Murcia en Tenerife (III)

Como última experiencia en la isla (o la que yo creía que sería la última), el viernes visité el Teide junto a dieciocho compañeros del congreso de comunicación.

Ese mismo día tuve que abandonar la casa de Harald bien temprano, pues debía estar en La Laguna a las 8:15 de la mañana, así que teniendo en cuenta que tardaba en llegar alrededor de hora y media allí desde el Puerto de la Cruz, la hora de despertarse era... demasiado temprano para escribirlo. Me dejé hecho el equipaje (e incluso creo que me acosté con la ropa puesta salvo los zapatos), para no tener que dar muchas vueltas medio somnolienta. Mi anfitrión tuvo el/otro detallazo de programarse el despertador para salir a despedirme. Nos fundimos en un nuevo abrazo en silencio y penumbra para no despertar al segundo surfer que descansaba sobre un colchón hinchanble en medio del salón. Intercambiamos palabras de cariño, agradecimientos y promesas de volver a vernos o visitarnos allá donde nos encontremos.

Con mi maleta a rastras, llegué hasta la estación de autobuses (situada en medio de la calle, puesto que la oficial estaba en obras). Había aun luz nocturna cuando me senté en un macetero a esperar el autobús 102. Me estaba comiendo unas galletas de azúcar cuando de pronto un motero con su vehículo se situaron enfrente de mí. El susodicho no apagó el motor ni se había desprendido del casco integral. Mientras me había quedado embobada mirando la moto (no porque me atrayese, sino porque era lo único que tenía a un metro y medio de mí), percibí que el tipo hacía algo con las manos a la altura de su cadera. A pesar de la noche, el ruido y los escasos viandantes que circulaban por las aceras, de pronto me percaté escandalosamente que el repulsivo motero se estaba masturbando sin quitarme ojo de encima. ¡El tío cerdo y despreciable estaba dale que te pego al miembro viril en plena calle! Para colmo yo no podía hacer nada, ni siquiera moverme de allí porque tenía que esperar a la guagua, y tenía que ser esa si no quería llegar tarde y que se fueran sin mí el resto de compañeros del congreso. Después de  unos interminables e incomodísimos minutos, el repugnante montero (que no motero) abandonó el asfalto delimitado con líneas amarillas y éste fue ocupado entonces por el autobús que -tan desesperadamente- esperaba.

Cuando llegué  a mi destino, sustituí un autobús por otro. Me acomodé entre las primeras filas, ya que presupuse que las últimas las llenarían grupos de amiguitos ya consolidados después de tres días de convivencia. Para mi sorpresa, sólo éramos dieciocho aventureros, por lo que al final del día seríamos como una gran familia.

Con un ojo puesto en el libro de lectura y una oreja en la conversación que mantenían los dos de atrás, me entretuve durante la hora y pico de camino. También me dio tiempo a reflexionar y acordarme que hace exactamente un año estaba pasando los días de puente en Santander, cursando una semana intensiva de inglés en la Universidad Internacional Menendez Pelayo. Fantaseé pensando que los puentes de diciembre se convertirían en "mi nuevo cumpleaños" -el cual cada año lo celebro en un país diferente-, por lo que no sería descabellado pensar que del 3 al 6 de diciembre de cada año visitaría una ciudad española distinta. Quién sabe, como en muchas otras cosas, el tiempo lo dirá.

Cuando ya empezábamos a ascender más arriba de la falda de la montaña volcánica, el director del congreso, Josema -el cual nos acompañaba y participaba en el grupo como uno más-, comenzó a guiar nuestras miradas para que nos detuviéramos en apreciar las insólitas vistas que nos rodeaban. Visualizamos La Palma desde la cara norte de la montaña, y El Hierro y La Gomera por la cara sur. Me dí cuenta de que esa entonación tan dulce que los canarios tienen se acentúa aun más cuando hablan sobre su tierra. Admiraba que se dirigiera a la isla colombina como La Gomerita, y que al describir las montañas más claras razonara que es porque son de pumita (es decir, de piedra pómez). Me resultaba realmente chocante que el director de La Latina y catedrático de La Laguna pasara desapercibido, se quedara durmiendo y roncara bien alto, que nos invitara a todos a almorzar, comprara la instantánea de recuerdo (y me la regalara), se tomara fotos con todo aquel que se lo pedía y -al mismo tiempo- se le cayera la baba con la isla donde vive. Que ese señor que no consentía que le llamaras de usted por muy de Cuba que hubiese llegado hace una semana -y fuera requerido por todo el mundo para que participara en congresos, investigaciones, ponencias,... de todas partes del mundo- transmitiera ese cariño y respeto por la naturaleza y sus habitantes.

Josema y José Luis -doctor y profesor titular en la Universidad Autónoma de Barcelona- llevaban un mano a mano de chistes y bromas que a todos nos divertían. Que si la infografía y el ciclista que sube la cuesta de enero o que una bicicleta atropeyó una guagua (niño de pecho en latinoamérica). Ambos nos introducieron en el guanche (lengua de los antiguos habitantes aborígenes de la isla de Tenerife) y nos contaron la leyenda de La isla de San Borondón para amenizar el viaje. Cuando llegamos al blanco impoluto observatorio astronómico del Teide, razonaron el porqué todas las farolas de la isla están ciegas por arriba, y es para inferir lo menos posible en la contaminación lumínica y que el cielo esté bien visible para ser observado. Desde luego, estos hombres sabían de todo y no se cortaban un pelo a la hora de opinar de cualquier cosa, ¡hasta de política! (se agradece). 

Ambos se preocuparon al percatarse que yo era la única que no había pedido nada para almorzar cuando paramos, e insistieron en invitarme a cualquier cosa o compartir su refresco. El director incluso llegó a preguntarme a la hora de comer si quería que me invitara -preocupado por el estado de mi economía, supongo- y por supuesto que dije que no. Suficiente habían hecho ya por mí, simplemente por el hecho de dejarme disfrutar de su compañía -porque desde luego fue un auténtico placer, si no ha quedado lo suficientemente claro-.

Tras el descenso del Teide, regocijarnos con la nieve de la cima y quedarnos absortos ante las formaciones volcánicas y los ríos negros de lava que se habían enfriado sobre las rubias laderas de piedra pómez, llegamos al valle de La Orotava. Me costó realmente creer que aquella preciosidad de lugar no fuera también patrimonio de la Unesco. Para más deleite visual, el momento en el que llegamos allí coincidía con la puesta de sol, así que la plaza principal, el ayuntamiento, las terrazas y el océano se teñían de aquel color especial y mágico.

Después del café calentito (leche manchada con sacarina para mí) de media tarde, volvimos todos a montar en el autobús. Josema dio orden de que el conductor pasara por el aeropuerto norte para dejarme, a pesar de que yo insistiera en que no era necesario. Como esperaba, el catedrádico se bajó a despedirme y casi que entró al aeropuerto conmigo. Me tomé la confianza de abrazarlo y darle de nuevo las gracias por todo, aunque estuvieran lejos de compensar todo lo que habían hecho. Desde detrás de los cristales del autobús observé a mis compañeros -algunos de ellos ya amigos- y agité mi mano efusivamente para tratar de hacerles llegar mis pensamientos más afectuosos. A pie de calle observé como se marchaban y esa media sonrisa -mezcla de satisfacción y melancolía- se quedó grabada en mi rostro.


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