Un caminante en Montpellier
Imagino un paseo bajo el sol de Montpellier
Banda sonora: "Notes de Manouche - Sur les Ponts de Venise"
Por el momento, estoy escribiendo una "buseta" hacía la Plaza Bolívar, donde haré las últimas cosas antes de volver al viejo continente.
Me fui de Europa durante unos seis meses y de vez en cuando, mis recuerdos vagan entre las ciudades que he visitado y vivido durante estos años.
Esta mañana he desayunado arepas de queso con miel y mantequilla en la corteza. Acercando mis dedos a la boca, para encenderme un cigarro, he percibido inmediatamente una olor familiar que me ha sumergido en un mundo de recuerdos. Durante estos años, marcados por distancias y conciliaciones, he aprendido a apreciar el poder del olfato al cruzar los límites del tiempo y traer las viejas emociones a la mente como un fuego vivo.
Un poco como Proust y sus magdalenas, el olor de la mantequilla entre los dedos me arrastra a casi doce mil kilómetros de la desagradable silla de la buseta por la plaza Bolívares. Con una nostálgica sonrisa en la cara y un cuaderno en las manos, juego con mis recuerdos y me imagino un día de caminante en la ciudad que me ha acogido durante los tres últimos años de mi vida: Montpellier.
Mi apartamento es un bonito estudio con dos grandes ventanas que se abren a los tejados de Montpellier. De allí, el sol de Montpellier entra con todo su esplendor, abro las persianas de color turquesa y la habitación se llena del calor de primavera. Oigo fuera, el tintineo del tranvía y se cuelan los gritos de los niños la escuela de al lado. De la panadería de abajo, sube un delicioso aroma a mantequilla que seduce mi paladar. Así que, decido bajar y comprar alguna cosa.
La ventana de la panadería está llena de cosas buenas pero, me he despertado con un deseo irresistible de una napolitana. Con el primer bocado, siento fundirse la masa y el chocolate en mi boca, dejando en el paladar y mis dedos un dulce gusto a mantequilla. Con las manos todavía recubiertas de napolitana, decido ir a dar un paseo a la ciudad.
En Francia aprendí una palabra bonita, hecha famosa por Baudelaire, que designa a aquella persona a la que le gusta andar sin rumbo, disfrutando y observando el paisaje que le rodea: le flâneur (el caminante). La agradable brisa de primavera es una excelente ocasión para dar un pequeño paseo con mi cámara fotográfica.
Me como el último trozo y con mis dedos sintiendo todavía la mantequilla, enciendo un cigarro: déjà-vu. Empieza mi paseo.
Dejo la frescura de la sombra proyectada por el palacio de la calle Faubourg Boutonnet. El calor del sol acaricia mi piel y me encuentro frente a los grandes espacios de la plaza Albert Premier. A la derecha, los tranvías coinciden en la parada en un escalofrío de campanas, mientras que al final de la plaza, Ahmed prepara la comida de su quiosco abierto veinticuatro horas y levanta la mano para saludar con una sonrisa calculada pero amable.
Cruzo un claro despejado por el alboroto de los chicos que saltan en monopatines y me dirijo a las calles silenciosas de detrás de la catedral. Me paro un segundo para rellenar los pulmones de aire fresco del Jardin des Plantes, un espacio verde sorprendente hecho a base de madera de bambú y estanques de nenúfares.
Algunos pasos más lejos, mi mirada se llena de la inmensidad de dos pilares sobre los que reposa la catedral de Saint-Pierre. El sonido de un saxofón se desliza desde una persiana celeste de detrás de mí, hace eco entre las dos imponentes columnas y huye hacia la antigua escuela de medicina.
Dejo detrás de mí esta percepción intemporal y subo hasta la plaza de Canourgue. El canto de los pájaros domina los árboles y las terrazas de los bares todavía están medio vacías. El susurro de los pocos asientos deja en las orejas el dulce murmuro de la ciudad que acaba de despertarse. La plaza se cierra en una red de callejones irregulares, estrechos entre los viejos edificios.
De repente, aparezco en una elegante avenida, a los pies del imponente Arco del Triunfo. El sol la besa por detrás mientras que continúo en un callejón con vistas a la antigua panadería "Des Rêves et du pain", que desde prácticamente doscientos años llena el barrio de "Saint'Anne" del olor de de una de las mejores baguettes de Francia. Entro. Compro cincuenta céntimos de una baguette campesina con la base ensombrecida por el horneado. El crujiente de la corteza entra de forma agradable en contraste con el interior blanco y dulce.
Mi boca sigue mezclada con un sabor a nueces y tostadas cuando la entrada se abre de nuevo, ofreciéndome las formas alargadas de la iglesia Sainte Anne. Ante ella una plácida plaza pequeña, quemada por el sol y constelada de mesas.
Enjuago el sabor de la baguette campesina con un café. No es un buen café, hay que ser sincero pero, acompañado de una galleta de spéculoos deja un agradable gusto en la boca.
Flegmático, saludo a la secularizada iglesia convertida ahora en un espacio artístico. Una vez más me abandono en el laberinto de callejones de origen medieval. A algunos pasos de mi vendedor de infusiones beneficiosas, hay una entrada que me encanta por su absurdidad urbana: estrecha, cerrada entre dos edificios que casi se tocan. Parece remontarse a lo largo de los siglos.
Un camino de callejones irregulares que se cruzan como consecuencia de una mano temblorosa que empieza a abrirse en la calle Saint-Guilhem donde desciende una corriente de personas. No me dejo arrastrar, adelanto a dos mujeres en bicicleta y me meto en el enredo de callejones medievales. A través de bistrós y tiendas de juguetes de la antigua calle del Ancien Courrier.
De repente, un dulce aroma de jabón de Marsella llena el aire. Estoy justo detrás de la iglesia de Saint Roch, sumergido en el silencio de un espacio abierto hecho de fuentes y mesas. Me doy la vuelta y me dejo engañar por el trampantojo que se destaca de la pequeña plaza, ante la fachada neogótica de la iglesia.
Atravesé Saint Roch por el pórtico de la calle Voltaire como si se tratara de un portal para retroceder en el tiempo. Reaparecí en la calle del Ancien Courrier con sus frenéticas idas y venidas. Algunos metros antes de subir las amplias escaleras de la calle Joubert y me encuentro ante uno de mis sitios preferidos de Montpellier. Un oasis gótico en el corazón de Montpellier, un lugar que, con sus arcos puntiagudos y sus mosaicos, todavía siente las historias reales en estas calles. Las terrazas de los bares de los mercados y la fuente silenciosa, cuentan la lejana historia del edificio que les domina. Un antiguo hotel que fue un lugar de refugio durante la Revolución Francesa. Cada vez que me alejo de aquí, estoy fascinado por la irregularidad arquitectónica de este pequeño cuadrado y siempre busco detalles que me hacen imaginar lejanas historias. Este es uno de esos lugares que jamás agotan su magia.
Estoy en el callejón que baja de la plaza y apenas se evade entre los pequeños edificios que la dominan. Aquí, las terrazas de los bistrós y de los bares se reducen a algunas sillas decoradas con plantas y flores. La sombra de los palacios se abre entre la luz de la calle de la Argenterie y dejo detrás de mí la tranquilidad de estos lugares para entrar en la agitación de una ciudad ya inmersa en sus actividades.
Bajo hasta encontrar una fuente bonita rodeada de docenas de caminantes que disfrutan, como yo, el calor del sur. La calle de Jean Mulin es un mosaico de rostros y fluye en las cuestas de la calle de la Loge.
Dos chicos que llevan camisetas del Olympique de Lyon (OL), me adelantaron gritando algo en árabe: llegué al corazón palpitante de la vida de Montpellier, la plaza de la Comédie.
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