"Los bosques serían demasiado silenciosos si sólo cantaran los pájaros que mejor lo hacen"

Tras varios días de nubarrones, lluvias y frío, los primeros rayos de sol parecen querer salir de su letargo y, colándose por las cortinas de mi habitación, intenta despertarme a mí con ellos. Y lo logran, porque llena de energía por aquel inesperado día de sol, me levantó de un salto de la cama. Miro el reloj, es temprano e imagino que, siendo domingo, todos los demás estarán durmiendo plácidamente hasta tarde. Pero la espléndida mañana me llama y soy incapaz de volver a acostarme.

Reviso el mapa, buscando algún lugar donde poder perderme y disfrutar de la llegada de la primavera, y, en un solo segundo, sé cual es mi próximo rumbo: “le Bois de Boulogne”. Dejo de un lado la ropa de abrigo que me ha estado acompañando estos días, me pongo la ropa cómoda y fina que llevo tiempo esperando poder utilizar, me preparo un bocadillo, cojo la mochila, compruebo que en mis bolsillos están tanto el Navigo como el Vélib y salgo a la calle, donde el sol me recibe con un cálido abrazo.

Cuando el metro me deja en la puerta de mi destino, me dirijo al puesto de Vélib, cojo una bicicleta y compruebo el reloj para asegurarme de encontrar otro puesto en 30 minutos y no tener que pagar el viaje. Disfrutando del aire fresco que tanto se echa de menos en las grandes ciudades, recorro los caminos que me guían por aquel espléndido bosque, mostrándome paisajes que nunca pensé poder encontrar en una capital europea.

Se acerca el mediodía y subo hasta el lago principal, me siento en el césped y contemplo a los niños que se divierten en el estanco con pequeños barquitos de juguete mientras sus padres les observan desde un banco cercano. Saco el reproductor de música, me pongo los cascos y, concentrándome en una de mis canciones favoritas, me dejo hechizar por la magia que cada rincón de ese lugar inspira.