Día 257. Vivir con vampiros y demás extrañezas.
No son vampiros de los de películas vomitivas ni libros antiguos, qué va. Los vampiros modernos que viven en mi piso no se alimentan de sangre humana. Los fluidos que buscan por las noches son, de hecho, muy parecidos con la leche. Cada noche, sobre las ocho, comienza su ataque. Comienza su cambio de actitud. Dejan de ser dos seres ordinarios de bata y sujetador, enganchados a facebook de manera obsesiva, y se meten en su cuarto de baño, santuario donde, tras varias (varias varias) capas de pintura consiguen ocultar parcialmente unos rasgos físicos tan desafortunados como curiosos. Aunque ocultar el rostro tras una máscara de polvos de maquillaje es sólo el primer paso. Las vampiras no se detienen ahí.
A la hora de vestirse es cuando vienen los gritos. Son espeluznantes, y por veces me meto en mi cuarto y pongo música para huir de su hipnótico hechizo. ‘’¿¡Dónde coño has puesto el tanga que te dejé el otro día!? ’’ o ‘’¿cómo mierda quieres que me ponga esa chaqueta, si la dejaste asquerosa el finde pasado? ’’, o ‘’Maripury de Todos los Santos, ¿qué haces que tardas tanto, coño, que nos están esperando…? ’’
Es veneno lo que sale de sus bocas. En esos momentos no soy capaz de salir al pasillo. Si chocara con las vampiros podría quedar pegado a la cama de óleo que tienen en la cara, o bien enredarme en el matojo de pelos que llevan hasta que se lo planchan.
Sobre las diez, a medio arreglar, comienzan a llegar otras vampiras de la calle a invadir el salón. Entonces, las vampiras de mi piso cambian el ‘’coño’’ por ‘’¡hooooola guapaaaaa! ’’ con horribles tonos de voz tan agudos que dan ganas de gritar. Las vampiras callejeras las reciben igual, y entonces, cuando los falsos saludos y demás formalismos chonis se agotan, comienza la música cani. Ahí me hecho en la cama a pensar en otras cosas. Tacones que van y que viene, gestos de gracia degradando a otras personas, en fin, un delicioso documental en directo de cómo alguien puede maquillar su identidad hasta ser otra cosa. Cosa, no persona.
Lo peor es cuando, sobre las 11-12 de la noche, llegan las víctimas. Los hombres tienen su particular modo de degradación. Ellos se saludan a voces, para tratar de captar la atención de las hembras vampiro de esa noche. Si quieren ser chupados por una hembra en especial, gritan en su dirección; si ya las han catado todas gritan en general, pues no importa el botín.
Las vampiras, sentadas en un sofá, compiten para ver cuál de ellas es la más frígida, fría, rígida, la que tiene más sombra de ojos, la que disimula más sus colmillos, la que cruza los brazos más tiempo y la que habla de los temas más banales. Miran de reojo a los hombres los cuales, tras poner su propio repertorio de música machista con voces afeminadas, carcajean y golpean en el hombro a los otros sementales.
Lo curioso es que tanto como hembras y machos hacen exactamente el mismo teatro.
Esta foto no tiene nada que ver con el texto, es de un viaje que hice. Pero desearía
que los canis que vienen a mi casa fueran todos así.
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