El boton de apagar
Cuando vuelves a casa después de un Erasmus las sensaciones que te invaden son totalmente contradictorias. Si bien todo esa igual que antes tu ya no eres el mismo. Los olores, los colores y hasta los amigos, aun siendo igual que siempre, provocan en ti una especie de reacción inicial extraña y diferente que en unos segundos se supera pero que deja ese aire de extrañeza en el aire y que, inevitablemente, flota revoloteando allí por donde pasas. Acaba siendo una sensación cotidiana durante la primera semana. Es como si el tiempo se hubiera estancado en tu ciudad de origen pero tu reloj vital hubiera cogido un impulso vertiginoso que de golpe se veía obligado a frenar.
- ¡Hombre finlandés! ¿Cómo te va? ¿Cuándo has venido?
- Hace dos días. ¿Tú qué tal? ¿Cómo te han ido estos meses?
- Bah, como siempre. Ya sabes hay cosas que no cambian, rutina. ¿Y tú qué? Tendrás muchísimo que contar.
- Tampoco te creas… - mientes.
Por fin cuando todo se calma, cuando has terminado esa vorágine incansable de ir de casa en casa visitando amigos y familiares, tratando de saludar a todo el mundo en un mismo día, cuando te serenas, de pronto algo ha cambiado radicalmente: la televisión. Ese aparato que durante décadas a dominado el salón y prácticamente marcado los tempos de sueño y vigilia familiares ahora es un autentico extraño. Un extraño y un esperpento al mismo tiempo. ¿Cómo puede haber cambiado tanto? De pronto, tu programa favorito o simplemente aquello que veías después de comer (que no era una serie que podías haber visto en seriesyonkis) se te aparece como un espectáculo decrépito, sin sentido y sobre todo increíblemente vacío.
Te has desintoxicado. Después de meses de inanición televisiva tu mente, por fin, se ha liberado de las cadenas de la superficialidad pasiva a la que le tenías acostumbrado y ahora, sobrecargada de esnobismo, se revela ante programas que poco o nada aportan. Y es que durante el Erasmus la única televisión que ves son series descargadas y, si acaso, algún partido de futbol. El resto del tiempo la televisión no existe para ti. Por primera vez en años no tragas horas y horas de absurdeces mayúsculas. Porque, al fin y al cabo, quien mas y quien menos como mínimo comía o cenaba viendo la tele. Entonces caes en la cuenta. No es que sea el manido “televisión-manipulación” es prácticamente toda la parafernalia y pompa que rodean los programas. De pronto eres más crítico, menos tolerante y sobre todo más difícilmente manipulable.
Así que aún perplejo comienzas a hacer zapping en busca de algún programa bueno. Algo divertido que no insulte tu inteligencia ni que caiga en el chiste fácil. Imposible. Como último recurso te agarras a lo que crees fijo, seguro e incuestionable: los informativos. Y por fin, a base de zapping entre informativos comienzas a entender que es lo que está pasando. Te das cuenta que los informativos no son más que panfletos ideológicos que narran una y otra noticia de manera mucho menos fiable de lo que aparentan. Que lo mismo da la Sexta que Cuatro que Antena 3, todas barren para casa. Todas en el fondo te venden algo, bien sea una ideología, una termomix o un modo de vida.
Y de repente, como por arte de magia, un botón resurge en el mando. Algo que no estaba allí antes, que aún conserva el brillo intacto de cuando lo compraste: el botón de apagar. Y te refugias, huyes hacia tu ordenador. Pones a descargar dos capítulos de House y uno de Dexter y, mientras se descarga, abres un libro que yacía olvidado en una estantería del salón. Te recuestas y empiezas a pasar páginas ensimismado. De pronto tu hermana hace acto de presencia en el salón y enciende la televisión. Acto que realizara a menudo. Dos semanas más tarde ni recuerdas lo que pensaste sobre los programas y esta vez no solo disfrutas viéndolos. Esperas impaciente durante los anuncios a que se reanude la emisión.
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