"Quand le doigt montre le ciel, l'imbécile regard le doigt"

Sigo con mi recorrido por Montmartre, por las tortuosas calles que inspiraron a virtuosos cuyas obras maestras mantienen viva su memoria en la actualidad, por los rincones que fueron testigos de amores imposibles y de encuentros furtivos, por el barrio que se convirtió en el hogar de una generación de artistas incomprendidos que hicieron de la capital francesa su mejor musa.

Camino entre turistas afanados con grandes mapas que no logran comprender y, siguiendo un itinéraire d'aveugle (un trazado invisible), terminó en la Place du Tertre, la entrañable plaza de los pintores, que conserva los últimos restos de aquellos artistas bohemios que recorrían las calles pintando las maravillas que veían a su alrededor. Y contempló sus lienzos, sus pinturas, sus rostros concentrados mientras trabajan en una nueva obra de arte, las magníficas reproducciones de la Torre Eiffel o del Sacre Coeur. Pero, simplemente miro, porque, tal vez llevados por el afán materialista que se apodera de todo o, simplemente, desengañados de sus sueños de juventud, utilizan sus pinceles no sólo para expresar su arte, sino para llenar sus bolsillos. Muchos no dejan fotografiar sus obras, otros están encantados por que los inmortalices con tu cámara, pero -salvo alguna foto- registro todo en mi memoria y sé que esas imagenes nunca se borrarán.

Y, finalmente, llego hasta la majestuosa Basílica del Sacre Coeur que, a pesar del día plomizo, brilla con luz propia. La rodeo, tratando de conocer cada uno de sus rincones y cuando termino de darle la vuelta, me encuentro de frente con una vista espectacular: las escaleras que descienden hacia el Moulin Rouge, las torres de Notre Dame a un lado, la torre Eiffel a otro... y me doy cuenta de que no hace falta subir a lo alto de la famosa torre metálica para tener las mejores vistas de la ciudad.