Murcia en Tenerife (I)

¡El Teide tiene forma de teta! De hecho, creo fielmente que se corresponde con el significado secundario en tinerfeño. Teide = Teta, al fin y al cabo se parecen, ¿no? Como ésta podría relatar muchas más impresiones imprevistas con las que me he topado en la isla más extensa del Archipiélago Canario (y la más poblada de España).

Y sí, este lugar maravilloso no deja de sorprenderme. Primeramente a mi llegada. 3 de diciembre y -a pesar de las noticias que llegaban sobre inundaciones y trombas de agua en la península- aquí el sol calentaba vigorosamente (la isla, a mí, a mis botas para lluvia y a mi cazadora de pelo). ¡Pero qué calor! Sudando llegué a mi destino. En el autobús me quedé fascinanda con la cantidad de verde que contemplaba tras los cristales. ¿Pero esto no era una isla? Además, está repleta de volcanes por el centro, eso significa que no debe haber mucha vegetación, ¿no? Pues como la ignoracia es tan atrevida, la realidad me dió en las narices (¡afortunadamente!).

Mi aterrizaje coincidió con la puesta de sol prácticamente, por lo que me pude deleitar con un enmudecedor contraste de colores que vestían océano, bosques, montañas y playas. Me quedé absorta ante las miles de hectáreas de cultivos plataneros. Una hora y pico más tarde me dí cuenta que no había tomado ninguna foto de toda aquella magia, y que había llegado a mi destino. Mientras arrastraba mi maleta de mano cuesta arriba, no sé cuántos lagartos me encontré por el camino. Yo pensé que estos animalitos sólo aparecían en verano, y aun así, que no habría tantos, pero es que analizándolo objetivamente, ¡incluso podría haber más reptiles que hormigas! (no, exagero, aunque todavía no he visto a ninguna hormiga...). La playa estaba repleta (quizás no tan repleta como durante la época estival aquí, pero el número de personas se aproximaba al que puedes encontrar en una playa de la península un día de verano). Además la arena es oscura, casi negra. Esto me llevó a reflexionar sobre cuando somos niños -y no tan niños- y nos mandan dibujar una playa. En mi caso particular, jamás colorearía la arena grisácea, mientras que un niño de aquí no tendría ninguna duda de hacerlo. Ni el uno ni el otro estaríamos equivocados, ambos llevaríamos razón y echaríamos por tierra -jaj- la opción contraria. Me resulta tremendamente familiar esa situación de creer llevar la razón sin escuchar la del otro, y revelador el darme cuenta de que nos quedan muchas cosas que cambiar y por aprender aún.

Me crucé con mucha gente haciendo ejercicio, en general corriendo por la calle o montando en bici. Me pareció reconocer que se trataba de chicharreros (gentilicio que denomina a los canarios de Tenerife). Sin embargo, las terrazas estaban repletas de extranjeros reconocibles por su indumentaria (gorra, gafas de sol, calcetines y chanclas, etcétera), vamos, lo que los españoles denominamos (cariñosamente) como el prototipo ideal de guiri.

Lo que me sorprendió también fue el precio de las cosas, ¡todo baratísimo! (lejos de los emplazamientos turísticos). El primer flash que me noqueó fue el del coste de la gasolina... menos de un euro cuando en Murcia ya va por 1'40 aproximadamente. Llegué hambrienta y me paré en un supermercado de barrio, de esos que tienen nevera fría y hacen bocadillos, además de vender demás comestibles. Me pedí un Aquarius de naranja bien frío para combatir el calor y un bocata de pechuga de pavo. Por 2'25€ me zampé un pan calentito y un embutido recién cortado que prácticamente se deshacía en tu boca. Como no tenía prisa me senté en un banco bajo la sombra de un frondoso árbol (aquí hay decenas en cada plaza o parque) y mientras le daba pequeños sorbos a la lata de refreso, observaba el paraíso que a mi alrededor se extendía. Tras llenar el estómago subí la última cuesta, giré a la derecha, y al final de la muralla de chalets toqué el timbre de Harald.

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