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Ser cajera en el paraíso

Publicado por flag- Paula Moreno — hace 6 años

0 Etiquetas: flag-nz Experiencias Erasmus Queenstown, Queenstown, Nueva Zelanda


Hace más de un año (más de un año joder!) que estoy trabajando en un 24horas en Queenstown. El trabajo es hasta entretenido para la cantidad de trabajos de mierda que existen en este pueblo. Debo decir que he probado la gran mayoría y aunque suene raro, ser supervisora en un 24 horas no está mal.

A veces pagaría por no ir a trabajar y otras exterminaría a la gran mayoría de la gente que atiendo. Al ser un pueblecito enfocado al 100% al turismo viene una barbaridad de parejitas de indios de luna de miel( si trabajáis en hoteles y tenéis que limpiar las habitaciones en las que se hospedan, nunca, repito, NUNCA, cojáis la botella que tengan en el cuarto de baño), cantidades incalculables de grupos de chinos y japoneses cargados con lo último de lo último en tecnología y un inglés de Cuenca.

La mayoría de las veces tengo una paciencia heroica cuando los indios me enseñan fotos de galletas medio roídas y pretenden que adivine que marca son y donde las pueden comprar o o si puedo leer los ingredientes de la caja de cereales que TAN BIEN EXPLICADOS VIENEN. A veces me desquicio pero cuando la ignoracia y prepotencia se juntan con la mala educación yo ahí ya no respondo.

Más de una vez he tenido que respirar tres veces antes de soltar cualquier barbaridad porque, a veces, la superioridad con que te hablan algunas personas solo porque estés trabajando en un supermercado me puede.

Pero ayer fue algo distinto. Llovía a raudales y no había ni un alma por la calle. En Queenstown parece que el invierno se ha adelantado unas semanas y el frió llega hasta los huesos. Podéis imaginaros lo aburrido que es un 24horas cuando no hay clientes. No hay absolutamente nada que hacer después de tres horas trabajando y aquello parece un Gran Hermano.

Pues cuando estaba ya a punto de desfallecer de aburrimiento entró por la puerta un hombre mayor. No sabría decir que edad tendría pero rondaba ya los ochenta casi seguro. El hombre andaba con paso lento apoyando las manos en un bastón y estaba completamente empapado por la lluvia. Se acercó al mostrador y tartamudeando me pidió por favor si podía usar el teléfono de la tienda, pagaba lo que fuera.

Le dije muy amablemente que no estaba segura si podía usar nuestro teléfono pero que por cinco dólares podía llamar desde las cabinas con unas tarjetas que teníamos (he desarrollado un espíritu vendedor digno de la teletienda).

El hombre, no sé si porque no me entendió o porque quería llamar desde allí insistió en usar el teléfono y pagar lo que fuera. Me dijo que quería llamar al Museo de Wellington que era muy urgente. En un primer momento dudé de su estado mental, la verdad. ¿Al museo de Wellington?¿A las nueve de la mañana?

Con una voz entrecortada y balbuceando consiguió terminó la conversación con el museo. Yo por supuesto le di la intimidad para hacer su llamada que mi mostrador de 20céntimetros me dejó. Tras ésto, volvió a insistir en llamar a la biblioteca de Dunedin. Yo por si el hombre estaba algo perdido le expliqué que él estaba en Queenstown y que alomejor prefería llamar a la biblioteca de aquí. El hombre bastante enfadado con mi consejo y pensando que lo tomaba por loco me dijo casi gritando que no, que quería llamar a Dunedin.

Le volví a dar el teléfono con el número de la biblioteca y mientras yo atendía a la inmensa cola que se me había formado detrás de él, aquel hombre se puso a llorar. Lloraba desconsolado tapándose la cara con las manos mientras intentaba guardar el poco equilibro que tenía y buscaba algo de intimidad para hablar con su interlocutora al otro lado del teléfono. Lloraba a lágrima viva como hacía tiempo que no había visto llorar a nadie, lloraba de verdad. Mientras intentaba hablar con la persona que estaba al otro lado oí que le contaba que quería donar todos los libros que tenía en casa a la biblioteca de Dunedin, que eran libros de su mujer y suyos pero que él ya no podía leerlos y su mujer había fallecido hace unos meses.

Se me encogió el corazón aún más cuando torpemente sacó de su bolsillo unos cuantos billetes y monedas para pagarme la llamada. Le dije que no hacía falta y no me debía nada. El hombre se puso a llorar de nuevo y yo con él.No podía más que agarrarle la mano y preguntarle con un nudo en la garganta en un torpe inglés que por qué lloraba. No sabría explicar por qué pero me dolió aquella llamada, era como si aquel hombre hubiera puesto punto y final a algo como si hubiera ya dado por hecho que el siguiente paso era morir y comenzara a organizarlo todo.

Le acompañé hasta la puerta mientras repetía para si mismo “mis libros, mis libros”. Y lo despedí bajo la lluvia pensando que Queenstown a veces, no es el paraíso y que todo,incluso el ser cajera, es una experiencia en la vida, luego vuelven a venir hordas de indios preguntando chorradas y se me pasa, no os preocupéis


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