Tenerife en Murcia (VII)
Se abalanzó sobre el interior del coche como pez que lucha por regresar al agua. Estaba riéndose, tal y como lo recordaba, algo ruborizado y con las manos en los bolsillos de la sudadera gris de cuello alto. Espontáneamente le abracé y me disculpé mil veces.
- ¡Ay Dios! ¡Estás helado niño!
- Te voy a matar murciana...
El acercamiento impensado incitó a aproximar unos pocos centímetros más la cara del uno a la de la otra aprovechando la cercanía, y besarnos casi que de forma instintiva. Duró sólo unos -deliciosos- segundos, y al despegarnos seguíamos sonriendo bobamente como críos de quince años.
- Bueno ¿qué? ¿a dónde vamos?
- Aquí al lado, da media vuelta y subimos hacia la zona de arriba, creo recordar que hay una bolera. Por cierto, qué guapo está tu coche, ¿eh?
¿Una bolera? ¿En serio...? ¡Me encantaba la idea! Creo que he invertido demasiado tiempo en relaciones adultas durante los últimos años, me apetecía divertirme sin tener que pensar más allá, sin tratar de impresionar a nadie a base de señalar mis conocimientos o fascinar por lo madura que soy para mi edad (empiezo a hartarme de esa frasecita, realmente no sé si lo que connota es algo positivo o negativo).
Cuando llegamos nos pedimos dos cervezas bien frías, aunque los fríos éramos nosotros, pero había que introducir algo de alcohol en nuestros adentros para que todo fluyera de forma más natural (no, en realidad era sólo una excusa para beber Estrella Levante, a nosotros la naturalidad nos rebosaba por los poros). Charlamos durante lo que duraron los dos quintos de zumo de cebada, seguidamente nos dirigimos a la pista de madera sintética -casi que ponía un pie en ella por primer vez en mi vida-. Pagué yo los siete euros de la partida, ya que él había invitado a la bebida era lo mínimo que podía hacer. Las primeras tiradas de ambos se fueron casi sin excepción por el lateral. Fue a partir del tercer o cuarto lanzamiento cuando le empezamos a coger el tranquillo. Todo fueron bromas, besos fugaces, caricias tímidas, robos de bolas -las del juego- y fotos voluntarias. No podía dejar de sonreír cada vez que lo veí sacar su móvil del bolsillo y me enfocaba con el miniobjetivo (a veces incluso me percataba de ello a mis espaldas). La compenetración fue brutal. Me encantaba su campechanía, su inocencia, el mostrarse tal cual es (al menos así creía que era). En un abrir y cerrar de ojos -metafóricamente- se acabó la partida, y no queríamos irnos de allí sin echar la revancha (sobre todo yo, que para eso había perdido).
Fue él quien tomó la iniciativa de dirigirse al mostrador para pagar la siguiente partida. La señora de detrás de la barra era una típica murciana mayor, de las de pueblo, es decir, de las que no se cortan a la hora de preguntarte sin reparo ¿Y tú cómo te has ligao a un canario? Ambos reaccionamos de la misma manera, con una mezcla entre carcajada escandalosa y media sonrisa tímida.
- Pregúntale a él...
- Fue ayer, en el aeropuerto -confesó él ni corto ni perezoso.
- ¿Ayer? ¿En el aeropuerto? Es mentira..., ¿cómo es eso? -trataba de incurrir la dueña de la bolera con su enredada melena negra y de escote tan abundante como generoso.
- Sí, sí, en el de Tenerife camino a Málaga - continué yo.
- ¿Y para qué volastéis los dos a Málaga y estáis hoy en Murcia? - seguía incrédula la mujer.
- Yo volví ayer porque soy de aquí, pero él me llamó esta mañana que venía -dije mientras le miraba a él con unos ojos confidentes, los cuales recibía con cierto brillo también en los suyos propios.
- Os estáis quedando conmigo... -se rendía ella al mismo tiempo que le devolvía las monedas del cambio al canario.
Regresamos a la pista con más ganas y menos mesura. Esta vez incluso más divertidos y juguetones -en todos los sentidos-. Pronto los bolos nos empezaron a dar un tanto igual, y nos dedicábamos más tiempo el uno al otro. Él seguía con las fotografías y en el momento que se percató de que le quedaba poca batería en el móvil, fue de inmediato a la barra a pedirle a nuestra espía que le prestara un cargador. Esas ganas de no dejar pasar la oportunidad fue lo que terminó de cautivarme -por no decir que lo que empezó por atraerme fue ese culo como una piedra al cual le metía mano de vez en cuando-.
Nos quedamos los últimos, eran ya más tarde de las dos de la madrugada. Seguramente a la señora de la bolera no le importara porque andaba besuqueándose con un tipo que se sentaba encorbado en el taburete y con el barrigón mirando al suelo atraído por la imperante fuerza de la gravedad. Después de salir y volver a entrar para comprar tabaco, regresamos al gélido interior de mi coche.
- Voy a fumarme un piti antes de que me dejes en casa, sino te importa.
Por supuesto que accedí. No soy nada partidaria del tabaco, pero no quería que el muchacho abandonara mi vehículo tuneado por nada del mundo. Al parecer -y como yo esperaba- a él le ocurría exactamente igual, porque se acabó el cigarro y siguió allí dentro, cada vez arrullando y arrimándose más. Yo aproveché para comerme el plátano que mi madre había logrado endosarme. Tuvimos una momentánea discusión acerca de tirar basura al suelo -producida a raíz de que bajara la ventana para deshacerse de los restos de su pitillo-, pero que quedó en anecdótica porque el canarín acabó saliendo del coche para tirar a la papelera sus restos tabaquiles y la cáscara de mi plátano.
Cuando volvió a introducirse en el coche, con la excusa de que se había enfriado me acerqué a él para darle mimos. Lo cierto era que ya no necesitábamos pretextos para besarnos, mordernos ni meternos mano. Las ganas no se podían contener y era evidente que ambos estábamos deseando dar rienda suelta a nuestra pasión. El ambiente se fue caldeando, los cristales comenzaban a empañarse al mismo tiempo que nos desprendíamos de la ropa que iba sobrando. Nos trasladamos a los asientos de atrás. De pronto el espacio pareció duplicarse porque ya éramos uno. Yo encima de él me movía sin cesar, al son del ritmo que él marcaba. Su respiración era más acelerada que la mía, la sentía muy cerca, muy dentro. Sus ojos brillaban como nunca antes, mi piel comenzaba a enrojecerse fruto de la mezcla entre frío y vapor, y por cómo de fuerte se agarraba a todos mis recovecos. Tenía entre mis piernas un cuerpo de impacto, mucho mejor de lo que me había imaginado. Los brazos que me protegían estaban musculados y por ellos surcaban ríos de venas dilatadas en aquel instante. Su torso y abdomen parecían estar perfectamente cincelados en piedra y las piernas eran sencillamente una obra maestra de la naturaleza. Me sentía atractiva sobre él, poderosa incluso. Esta vez era yo la mayor después de tanto tiempo, la que llevaba las riendas y aunque le dejara a él que no perdiera su papel de macho, ambos sabíamos que la que guiaba era yo. Y eso me ponía a cien.
Probablemente serían alrededor de las cuatro de la mañana. Yacíamos tumbados en la parte trasera -de la mejor forma en que dos cuerpos adultos pueden tumbarse en el asiento de atrás de un Seat Ibiza de tres puertas-. Con el sabor salado del sudor aun en nuestros labios permanecimos en silencio. Mirábamos al cielo a través del vaho de los cristales que comenzaban a dispersarse. Mi espalda era la que descansaba sobre su regazo mientras sus dedos acariciaban mi tronco aun desnudo. No tenía la más remota idea de lo que pasaba por su cabeza, pero yo estaba a gusto, me sentía en paz después de demasiado tiempo torturándome por unas cosas u otras. Quería disfrutar ese momento de tranquilidad que, aunque me lo había brindado Javier, era mío, me pertenecía. Nos seguimos besando suavemente antes de jugar a encontrar nuestras prendas esparcidas en la oscuridad. Una vez en la posición delantera nuevamente, me confesó un segundo antes de que yo girara 90º la llave en el contacto del coche que no se quería ir. Lo miré sobrecogida y admití que yo tampoco, así que regresamos a los asientos de atrás para continuar queriéndonos sin preguntar.
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Comentarios (3 comentarios)
Gabrii Marcháis hace 11 años
me quedo sin palabrass... hay mas??? =O
Vir SN hace 11 años
paciencia... ;)
Gabrii Marcháis hace 10 años
va tocando ya el siguiente no...? jejejje