Loppuun ... Mitä Nyt? (El fin… ¿ Y ahora qué?)
En esta vida todo, absolutamente todo, tiene un final. Nada es eterno, infinito ni dura para siempre. Mi experiencia aquí no iba ser menos. Sin embargo esta vez no he sido yo el que desgastando los zapatos del Erasmus ha llegado al final del camino… Finlandia se ha acabado sola, así misma. Agotada de tenernos y enseñarnos parece que se ha consumido en nuestras narices dándonos un final advenedizo y prematuro. Desde que se fueran las nieves y los vientos del sur trajeran temperaturas primaverales, a golpe de despedida de unos y turismo de otros, diluimos nuestro recién adquirido espíritu fines hasta un punto que era difícil saber si nos comportábamos como integrados o como acogidos. Por un lado los lugareños en plena campaña de exámenes se relacionaban menos y por otro, íbamos terminando nuestras obligaciones lectivas por lo que tampoco asistíamos a las clases o prácticas. Así que en eso de involucionar a un estado de Erasmus recién llegado, el país se nos consumió hasta tal punto que a dos semanas de irnos nada de nuestro entorno se parecía a lo anterior. Las gentes, las caras, las risas y hasta los olores eran diferentes. Las terrazas de las calles se llenaban y hasta se veía gente paseando, las cenas se alargaban y se apuraban unos días que de tanto consumirlos apenas dejaban espacio que la noche se dejara ver. Todo fue cambiando a pasitos cortos pero constantes. Tanto que para cuando despedimos a las catalanas, al mirar atrás y casi no reconocer nada, apenas nos entristeció despedir a la checa.
Despedirla fue casi un trámite. Teníamos todos tan asumido que nos íbamos sin remedio, que nada nos retenía, que nadie se afligió. Nadie salvo ella. La pobre tuvo que aguantar a lágrima viva como uno tras otro, cual cura en un entierro, le repetíamos que no había que llorar por marcharse sino alegrarse por lo compartido. Como también en los entierros al cura, Sabine nos dedicó una penétrate mirada de qué coño me estas contando. Ni que decir tiene que ella fue una de las personas más importantes para mí aquí. Para lo bueno y para lo malo. Casi tantas veces me dieron ganas de estrangularla como de pedirle matrimonio pero de una cosa no cabe duda: era el alma de la fiesta. Desde que se aprendió cuatro frases básicas en castellano (que repetía cada vez que podía) se ganó a cada uno de nosotros. De esta forma bastaba oír en acento como eslavo un ¡A la puta calle! que todos, hasta los que no hablaban castellano, sabíamos que se iban fuera a fumar.
Así pues, nos quedamos tres interminables días Iván y yo solos. Unos días que han servido para recordar y hacer balance de cómo llegué y de cómo me voy. Porque me marché de la piel de toro casi huyendo. Largándome de la sinrazón latina, de sus desmanes y desvaríos. De lo que acostumbramos a llamar país de pandereta. Dejaba así el país del paleta y camareta, del Madrid o el Barça, de la Esteban o la Campanario para sumergirme en un país al que consideraba de primer nivel en todo. No es que me fuera a descubrir las “maravillas de de otros mundos” más bien a alejarme del borreguismo, chabacanería, ni-nis, canis y jennys. Allí donde los niñikohs reshulones no ganan dinero a espuertas en platós de televisión conquistando a unas jennys xulikahs que su mayor mérito fue rozar la bulimia sin sufrirla y siliconarse los restos. Donde tampoco élites intelectuales como Ana Rosa o Jorge Javier son juez, jurado y verdugo de otros tantos infelices y cuyos subproductos colaboran en generar flujos de opinión tan influyentes que podría modificar la intención de voto del borrego populacho.
Es por esto, y por otras muchas cosas, que estoy encantado de haber vivido aquí. En estos días de reflexión me he dado cuenta de la ingente cantidad de cosas que he aprendido de este país. He encontrado aquello que vine a buscar. Tampoco es que sea el paraíso pero ver que otra forma es posible consuela. Por supuesto no todo ha sido perfecto. Finlandia tiene cosas malas que ya os contaré pero esas cosas también me han servido para aprender algo muy valioso: nuestro país también tiene cosas geniales. Nos sorprendería saber los conceptos sobre sexualidad, religión o justicia social que tienen otros países. En ciertos aspectos se podría decir que al menos un sector importante de nosotros tenemos un pensamiento mucho más avanzado que los escandinavos y otros países. El problema de de todo es que se ha terminado demasiado pronto, el banquete ha terminado cuando apenas comenzaba a saborear los primeros platos y muchas cosas se han quedado sin ver, entender o aprender. Más bien yo diría que para cuando conseguí entenderles y, así, mimetizarme en su mundo llego el final.
Así que ahora en pleno vuelo de regreso solo hay una pregunta que me revolotea la cabeza sin cesar ¿Y ahora qué? Mi futuro cercano lo tengo resuelto pues me han contratado en un hospital de mi ciudad pero ¿Seré capaz de readaptarme al borreguismo? ¿Me acostumbraré a estar rodeado de veintegenarios? Y no sólo eso. En cuanto al trabajo se me antoja difícil volver a participar en un sistema de salud donde el médico apenas habla con el paciente y con la enfermería su aporte más constructivo es ¿Hay café hecho? ¿Podré acostumbrarme a que nadie escuche a nadie? ¿A no reunirme semanalmente para plantearnos como mejorar el trabajo diario? No quiero parecer pesimista ni extremista pues, en realidad, una parte importante de mi está deseando volver para estar con mi gente, pero esa parte también es consciente que ese deseo es solo temporal y, tarde o temprano, cesará y divagará en busca de retos más estimulantes. ¿Podré acostumbrarme a apagar el cerebro? ¿Seré capaz esta vez de nadar a favor de corriente y comportarme y pensar como se supone que hace el resto de la manada?
De pronto y cuando empezaba a dispersarme más y más, un innecesario, enorme y eufórico aplauso me devuelve a la realidad. Hemos aterrizado. Minuto y medio más tarde el señor que se sentaba a mi lado se levanta de un salto y a empujones se hace un hueco para coger su maleta del compartimento superior mientras a gritos, por el móvil, le dice a algún familiar que había ya estaba en el aeropuerto. Ahora sí que no me quedan dudas, he vuelto a la península.
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