Murcia y Tenerife en Málaga (XII)

Se notaba que era nuestra última noche, el ambiente lo transmitía, hasta las estrellas estaban tristes. Nosotros en cambio no parábamos de quedarnos la una con el otro. Que si qué vas a hacer sin mí, yo te llamaré, ¿estás enamorado ya?, menuda cara de bobita se te pone..., todo ello intercalado con suspiros de ¡Ay, Vir'hinia! y contestaciones del tipo ¿qué pasa, canario? acompañadas de sonrisas infinitas.

Cuando acabamos de cenar la pizza de jamón york y queso -complementada con tomate frito y atún-, comenzamos a besarnos, pero por primera vez de una forma diferente. Prolongábamos durante más tiempo el contacto labial. Nuestras manos estaban unidas, y cada vez que nuestras bocas se encontraban, los dedos se contraían y las palmas se arrugaban. La tensión de los nudillos era proporcional al esfuerzo involuntario que hacíamos por contener el aliento, ese estímulo afectivo que nos ayuda a controlar las emociones. Cuando nos levantamos para recoger la mesa, me percaté de que yo ni si quiera había abierto mi lata de cerveza y que él no había terminado la suya. Caí en la cuenta de lo rápido e intenso que había pasado el fin de semana. El día anterior éramos unos completos desconocidos que no sabían decidir ni qué cenar, mientras que aquella noche, prácticamente veinticuatro horas después, yo ya le cedía mi trozo de pizza, él me pidió que le ayudara a hacer la maleta, a ninguno nos hizo falta apoyarnos en el alcohol para estar más relajados y ambos decidimos dejar para mañana lo de fregar porque, lo que nos apetecía realmente entonces, era pasar tiempo el uno con la otra y viceversa.

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