Senderismo por los Mamellones

El viernes por la tarde fui a spinning. Por la mañana había estado también en el gimnasio, pero no para hacer ejercicio sino para hablar con el jefe respecto a temas de publicidad. Me invitó entonces a unirme el sábado a la salida de senderismo que tenían planificada.

- "Sí..., no..., bueno..., a lo mejor..." - balbuceé torpemente sin saber por qué no le decía que no directamente, ya que me apetecía nada en absoluto.

Por la tarde allí me lo encontré de nuevo.

- ¿Te vas a venir al final?

- Voy a meterme a spinning y según cómo se porte Óscar encima de la bici estática te cuento luego - respondí, tratando de darle largas para que indirectamente sobreentendiese mi negativa.

La sesión del viernes tarde no fue muy dura, ya que Óscar -ese misterioso posconocido- había impartido dos clases de Personal Trainning y GAP en las horas anteriores y estaba molido. A pesar de ello disfruté por la música, y por su compañía (¿para qué negarlo?). Al abandonar la sala de Ciclo Indoor allí estaba el jefe de nuevo acechante. Lo conseguí evitar y me escabullí hasta el vestuario femenino. Debajo de la ducha (donde se gestan en muchas ocasiones las grandes ideas, y otras cosas) me di cuenta que el participar en la actividad podría beneficiarme si quisiera que Salva contase conmigo para llevar adelante el proyecto de comunicación. "Además, qué coño, pero si a mí me gusta pasear por el monte". Estaba decidido, al día siguiente iría a los Mamellones.

Me levanté temprano ya que no me había preparado la indumentaria la noche anterior. Saqué del armario las botas de hiking, la chaqueta waterproof y ropa cómoda. Mientras lo hacía recordé las salidas por Noruega y Eslovaquia, allí era donde mejor uso le había dado a este uniforme. Envolví en papel de plata un sandwich, la fruta y un cuchillo para pelar la manzana. Me dirigí a la puerta del gimnasio y pronto llegaron los demás. Éramos ocho en total: tres parejas, una treintañera y yo. Al principio me sentí desubicada e incluso pensé en darme la vuelta, pero en realidad lo peor (el primer paso) ya se había dado, así que no quedaba más remedio que seguir adelante.

Compartí coche para subir hasta el inicio del recorrido con Irene (la treintañera). Después resultó que fuimos hablando durante toda la ruta. La circunstancia de ser las dos únicas personas que no iban acompañadas por su pareja nos hizo acercarnos y descubrir que teníamos mucho en común. Al llegar no conocía a nadie, ni si quiera puedo considerar que tuviese confianza con Salva y Ana (los dueños del gimnasio). Fue curioso comprobar cómo poco a poco esas ocho personas individuales fuimos conformando una piña. Nos ayudábamos en los tropezones, esperábamos a los más retrasados, ofrecíamos nuestras reservas de comida o agua a los demás, nos sujetábamos las ramas, advertíamos de la presencia de pasionarias,... y todo ello en menos de cuatro horas. Me sentí halagada al percatarme que me llamaban por mi nombre (qué hecho más tonto parece, ¿no? Pues no para mí) o cuando me reclamaban para unirme a una foto (de grupo o no). Conforme pasaban las horas la chica extranjera pasó a ser Tania, el hombre de pelo grisáceo sujeto en una coleta fue Javi, su mujer -que estrenaba mochila, chaleco y calzado orgullosa de hacerlo a los cincuenta años- era Manuela y así con todos. Tuve tiempo de intercambiar con cada miembro del grupo unas palabras y fue maravilloso. Aprendí nuevos puntos de vista y volví a darme cuenta de cómo cada persona tenemos nuestra historia y cómo cada cual somos un mundo que complementa el de otros.

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