Murcia en Murcia y Tenerife en Tenerife (XIII)

Nos despertamos temprano. Creo que ambos estábamos inquietos. Yo, que me conozco, me lo veía venir. Ese nerviosismo me invade siempre que tengo algún examen por la mañana, un viaje preparado, una entrevista de trabajo, etcétera. Aquella despedida mañanera no era un evento de menos transcendencia, desde luego.

Por última vez salimos a la terraza de nuestro apartamento. Desayunamos al sol y sacamos la cámara. Retratamos cada movimiento de aquel domingo de diciembre. Contemplábamos con anticipada meláncolía la pequeña pantalla LCD donde se contenían nuestros cuerpos en miniatura congelados, pero no decíamos nada al respecto, ninguno abrió el pico para expresar alguna emoción. De vez en cuando yo hacía bromas o le sacaba -sin éxito- a bailar en medio del salón con "La flaca" sonando, pero él estaba como ausente. Pensé que tendría ganas de irse ya, no sólo por la intensidad vivida durante el fin de semana conmigo sino por el largo y pesado viaje que había empezado nueve días atrás. Durante ese tiempo había estado en Málaga, Murcia, Estepona, Puerto Banús, Ceuta, Algeciras y Míjar (y para colmo durante estancias muy cortas en los lugares y demasiado prolongadas en los transportes). De vez en cuando se manifestaba diciendo "Vir'hinia, que me voy ya" y yo no sabía interpretar si era algo bueno o malo.

Nos montamos en el coche y fuimos acelerados hacia el aeropuerto de Málaga. Llegábamos tarde al encuentro con los pasajeros que me llevaría hasta Granada. Yo le acariciaba la rodilla mientras él le daba caladas cortas al cigarro. Aprovechando que yo iba conduciendo y tenía excusa para no mirarle a los ojos, le agredecí aquellos días, el que se hubiese quedado y le confesé que me había hecho muy feliz, y que era algo que me venía haciendo falta hace mucho tiempo. Él me correspondió, apoyó su mano sobre mi hombro derecho y eso me tranquilizó. Por suerte nuestras miradas no se cruzaron.

Aparcamos al lado de los taxis, en la zona donde se te permite estacionar durante un máximo de quince minutos sin tener que pagar. Me bajé del coche junto con él. Allí estaban ya tres de los cuatro viajeros. Les dejé que entraran al vehículo mientras que Javier y yo entrábamos al aeropuerto para despedirnos. Nuestro último beso fue fugaz, como sino quisiéramos prolongar más aquella situación que no sabíamos manejar ninguno de los dos. Lo dejé tras de mí sentado en un banco. No me giré. Me acordé de Ras, del último adiós. Era totalmente diferente. Dejé de juzgarme y entré al coche de nuevo.

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