Music in the air and culture at every turn.

Museo del Louvre, 14 de julio. La entrada es gratuita así que cientos de personas se congregan en torno a la gran pirámide de cristal que inspiró a Dan Brown, esperando su turno para caminar por los mismos pasillos por los que, en su día, lo hizo el mismísimo Rey Sol. Decido salir de allí y volver otro día -al fin y al cabo, los estudiantes tenemos la ventaja de poder ir gratis cualquier otro día-. Me dirijo hacía el metro de Palais Royal. Pero, cual es mi sorpresa, cuando me encuentro con dos chicas bailando en plena plaza del Palais Royal.

Disfruto del espectáculo. De aquellas dos chicas que, con un sencillo baile, demuestran que no hace falta estar en un gran escenario, bajo miles de focos para brillar, para ser un gran artista o para recibir el aplauso de un público agradecido. A mí lado, una niña de apenas 3 años intenta imitarlas. “La imitación es el primer signo de admiración”. Increíble, ¿no? Como, a veces, los niños son capaces de apreciar el arte mejor que un adulto.

Termina el baile y olvidó mi plan de coger el metro. Después de varios días de frío, hace buen tiempo y prefiero disfrutar del sol, del bullicio de las calles, de las caras sorprendidas de los que visitan por primera vez París.

Una tenue música de violines llega a mis oídos. No le doy mucha importancia. Pero la melodía suena más fuerte tras cada uno de mis pasos y reconozco mi adorado Canon de Pachelbel. De nuevo, soy testigo de una de esas manifestaciones de arte que no hace falta ir a un gran teatro ni pagar un pastón para verlas. Tal vez, las mejores, porque te demuestran que el arte no es una mercancía y los que de verdad lo sienten no buscan hacerse ricos, simplemente buscan compartirlo. Se me pone la piel de gallina.

Y, me doy cuenta, de que aunque esté en la ciudad más cara del mundo, la música está en el aire y la cultura al doblar cada esquina. Porque no hace falta gastarse cientos de euros en museos/galerías/teatros... para conocer una ciudad que es arte por sí sola.