses, estadounidenses, indios, etc. Y, por supuesto, chinos. Me encontré yendo a clases de pintura tradicional china, de arquitectura tradicional china, de chino.

Aprendí algo del idioma, lo básico para poder desenvolverte en la calle y poder ir a la compra (porque no, no importa lo que os digan, en China en general no se habla inglés). Aprendí a ver el mundo con otros ojos, a aceptar costumbres que no eran las mías (si no te ponen un bol de arroz blanco, o mifan, con la comida, lo echas de menos). Aprendí a comerme lo que me llegase en el plato, aún sin tener ni la más remota idea de lo que podía ser. Aprendí a viajar sola cuando me separé de mis amigos para ir a Xi'an, una experiencia que recomiendo a todo el mundo (viajar solo, digo, el destino es lo de menos). Aprendí a tener paciencia cuando la comunicación dificultaba cualquier trámite o intercambio (o cuando pierdes un tren porque se adelanta 20 minutos y tú no te enteras porque la megafonía obviamente lo dijo en chino). Aprendí que, a pesar de todas las diferencias culturales, puedes hacerte amigo de quien sea (siempre y cuando haya ganas de intentarlo). Aprendí a superarme a mí misma subiendo miles de escalones enHuangshan, la montaña amarilla (también aprendí que vale la pena madrugar lo que no está escrito para seguir subiendo escalones y así ver el amanecer más bonito que has visto en tu vida). Aprendí a sonreír cada vez que un chino nos pedía hacerse una foto con nosotros (o cuando simplemente te la sacaban ellos). Aprendí a perder la vergüenza cuando me uní a las ayis que bailan en los parques. Aprendí tantas cosas que me sería imposible enumerarlas todas aquí.

Haber pasado esos cinco meses en China ha hecho que me pique el gusanillo de viajar todavía más fuerte, a sitios más lejanos, más diferentes. Ha conseguido que me interese por sitios en los que antes nunca me había parado a pensar más de cinco minutos.

Han valido tantísimo la pena, no sé si os hacéis una idea. Si este texto sirve para algo, espero que sea para animaros a hacer lo mismo, a lanzaros a la piscina aunque no sepáis lo que haya dentro. Porque siempre se puede sacar algo positivo de una experiencia, y de una como esta todavía más. Buscad, y agarrad todas las oportunidades que se os presenten, os puedo asegurar que no os arrepentiréis.

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