Abrir los ojos a otros lugares

Todos llegamos a nuestro destino emocionados, nerviosos, ansiosos por conocer cada rincón, por recorrer todas sus calles, por descubrir los secretos que esconden sus avenidas, por averiguar los misterios que se ocultan en sus callejones, por desentrañar los pensamientos que se ocultan tras los rostros serios de los transeúntes... Todos pensamos que vamos a vivir una aventura tras otra, que las sorpresas serán continuas, que la intriga siempre estará despierta.

Sin embargo, a las pocas semanas nuestra área de movimiento, nuestra “zona de seguridad” se va reduciendo y apenas salimos de las calles que rodean nuestra residencia, nuestro centro de estudios y aquellas partes que nos parecieron tal vez más interesantes, tal vez simplemente más cómodos. Y perdemos nuestros propósitos iniciales, dejamos que lugares e historias que podrían ser preciosas nos pasen de largo, porque pensamos que ya no queda nada por conocer, que ya lo sabemos todo del lugar en el que nos encontramos.

Y no podemos -o, mejor, no queremos- darnos cuenta de que estamos equivocados, de que en aquel pasaje al que nunca se nos ocurrió pasar hay una tiendecita entrañable, que a solo un par de calles de tu parada de metro hay una plaza preciosa o que detrás de la biblioteca a la que vas hay una cafetería con unos dulces deliciosos.

Porque incluso en nuestra propia ciudad hay lugares e historia que nunca creímos que podrían existir, porque nos acomodamos y esperamos a que los momentos mágicos vengan a nosotros en lugar de ir a su búsqueda. Piénsalo, tal vez, mientras estabas en el bar de todos los fines de semana, abrían otro mucho más agradable o, tal vez, mientras pagabas por ver una exposición temporal de Renoir en el Musée d'Orsay, algunos de sus cuadros -desconocidos, pero, igualmente, hermosos- se exponían de forma gratuita en el Hôtel de Ville.


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